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Un país a precio de saldo

Todo gran país necesita de grandes empresas nacidas al calor de grandes empresarios, emprendedores dispuestos no solo a conservar lo alcanzado, sino a traspasarlo a sus herederos multiplicado. Empresas y grupos industriales con influencia nacional e internacional, bien gestionadas, creadoras de puestos de trabajo de calidad, implicadas a fondo en tareas de investigación y desarrollo, y capacitadas para soportar los ciclos recesivos.

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que España llegó a presumir de grandes multinacionales capaces de invertir no solo en países en desarrollo, sino en mercados tan maduros como el europeo o el norteamericano. Eso ha pasado a mejor vida. Llevamos ya un puñado de años instalados en la senda de una paulatina pérdida de influencia como país, años de caída de nuestra capacidad industrial, desde luego, años de endeudamiento progresivo.

Estamos descapitalizando el país, lo estamos desmembrando, vendiéndolo a trozos en el sálvese quien pueda de un empobrecimiento general al que nos conduce una clase política cada día más depauperada, más cercana al analfabetismo funcional, unas instituciones desprestigiadas, una Justicia a punto de perder el último aliento de independencia, unos medios de comunicación víctimas de unas cuentas de resultados miserables, y unas élites empresariales y financieras rendidas en su mayoría al Rinconete y Cortadillo de quien diariamente maneja el BOE desde Moncloa.

Las clases medias, antaño orgullo patrio, se han refugiado en sus casas dispuestas a protegerse del virus y a ahorrar, sin atreverse a asomar la cabeza. Y los cuatro que siguen haciendo negocios a pecho descubierto y sin paraguas oficial siguen refugiados en provincias más convencidos que nunca del acierto de mantenerse alejados de las rojas alfombras por las que desfila la corrupción a gran escala.

El desempeño del Ibex en los últimos años es un buen ejemplo de esa pérdida de potencia, de esa caída en la irrelevancia que acompaña a este país. Hace tiempo que España decidió enajenar su industria para centrarse en los servicios, que no hay lugar en el mundo donde se tire la caña con más gracia que aquí. Luego, cuando llega doña Covid y te cierra el chiringuito playero, los lamentos se oyen hasta en Perpignan.

España está en venta. Liquidación por fin del negocio, a precio de saldo. Como en el mercadillo de los jueves en la plaza del pueblo, todo muy barato.

Sánchez, el Rey Midas

Están a punto de desbloquearse de las ayudas europeas para hacer frente a la grave crisis por el coronavirus. Estamos hablando de una movilización de dinero público sin precedentes que supone un reto administrativo monumental. Y no se trata solo de conseguir la suficiente celeridad en el reparto y de que se acaben financiando los proyectos más idóneos; es imprescindible también mucha transparencia, rendición de cuentas y que, finalmente, sea posible la evaluación para que el ciudadano sepa en qué se gasta el dinero y si se cumplen los objetivos.

Y en España, nos encontramos -por desgracia- ante un Gobierno que asume de forma exclusiva el control, algo que dista mucho de lo que va a ocurrir en el resto de Europa. La mayoría de los países han establecido o bien mecanismos de control, o bien organismos y comités de asesoramiento técnico independiente a sus Ejecutivos.

Aquí no. Sánchez es el Rey Midas. Va a controlarlo todo él solo con sus ministros, tarea hercúlea que despierta lógicos recelos. Máxime porque en un país tan descentralizado como el nuestro, y visto cómo se han negociado los Presupuestos Generales del Estado, regando de prebendas al independentismo, cabe temer lo peor en el reparto, que debe hacerse conforme a criterios equitativos y razonables y no para premiar o castigar con criterios partidistas y sectarios.

Desde luego no dice nada bueno que Sánchez quiera jugar a rey Midas con las ayudas de Bruselas. Y menos aún tras lo ocurrido hace escasamente dos semanas, cuando Moncloa tuvo que pasar de una pretendida comisión interministerial formada por los titulares de carteras económicas del Gobierno a que, finalmente, vaya a ser el Consejo de Ministros en pleno quien se siente también en la comisión que reparta los fondos comunitarios.

Y ello porque Iglesias, tras sentirse ninguneado, obligó a Sánchez a torcer la cerviz. La guerra que libró Podemos para codecidir el reparto de las tajadas lo dice todo sobre cómo entienden en Moncloa estas ayudas de Bruselas y los manejos de los dineros públicos. Que aunque Carmen Calvo crea que no son de nadie, son de todos los ciudadanos. Y nos puede salir muy caro que algunos consideren que están para pagar su juerga y no para sanear la economía, modernizarla y hacerla más competitiva, lo que pasa indefectiblemente por acometer las reformas estructurales más urgentes.

Hace semanas que el empresariado y patronales como la tecnológica reclaman una agencia para ejecutar los fondos europeos y que la ayuda no quede solo en manos del Gobierno. Instrumentos así se han creado ya en varios países de la UE. Esperemos que a Sánchez no le acabe pasando como a Midas, a quien se le volvió en contra su gran poder. Porque en ese caso quienes lo pagaríamos seríamos todos los españoles.




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