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Adiós a un año maldito

Al cierre del ejercicio, el espectáculo que se divisa desde el puente no puede ser más desolador. En 2020 la pandemia se ha llevado por delante la vida de más de 71.000 personas. 71.000 españoles que, como ese soldado desconocido al que se homenajea tras las grandes guerras, han fallecido en silencio, muertos sin rostro, a menudo en el mayor de los abandonos, desaparecidos sin dejar rastro por expresa voluntad de un Gobierno decidido a ocultar una tragedia cuya dimensión contrasta violentamente con el enanismo moral de sus miembros.

Tragedia sanitaria y derrumbe económico añadido, porque no otra cosa se podía esperar del peor Gobierno que le ha tocado a España en la peor de las circunstancias imaginables. Y junto a la tragedia sanitaria y el desplome económico, la mayor de las crisis políticas ocurridas en el país desde la muerte de Franco, crisis existencial en la que se juega no ya la independencia de Cataluña, esa pesadilla recurrente en la memoria de los españoles, sino la propia existencia de España como nación.

El deterioro de las constantes vitales de nuestra democracia es tan evidente, el desprestigio de las instituciones tan acelerado, las humillaciones a que los socios de Gobierno de Sánchez –y que éste consiente mirando hacia otro lado- someten cada día a los ciudadanos son tan brutales, que para muchos la pertenencia a la Unión Europea se ha convertido en la última instancia, el clavo ardiendo al que los demócratas españoles se aferran para imaginar que no todo está perdido y que aún es posible el milagro de evitar la caída en ese abismo de miseria y pérdida de libertades al que el Ejecutivo social comunista pretende conducir a este gran país llamado España.

Situación paradójica la que vivimos con la UE. Por un lado, mantiene con vida al Gobierno Sánchez gracias a las compras de deuda pública que el Banco Central Europeo (BCE) realiza de las emisiones del Tesoro, evitando así el riesgo de tener que salir a colocarlas en los mercados. Por otro, permite abrigar la esperanza de que ese club de democracias liberales al que pertenecemos en ningún caso consentirá que España se deslice por la pendiente que ha convertido a países ricos, caso de Argentina, Venezuela, en Estados fallidos condenados a la miseria económica y la ruina moral.

La decisión del BCE de seguir comprando deuda soberana de los países miembros al menos hasta la primavera de 2022 augura al Gobierno Sánchez un próximo año relativamente tranquilo desde el punto de vista de las variables macroeconómicas, aunque la realidad de un déficit y una deuda pública desbocadas acabará por imponer su amenazadora presencia ante la Comisión Europea en el momento en que Alemania, Holanda y resto de países “frugales” empiecen a crecer con fuerza. Ese será el momento de nuestro “rescate”, y esta vez no solo económico.

España, que llevaba tiempo deslizándose por la pendiente de la irrelevancia como país, ha visto ese proceso acelerado con la llegada al Poder de un Gobierno iliberal y proclive a fórmulas peronistas (Sánchez), cuando no abiertamente comunistas (Iglesias), en la gestión de los asuntos públicos.

A estas alturas de la Covid-19, está claro que los países que mejor han resistido la pandemia han sido aquellos que han sabido mantener sus finanzas públicas bajo control (caso de Alemania, Holanda, Corea del Sur, Taiwán, Nueva Zelanda, etc.), sin entregarse al frenesí del gasto público urgido por el populismo rampante. No es solo que el exceso de endeudamiento público y privado reduzca el crecimiento potencial y aumente las desigualdades sociales, es que los países que han perdido el control de sus finanzas públicas han perdido también el control de la crisis sanitaria, son los que peores resultados han cosechado en la lucha contra la covid. Y para muestra basta el botón de España bajo el Gobierno de Pedro & Pablo.

El mito del dinero gratis esconde la realidad de un crecimiento económico muy pobre, un paro convertido en estructural y un nivel de crecientes desigualdades, con el riesgo de que esas desigualdades macroeconómicas, traducidas al final en riqueza o pobreza per cápita, terminen llevando al euro al punto de ruptura. Es lo que está en juego en esta Europa post-Brexit, hoy empantanada en un cruce de caminos en medio del cual se halla nuestro país.

Desde el punto de vista español, está claro que la moneda única y el fortalecimiento de la UE no es que sigan siendo la mejor opción a la hora de frenar nuestra deriva hacia la irrelevancia, sino que se ha convertido en la única para asegurar la paz social y un cierto progreso económico. Y lo que es más importante aún, para preservar nuestras libertades amenazadas hoy por las pulsiones autoritarias de los nuevos tiranos revestidos de apóstoles del igualitarismo por decreto.

2020, entre el miedo y la infantilización

Ha sido 2020 un año distinto, inédito, que se recordará seguramente como 'el año del Covid-19', denominación insólita porque siempre fue el año el que dio su nombre a la pandemia… no al revés. Pero esta enfermedad ha sido excepcional. Y no porque el virus golpease con mayor intensidad que los del pasado, sino por sus efectos sociales, políticos, económicos y psicológicos.

Las pandemias del siglo XX causaron enfermedad y muerte pero se afrontaron con entereza, dignidad y sosiego; no con desatado pánico, búsqueda de culpables, prohibiciones generalizadas o persecución del disidente. Nunca una pandemia había desorientado y desarmado a la ciudadanía, ni propiciado su completa sumisión al poder.

Hay acontecimientos históricos capaces de sacar a la luz transformaciones sociales y culturales que hasta ese momento solo se vislumbraban. Esta pandemia ha rasgado el velo, ha proporcionado una nítida radiografía del mundo de hoy, retratando a una mediocre clase política y a una sociedad bastante infantilizada.

Presa del pánico, la ciudadanía de 2020 se arrojó en brazos de sus gobernantes, buscando no tanto soluciones racionales como un bálsamo para sus miedos. Y, en un mundo que dedica más esfuerzo a buscar culpables que a ingeniar soluciones, los dirigentes actuaron de manera defensiva, aplicando aquellas medidas que potenciaban su imagen, que les permitían esquivar la culpa y endosarla a los ciudadanos por no cumplir las reglas.

Aunque en pocos lugares haya alcanzado cotas tan extremas como en España, la degradación de los gobernantes es un fenómeno común en Occidente. Abunda una clase política carente de principios, centrada en la apariencia, improvisadora, incapaz de atenerse a un plan coherente, rehén del más miserable corto plazo. Una categoría de dirigentes fruto de unos perversos mecanismos de selección que encumbran al poder a sujetos con pocos escrúpulos, a oportunistas desprovistos de espíritu de sacrificio o sentido del bien común.

Pero la mala calidad de la política se debe también a la infantilización de una creciente proporción del electorado, guiado por consignas simples, por puras imágenes televisivas, incapaz de ejercer una crítica coherente al poder. Unos votantes cada vez más encasillados en pandillas, en facciones irreconciliables, que conciben la política con un enfoque futbolístico: el de nuestro equipo frente al de ellos, no como un abierto y respetuoso debate de ideas.

La libertad en juego

Digámoslo alto y claro: lo que en este final del maldito 2020 está en juego es ni más ni menos que la libertad. Pocas frases resumen, con ejemplar economía de lenguaje, el desguace al que está siendo sometida España.

El último escarnio de este Gobierno ha sido el ataque directo a la cabeza misma. Con razón: el rey Felipe es el jefe de las Fuerzas Armadas y hay que descabezarlas. El penúltimo es someter al poder judicial para acabar con el arcaísmo de la división de poderes. ¿Alguien imagina a un peronista, a un chavista, a un comunista, obedeciendo al poder judicial? Ya hay una parte de España que no acata las sentencias jurídicas y no pasa nada.

¿Algún asidero para la esperanza? Nada que esperar de una clase política que sigue ciega, prisionera de los vicios adquiridos a lo largo de una Transición cuya muerte parecen empeñados en ignorar. Tampoco de una “intelligentsia” hace tiempo desaparecida como grupo, y menos aún de unos poderes empresariales y financieros entregados de hoz y coz al Gobierno Sánchez, dispuestos como están a participar en el festín de esos 72.700 millones gratis total que la Comisión Europea ha destinado a España y que van a servir no para modernizar este país, sino para engendrar un ramillete de nuevas grandes fortunas a las ya tradicionales.

Una catarata de falsos derechos

El pueril mundo actual se ha acostumbrado a contemplar muchos derechos y pocos deberes. Pero buena parte son “falsos derechos”, meros señuelos inventados por los gobernantes como vías indirectas por las que rebasar esos límites y controles que las constituciones democráticas establecieron al ejercicio del poder para impedir que el gobierno se ejerciera de manera tiránica o despótica. Contemplar, por ejemplo, un 'derecho a la salud', o expresiones similares, resulta grandilocuente, atractivo, pero poco eficaz pues nadie puede garantizar tal cosa. Es más bien una excusa que otorga a los gobernantes enorme potestad para imponer cualquier medida, incluso algunas extremadamente lesivas para las libertades, alegando que existe peligro para la salud.

Nunca, hasta hoy, se había entendido la cuarentena como un confinamiento de los sanos… salvo en la ficción literaria. En 'La Máscara de la Muerte Roja', Edgard Allan Poe relata la ocurrencia del Príncipe Próspero que, ante una epidemia devastadora, se encierra a cal y canto en un castillo, con todos los lujos, junto a mil amigos sanos y ricos. Naturalmente, la estratagema sirve de poco: la muerte aparece sin necesidad de disfraz durante un baile de máscaras, llevándose a Próspero y al resto de la concurrencia. Errónea concepción la de ese príncipe que considera el confinamiento una medida eficaz. También la de aquella minoría de cortesanos que puede permitirse un largo encierro sin coste, percibiéndolo incluso como un dolce far niente, mostrando escasa solidaridad hacia quienes contemplan desesperados como desaparece su empleo o quiebra su negocio.

La inclusión de estos dudosos derechos es una de las vías por las que la democracia clásica, entendida como separación de poderes, controles, contrapesos y límites a los gobernantes, ha ido eclipsándose poco a poco en el mundo actual. Debemos observar mucha precaución esos países, como Chile, que han decidido redactar una nueva constitución. En España pretenden modificar varios artículos de la Carta Magna.

La sociedad del miedo

Esta pandemia también ha mostrado que la sociedad moderna ha perdido la capacidad que poseían nuestros antepasados para gestionar el miedo. Cierto, el miedo es una emoción y, como tal, no ha cambiado a lo largo del tiempo. Los antiguos griegos, o los pobladores del neolítico, lo experimentaban igual que nosotros. Pero la manera de afrontarlo se encuentra socialmente mediatizada, se canaliza a través de reglas, normas, creencias y costumbres, que han variado sustancialmente en los últimos tiempos.

Así, se transformaron las normas no escritas que regulaban la expresión pública del miedo. En el pasado no estaba bien visto que las personas maduras, especialmente las investidas de cierta autoridad, manifestaran públicamente su miedo: era costumbre disimularlo. Y tenía cierta lógica porque el miedo es contagioso y, si los individuos lo observaban en otros, especialmente en aquellos a los que reconocían autoridad, la situación podía escalar hacia un pánico descontrolado. Hoy día, sin embargo, mostrar públicamente miedo no sólo se encuentra aceptado sino fomentado, un cambio que favorece la 'autoexpresión' individual, pero también el estallido de pánicos.

Pero hay otro cambio aún más sutil. En 'El Mundo de Ayer', Stefan Zweig señalaba una curiosa paradoja: los grandes avances de la ciencia se correspondieron con enormes retrocesos en el plano moral, en el de los principios. Aunque parezca contradictorio, los grandes adelantos del conocimiento han incrementado la incertidumbre con la que la humanidad percibe el futuro. El mañana se concebía antaño como una continuación del presente, el resultado de cambios paulatinos, no drásticos. Actualmente se contempla el futuro como una distopía, como un mundo completamente desconocido, radicalmente distinto al presente, una terra incognita habitada por monstruos donde la humanidad debe adentrarse sin mapa, brújula ni sextante. Un territorio donde cualquier suceso apocalíptico, desde una catástrofe climática, sanitaria o nuclear, puede ocurrir súbitamente.

La radical ruptura cultural con el pasado ha propiciado una humanidad aislada en el presente, sin guía, sin mecanismos compartidos que ofrezcan sentido o aporten algún contrapeso a esa imagen amenazadora del futuro. Así, muchas dificultades que antaño se gestionaban con aplomo, causan hoy pánicos desmedidos, especialmente cuando son los gobernantes quienes asustan al público para después erigirse en garantes de su tranquilidad.

Gran parte de la ciudadanía actual antepone la seguridad, aunque sea aparente, a la libertad, prefiriendo las medidas que simplemente aportan tranquilidad, aunque a la larga resulten ineficaces. Como ya señalaba el sociólogo Christopher Lasch, "atormentado por la ansiedad, la depresión, una confusa insatisfacción y sensación de vacío interno, el ‘homo psicologicus’ actual no busca el engrandecimiento individual ni la trascendencia espiritual, sino la paz interior”.

El miedo y el infantil conformismo durante la pandemia desembocaron en la rendición absoluta ante las autoridades, en una actitud pasiva ante los abusos del poder, en la aceptación de un régimen de censura y autocensura donde, mermada la libertad de expresión y opinión, la confrontación de ideas fue sustituida por un entorno donde solo caben la ortodoxia y la herejía.

En 2020, aquellos que mantienen una postura crítica con la política oficial sobre la Covid-19 no son discrepantes sino herejes, blasfemos, unos individuos que deben ser denostados, vilipendiados, enviados a la hoguera del ostracismo.


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