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Informe de rendición de cuentas (by Moncloa)

Pedro Sánchez ha hecho balance del primer año de Gobierno tras el último Consejo de Ministros de 2020. El 29 de diciembre convocó a la prensa para presentar las conclusiones de un informe de rendición de cuentas que analiza el progreso en el cumplimiento de los compromisos adquiridos en la sesión de investidura y a lo largo del año 2020. ¿Y qué nota le pone a su gestión? ¡Sobresaliente! Hay que tener poca vergüenza.

Pero... ¿acaso iba este informe a reflejar sus negligencias, si ha sido elaborado por el propio Gobierno? (En concreto, por el Departamento de Planificación y Seguimiento de la actividad Gubernamental del propio gabinete de la Presidencia del Gobierno, en colaboración con los distintos ministerios).

Sobresaliente, cohesionado y, sobre todo, cumplidor. Con estos adjetivos ha calificado Pedro Sánchez a su Gobierno y la gestión que ha llevado a cabo durante el primer año de su mandato. Es tal la obsesión de este equipo de Gobierno por la propaganda que se diría que el llamado síndrome de la Moncloa les ha hecho perder el contacto con la realidad.

Entre las medidas y compromisos implementados, Sánchez destacó todas las relativas al "escudo social"; la renta mínima vital; el apoyo financiero a las comunidades autónomas; las líneas de crédito a través del ICO a las empresas; los ERTE; la prestación especial para autónomos, o la regulación del uso obligatorio de las mascarillas y la fijación de su precio máximo, así como la rebaja del IVA de las mismas. Todo ello gracias, entre otras cosas, al acuerdo de Presupuestos con formaciones como ERC o Bildu. ¡El colmo de la desfachatez!

Ajeno a la cruda realidad que los españoles padecen desde hace ya meses, el presidente con menor apoyo parlamentario de la democracia alardeó en un nuevo eterno Aló Presidente de la confianza de los ciudadanos y de la cohesión de la coalición, cuyas discrepancias inocultables trató de tapar asegurando que el Gobierno acaba el año «más fuerte y más unido». Sánchez aseguró que "la pandemia ha acelerado la acción del Gobierno de coalición con Podemos, sin desviarla ni un milímetro, ni un ápice, de sus objetivos".

La relación de Sánchez con la mentira, no por natural, resulta menos corrosiva para la calidad democrática y el crédito institucional. Como acostumbra, Sánchez disfrazó su propaganda de objetividad. Según Su Persona, apenas hay compromisos que se hayan quedado en la cuneta. Si acaso media docena, y todos ellos por causas justificadas.

Se sirvió de un informe titulado Cumpliendo que fijaba en el 23,4% el grado de cumplimiento de los 1.238 compromisos asumidos.

Fue una pena que no gastara la misma precisión en pormenorizar otras muchas marcas que ha pulverizado: el número de decretazos en proporción al tiempo que lleva en Moncloa, las colocaciones de amigos a dedo pasando por encima del requisito de funcionario, los requerimientos del Consejo de Transparencia desoídos...

Tampoco desgranó sus innumerables promesas traicionadas: su compromiso de no pactar con Bildu -«Con Bildu no vamos a pactar, si quiere se lo digo 5 veces o 20»-, de no ser presidente al precio de apoyarse en separatistas, o de recuperar en el Código Penal el delito de celebración de referendos ilegales y endurecer el de rebelión («rebelión de manual», aseguraba Sánchez). Por estas mentiras se ve que pasan de puntillas sus «examinadores independientes», elegidos a dedo por el examinado. Éxito garantizado.

El problema de entregarse de forma tan grosera a la propaganda es que el crédito necesario para insuflar esperanza a los ciudadanos en tiempos duros queda dañado irremisiblemente. Ni el plan de vacunación se ejecuta eficientemente con una pegatina, ni un reparto politizado de fondos europeos restañará lo destruido. Y todo esto mientras España se enfrenta a una cuarta ola que se cierne sobre el arranque de 2021.

Cumplido un año desde su investidura, nada funciona en España y, a los problemas inevitables como la pandemia, se le han añadido otros irresponsablemente inducidos por el peor Ejecutivo de la democracia. Incluso en la crisis sanitaria, motivada por un virus ajeno a la responsabilidad de cualquier dirigente, su rendimiento ha oscilado entre la negligencia, el error y el ocultismo.

Primero desechó las incontables alertas internacionales; después escondió su retraso con un estado de alarma tan prolongado como ineficaz y, finalmente, se quitó de en medio, dio por vencido al virus y ha alimentado la tercera ola con su indiferencia absoluta. La misma que le lleva, aún hoy, a esconder hasta la cifra real de fallecidos.

De todo ello se ha derivado una crisis económica sin precedentes, que va a hipotecar el país tal vez por décadas, y se demuestra con la cadena de estragos en todos los epígrafes: el paro, la deuda y el déficit están desbocados, a niveles solo superados en el mundo por Argentina; el cierre de empresas se cuenta ya por decenas de miles y los remedios anunciados son inútiles o contraproducentes. Porque más gasto público con dinero europeo y más impuestos solo agravarán el drama.

A todo eso, se le añade una crisis institucional sin parangón, sustentada en una agenda ideológica frentista que divide como nunca a la sociedad española, resucita fantasmas absurdos del pasado y excava trincheras donde deberían construirse puentes.

En lugar de entenderse con el PP; Sánchez ha optado por hacerlo con Podemos, Bildu o ERC; convirtiendo en propia una hoja de ruta marcada por la fractura, el populismo y el desafío a la Constitución.

La degradación democrática que supone atacar a la separación de poderes; poner en discusión el papel de la Corona o avalar las aspiraciones rupturistas del separatismo completan un cuadro desolador y retratan la catadura política de un presidente que en el pasado hipotecó los valores clásicos de su propio partido y, en el presente, alquila los cimientos del país: entonces fue para llegar y ahora es para perpetuarse. Y siempre, al precio que sea.

2020, el año del experimento de la coalición

Parecen diez vidas pero ha transcurrido apenas un año. El acuerdo de investidura se había firmado a fines de diciembre de 2019 bajo el título “Coalición progresista, un nuevo acuerdo para España”, con 50 páginas y 12 incisos. El acuerdo salió adelante con 167 votos a favor, 165 en contra y las 18 abstenciones, en un hecho inédito: por primera vez dos partidos claramente separatistas (ERC y EH Bildu) permitían la formación de un gobierno.

Con dos golpes de efecto, la subida de salarios a los funcionarios y del Salario Mínimo Interprofesional, la Moncloa rojimorada inauguraba en el invierno su racha progresista. Pero tras el 8 de marzo, la explosión de contagios hizo que la pandemia del nuevo coronavirus provocara un efecto dominó vertiginoso y desembocara en el tercer estado de alarma de la democracia. El tercero, el más largo y el más dramático. Todo cambió y el tablero ya fue otro.

A pesar de las decenas de miles de muertos (unos reconocidos oficialmente, y otros no) que ha dejado la pandemia del Covid-19, Pedro Sánchez no parece estar saliendo del todo malparado. Modulando su manejo del timón, comenzó por «echarse el país a la espalda» y asumir el mando único durente 3 meses -primer decreto de Estado de Alarma de 14 del marzo- hasta llegar a la famosa «cogobernanza», impuesta durante la segunda ola del virus.

De esta manera, el presidente ha ido consiguiendo lo que parecía imposible: que los éxitos en el combate sanitario parecieran solo suyos, y que los fracasos fueran achacables a líderes autonómicos.

El estado de alarma tuvo diferentes fases pero los mayores movimientos fueron a la derecha. Con sus apoyos, la nueva líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas, aprovechó para mostrar un giro al centro y ofrecerse como posible pilote del PSOE. En la realidad, se reafirmó en su papel de tonto útil del socialcomunismo, como un partido desnortado capaz de venderse, cual Judas, al mejor postor, con tal de no perder su insignificante cuota de poder (unos míseros 10 escaños).

También durante los debates sobre las prórrogas del estado de alarma el presidente del PP, Pablo Casado, sostenía la radicalización de su discurso, empujado por el crecimiento de Vox, que con habilidad capitalizaba mejor la rabia de la gente ante el encierro, el desastre económico, y los no pocos errores del Gobierno.

También debido a la pandemia se produjeron los primeros choques entre lo que representan el vicepresidente Pablo Iglesias y el ala del PSOE alineada con la ministra de Economía, Nadia Calviño, a cuenta del "escudo social" de Iglesias, que salió adelante con algunas ayudas insignias como la asistencia a los autónomos, los ERTE y el ingreso mínimo vital. La batalla que ganó más claramente Calviño fue la de los alquileres, que acabó sin perjudicar los intereses de los grandes propietarios.

La pandemia fue un paraguas que dio a Sánchez algo de refugio en las promesas incumplidas. Algunas, incluso, que no requieren más gasto, como la derogación de la Ley Mordaza. Tampoco hubo avances con respecto a la reforma laboral pero sí anuncios, especialmente por parte de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz (hoy la malabarista estrella del gabinete al equilibrar los intereses de la CEOE, sindicatos y su propio partido): los cambios hechos por el PP no tendrán una marcha atrás total y el objetivo será crear nueva legislación.

Qué duda cabe de que, si hubo un líder y una formación que obtuvieron la mayor tajada del último resultado de las urnas, esos fueron Iglesias y Unidas Podemos. El líder vallecano culminó su sueño, inalcanzado en 2016, de obtener ministerios -más su propia Vicepresidencia- y el control efectivo de centros de poder tan sensibles como RTVE o una participación no desdeñable en la Comisión parlamentaria que entiende sobre el CNI.

Las elecciones vascas y gallegas de julio no cambiaron gobiernos autonómicos pero sí consolidaron a los soberanismos en proceso de moderación. Podría llamarse la vía Junqueras: focalizarse en la política social y aparcar el discurso separatista. El Bloque Nacionalista Galego y EH Bildu crecieron (el primero más aún que el segundo) con esa estrategia, a costa de Podemos, que se hundió estrepitosamente).

Si sumamos el desgaste que sigue sufriendo por no ser capaz de seguir conjugando el papel de gobernante “que pisa moqueta” con el de defensor de «los de abajo», Iglesias corre el riesgo de llevarse por delante -encuestas mandan- una parte notable de sus resultados electorales frente a un PSOE que apenas sufre el desgaste de la crisis.

Otro hito histórico de este 2020 fue el apoyo de tres partidos nítidamente soberanistas apoyando las cuentas de un Estado del que se quieren separar. ERC, Bildu y PdeCAT dieron su sí y dispararon la mayoría de investidura a los 189 votos. El soberanismo, junto con los nacionalismos del PNV y Nueva Canarias, inclinaron la balanza en contra de quienes soñaban con un viraje de Moncloa hacia Ciudadanos.

Y es que... ¡cómo ha cambiado este 2020 el perfil de Inés Arrimadas! Antaño líder dura y crítica con nacionalistas y socialistas y hoy «mujer de Estado» dispuesta a ejercer de bisagra liberal entre los excesos de una derecha «ultramontana», de la que querría distanciarse todo lo posible, y de una izquierda que se mueve desde marzo en el borde del abismo de la catástrofe sanitaria y económica.

Con los presupuestos aprobados (los primeros en casi una década que no son del PP) y una economía que se prevé algo mejor en 2021, los socios de gobierno tendrán no solo menos excusas para no saldar las deudas pendientes, sino una competencia interna para instalar la agenda y el rumbo. Empezar a cambiar la reforma laboral, avanzar en la transición ecológica, resolver la parálisis en la renovación del CGPJ, derogar la ley mordaza, profundizar en la regulación de los juegos de azar y continuar incrementando el salario mínimo (la promesa fue llevarlo al 60% del ingreso promedio) son algunas de las cuestiones en las que la coalición socialcomunista tiene tarea por hacer.

De fondo se juega una disputa mayor: barones del PSOE que desean un sanchismo más de centro y pactando con Cs (y hasta con el PP), e Iglesias con sus aliados tácticos soberanistas que quieren fortalecer la mayoría de la investidura. El primer grupo tiene un lobby de peso en los grandes medios y el Ibex 35. Sin embargo, el 2020 deja el marcador a favor del segundo grupo.

Un apartado aparte en este 2020 merece la pelea entre el PP y Vox por el liderazgo de la derecha, que ha pasado de ser una disputa gentil a convertirse en despiadada. La moción de censura de Vox, la cuarta de la democracia y la que más votos negativos obtuvo, fue en realidad un intento de poner contra las cuerdas a Pablo Casado. La encerrona de Abascal, sumada a un proceso de reflexión interna del PP, llevó a Casado a desmarcarse de Vox, criticarlo duramente y a cambiar a su portavoz. Cayetana Alvarez de Toledo pasó a la irrelevancia y fue ungida la pragmática Cuca Gamarra, de posiciones más centristas.

Esa posición de distanciamiento con Vox ha consolidado al PP en los últimos meses como alternativa real de Gobierno y como un verosímil relevo, a tenor de unos sondeos que sitúan cada vez más cerca a los populares de igualar los resultados con los socialistas. Casado es, hoy por hoy, la alternativa del centro derecha liberal en España.

Pero Casado sabe que con los presupuestos aprobados y el oxígeno de los fondos europeos, solo un milagro (para él) haría que el Gobierno caiga pronto y tiene por delante un largo tiempo en la oposición. Como arma, solo le queda la sobreactuación conservadora por la renovación del CGPJ: asustar con que se rompe España y con que se quiere subordinar a los jueces.

En este año terrible, en líneas generales, nuestros ‘líderes’ políticos han tenido muchas más sombras de lo deseable y la crispación política ha sido la siniestra escenificación de un egoísmo desarmante y de un generalizado uso partidista de la pandemia, totalmente inaceptable.

Acaba el primer año de legislatura del Gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos. Un año convulso marcado por la pandemia del coronavirus y los recurrentes encontronazos entre miembros del Consejo de Ministros.

Un año que, sin embargo, suscita la autocomplacencia del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que garantiza la continuidad de su pacto con Pablo Iglesias y los socios independentistas y abertzales, abriendo de par en par la puerta a la concesión de indultos a los condenados por el 1-O y a una futura regulación de la Corona, aún sin concretar, destinada a "modernizarla", dotarla de "ejemplaridad" y "adecuarla a los estándares del siglo XXI".

Mantener unido al Ejecutivo y asegurar los apoyos que necesita para completar la legislatura tiene un precio. En política siempre lo hay. Ahora, con la perspectiva de poner fin definitivamente al coronavirus y la llegada de fondos millonarios de la Unión Europea, el plan de Sánchez para consolidar su mandato incluye dos facturas extra, más allá de impulsar la recuperación, reforzar los servicios públicos o alentar reformas en favor de los ciudadanos y sectores más vulnerables.

Estas facturas pasan por retribuir con indultos el respaldo del independentismo e impulsar una revisión de la institución monárquica que, sin llegar al listón abolicionista que propugna su socio minoritario en La Moncloa, sirva para reforzar el mensaje de que, al menos hasta que el Gobierno de coalición tomara cartas en el asunto, se trataba de una estructura anacrónica e incluso tendente a la corrupción.


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