El último tramo del año, con el puente de la Constitución como punto de partida, marcó el inicio de la temida cuarta ola y que se agravó con las reuniones sociales de la Covidad, la mayor permanencia en espacios cerrados debido a las gélidas temperaturas (y al paso de Filomena), y la irrupción de nuevas mutaciones de coronavirus mucho más contagiosas y letales.
El 7 de enero, España alcanzó la barrera de los 2 millones de contagios desde el inicio de la pandemia, y solo un mes después hemos alcanzado los 3 millones, lo que supone que el 6,3% de los españoles han pasado ya la enfermedad (en realidad, son un 40% más si tenemos en cuenta los casos no diagnosticados oficialmente). De esos 3 millones de casos, menos del 10% se han registrado en brotes que las autoridades sanitarias han podido trazar, lo que pone de manifiesto la NULA capacidad de rastreo que tenemos en nuestro país. Y eso que de los 5.000 militares que el Ministerio de Defensa puso a disposición de las comunidades autónomas, gratis y con formación específica, como rastreadores de contactos, aún hay 3.000 disponibles, a la espera de que las comunidades pidan su movilización. La positividad en los test es de casi el 17%, cuando no debería pasar de un 5% para controlar bien la pandemia.
Aunque la situación en nuestro país sigue siendo muy mala y seguimos en "riesgo extremo", parece que la curva de Enero comienza a doblegarse.
A 9 de febrero la incidencia acumulada en los últimos 14 días es de 630 casos/100.000 habitantes de media en España (el 27 de enero era de 900). Los peores datos de incidencia acumulada los registran Comunitat Valenciana (965), Castilla y León (870) y La Rioja (852,6), aunque la buena noticia es que ninguna comunidad sobrepasa ya los 1.000 casos por cada 100.000 habitantes. No obstante, todavía no hemos doblegado la curva de esta ola, y los casos siguen creciendo con fuerza en algunas grandes ciudades.
Los casos confirmados están ya en descenso en más de 2.000 municipios donde vive el 69% de la población española, más del triple que la semana anterior. Por el contrario, están subiendo en 890 municipios donde vive el 13% de la población; y en fase de meseta (se mantienen más o menos igual que hace dos semanas) en 273, donde vive el 14%. El resto son municipios muy pequeños, donde se registran muy pocos casos, que representan al 4% de la población española.
Pero aunque los contagios están disminuyendo, los muertos siguen en ascenso alcanzando un nuevo máximo histórico (766 fallecidos "oficiales" en las últimas 24 horas). ¿Por qué? La historia nos dice que primero la gente se contagia, después enferma, algunos de estos tienen que ingresar en el hospital, de estos, al cabo de unos días, algunos tienen que ingresar en la UCI. Y de los que van a la UCI, algunos fallecen. Lo primero que se ve es que disminuyen los contagios.
Las incidencias son altísimas e intolerables y aun así no se percibe una especial preocupación. Venimos de un otoño donde han muerto unas 20.000 personas y nadie se ha planteado un funeral de estado ni un minuto de silencio. Enero ha sido el tercer mes con mayor mortalidad desde que comenzó la pandemia, solo por detrás de marzo y abril, y también el mes en el que más casos se han notificado (teniendo en cuenta que la capacidad diagnóstica durante los primeros meses era escasa), por lo que el saldo de defunciones en febrero podría ser incluso peor.
Asimismo, la presión en los hospitales se mantiene en cifras récord: las hospitalizaciones de pacientes Covid suponen el 20,4% de las camas ocupadas en planta y el 42,28% en las UCI.
El entusiasmo tras el inicio de la vacunación masiva frente al COVID-19 se ha enfriado tras la descripción de nuevas variantes del coronavirus con mutaciones que aumentan su transmisibilidad o reducen la eficacia de las vacunas. El nuevo coronavirus ha venido para quedarse, eso está claro. Podemos vaticinar que, en un escenario de eficacia parcial de las vacunas y ausencia de infección en más del 70% de la población, no se adivina un final de la pandemia hasta dentro de 2-3 años. Solo para entonces las reinfecciones serán lo habitual y mayoritariamente solo causarán catarros.
Y esto considerando que las farmacéuticas cumplan con los envíos, y que los plazos del plan de vacunación se aceleren. Porque desde que comenzó la campaña, hemos recibido 2.412.555 dosis de vacuna, pero la campaña de vacunación está yendo a paso de tortuga. En total, solo el 1,77% de la población española ha recibido las dos dosis.
A la vista de la proliferación de variantes de coronavirus que podrían escapar a las vacunas, parece indiscutible que es prioritario el desarrollo de nuevos y más potentes fármacos antivirales frente a la enfermedad. Porque en la actualidad el arsenal terapéutico frente a COVID-19 se restringe a los corticoides y el remdesivir.
A comienzos de febrero, el suministro de vacunas se ha restablecido, tras múltiples problemas. Ahora nos están llegando vacunas de Pfizer, Moderna y Astrazeneca, pero el hecho de que la vacuna de AstraZeneca no se administre en mayores de 55 años obliga a reorganizar los plazos del plan de vacunación, especialmente en relación con los mayores. Nuevamente, Sanidad lo deja en manos de las Comunidades Autónomas, y ahora la nueva 'guerra' está en decidir qué colectivos tienen prioridad. Parece que lo lógico sería vacunar ya a todas aquellas personas que trabajan en primera línea, en contacto directo con la gente: maestros, taxistas, trabajadores de supermercados, personal de la hostelería...
Aún no se le ve el final a la cuarta ola del coronavirus en España y ya está sobre la mesa la posibilidad de una quinta. Preocupa de nuevo la llegada de un periodo vacacional como la Semana Santa y el impacto que pueda tener en las medidas restrictivas o en la relajación de la población. Uno de los grandes peligros del virus es que su ciclo de contagio (el tiempo en que tardan en manifestarse sus efectos) nos lleva a subestimar una y otra vez el riesgo al que nos exponemos. Es decir, hoy conocemos las consecuencias de lo que hicimos hace dos semanas, y tardaremos otras dos en averiguar las consecuencias de lo que hagamos hoy.
'Salvar la Semana Santa' es ahora el nuevo 'Salvar la Navidad' que tantas consecuencias (fatídicas) ha tenido. Desde que comenzó febrero, cada día la incidencia se ha reducido, de media, en torno a un 3,5%. A ese ritmo (que no tiene por qué ser constante), para el comienzo de Semana Santa (el 28 de marzo), este valor rondaría los 200, lo cual lo situaría a un nivel similar al que se consiguió alcanzar a principios de diciembre, cuando había que salvar a toda costa la Navidad. ¿Seguiremos tropezando una y otra vez con la misma piedra? Recordemos que a principios de octubre (tercera ola), el objetivo era bajar la incidencia acumulada a 14 días a menos de 50 casos por cada 100.000 habitantes. Para llegar a ello, el ritmo de bajada debería ser el doble del que se lleva ahora. Aunque ahora Fernando Simón ya pone el objetivo en 100 o 150. ¡Qué más da! ¡El caso es Salvar la Semana Santa!
Aunque los datos vayan a peor que en otoño, nos da igual. ¿Nos hemos insensibilizado? ¿En qué punto deja una sociedad de preocuparse o, mejor dicho, comienza a adaptarse en su día a día a una nueva normalidad de enfermedad y muerte? Y es que, primero como tragedia, luego como farsa y, ahora, como un ciclo sin fin que se repite una y otra vez sin solución... ¿para qué vamos a preocuparnos? Nadie puede permanecer en alerta, con tantas precauciones, durante un tiempo tan largo. ¡Y lo que nos queda!
Estamos saturados de pandemia y de información. A pesar de todos los llamamientos a la prudencia, la gente lo que quiere es desconectar. Las noticias, por terribles que sean, no añaden nada nuevo, más allá de una mera actualización estadística. Como la situación se alarga en el tiempo, ya no solo crea fatiga informativa, sino que la gente desconecta y consume lo mínimo.
A ello se une que la información sanitaria y médica ha dado paso al enfrentamiento político. La crispación política respecto a las medidas hace que su aplicación parezca depender de la conveniencia partidista de unos y otros. Para colmo, los mensajes que nos llegan suelen ser contradictorios, confusos, y eso 'aturde' más, así que la gente termina 'desconectando' para evitar sentirse aturdida. Todo esto contribuye a producir una sensación de irrealidad y un cinismo ambiente que explican la indiferencia de la sociedad. La gente ya no puede más ante la falta de recursos, ante el engaño, ante el paternalismo pandémico, ante las promesas no se cumplen...
Hay tres mecanismos de afrontamiento: la negación, es decir, tratarlo como algo que no existe; la evitación, existe pero intento no tenerlo presente; y el afrontamiento en plan 'esto es lo que hay'. ¿En qué punto estamos?
Una de las consecuencias de la indiferencia es que comienzan a predominar los comportamientos egoístas, negacionistas o subversivos. Al principio, los ciudadanos veían que contribuían con su pequeño grano de arena a la situación, ya fuese cosiendo mascarillas o ayudando al vecino. Ahora, la gente tiene que sobrevivir y ganarse la vida, y deja al margen esa solidaridad, dando paso a un creciente individualismo. Los comportamientos egoístas como el de la corrupción política en la administración de vacunas no ayudan a dar ejemplo.
Y es que, aunque llevemos casi un año viviendo en este nuevo mundo de ciencia ficción, todavía estamos haciéndonos a vivir en él cada día, en la incertidumbre, sin vislumbrar un final en el horizonte. Y ya estamos cansados de esperar el fin.
El 7 de enero, España alcanzó la barrera de los 2 millones de contagios desde el inicio de la pandemia, y solo un mes después hemos alcanzado los 3 millones, lo que supone que el 6,3% de los españoles han pasado ya la enfermedad (en realidad, son un 40% más si tenemos en cuenta los casos no diagnosticados oficialmente). De esos 3 millones de casos, menos del 10% se han registrado en brotes que las autoridades sanitarias han podido trazar, lo que pone de manifiesto la NULA capacidad de rastreo que tenemos en nuestro país. Y eso que de los 5.000 militares que el Ministerio de Defensa puso a disposición de las comunidades autónomas, gratis y con formación específica, como rastreadores de contactos, aún hay 3.000 disponibles, a la espera de que las comunidades pidan su movilización. La positividad en los test es de casi el 17%, cuando no debería pasar de un 5% para controlar bien la pandemia.
Aunque la situación en nuestro país sigue siendo muy mala y seguimos en "riesgo extremo", parece que la curva de Enero comienza a doblegarse.
A 9 de febrero la incidencia acumulada en los últimos 14 días es de 630 casos/100.000 habitantes de media en España (el 27 de enero era de 900). Los peores datos de incidencia acumulada los registran Comunitat Valenciana (965), Castilla y León (870) y La Rioja (852,6), aunque la buena noticia es que ninguna comunidad sobrepasa ya los 1.000 casos por cada 100.000 habitantes. No obstante, todavía no hemos doblegado la curva de esta ola, y los casos siguen creciendo con fuerza en algunas grandes ciudades.
Los casos confirmados están ya en descenso en más de 2.000 municipios donde vive el 69% de la población española, más del triple que la semana anterior. Por el contrario, están subiendo en 890 municipios donde vive el 13% de la población; y en fase de meseta (se mantienen más o menos igual que hace dos semanas) en 273, donde vive el 14%. El resto son municipios muy pequeños, donde se registran muy pocos casos, que representan al 4% de la población española.
Pero aunque los contagios están disminuyendo, los muertos siguen en ascenso alcanzando un nuevo máximo histórico (766 fallecidos "oficiales" en las últimas 24 horas). ¿Por qué? La historia nos dice que primero la gente se contagia, después enferma, algunos de estos tienen que ingresar en el hospital, de estos, al cabo de unos días, algunos tienen que ingresar en la UCI. Y de los que van a la UCI, algunos fallecen. Lo primero que se ve es que disminuyen los contagios.
Las incidencias son altísimas e intolerables y aun así no se percibe una especial preocupación. Venimos de un otoño donde han muerto unas 20.000 personas y nadie se ha planteado un funeral de estado ni un minuto de silencio. Enero ha sido el tercer mes con mayor mortalidad desde que comenzó la pandemia, solo por detrás de marzo y abril, y también el mes en el que más casos se han notificado (teniendo en cuenta que la capacidad diagnóstica durante los primeros meses era escasa), por lo que el saldo de defunciones en febrero podría ser incluso peor.
Asimismo, la presión en los hospitales se mantiene en cifras récord: las hospitalizaciones de pacientes Covid suponen el 20,4% de las camas ocupadas en planta y el 42,28% en las UCI.
El entusiasmo tras el inicio de la vacunación masiva frente al COVID-19 se ha enfriado tras la descripción de nuevas variantes del coronavirus con mutaciones que aumentan su transmisibilidad o reducen la eficacia de las vacunas. El nuevo coronavirus ha venido para quedarse, eso está claro. Podemos vaticinar que, en un escenario de eficacia parcial de las vacunas y ausencia de infección en más del 70% de la población, no se adivina un final de la pandemia hasta dentro de 2-3 años. Solo para entonces las reinfecciones serán lo habitual y mayoritariamente solo causarán catarros.
Y esto considerando que las farmacéuticas cumplan con los envíos, y que los plazos del plan de vacunación se aceleren. Porque desde que comenzó la campaña, hemos recibido 2.412.555 dosis de vacuna, pero la campaña de vacunación está yendo a paso de tortuga. En total, solo el 1,77% de la población española ha recibido las dos dosis.
A la vista de la proliferación de variantes de coronavirus que podrían escapar a las vacunas, parece indiscutible que es prioritario el desarrollo de nuevos y más potentes fármacos antivirales frente a la enfermedad. Porque en la actualidad el arsenal terapéutico frente a COVID-19 se restringe a los corticoides y el remdesivir.
A comienzos de febrero, el suministro de vacunas se ha restablecido, tras múltiples problemas. Ahora nos están llegando vacunas de Pfizer, Moderna y Astrazeneca, pero el hecho de que la vacuna de AstraZeneca no se administre en mayores de 55 años obliga a reorganizar los plazos del plan de vacunación, especialmente en relación con los mayores. Nuevamente, Sanidad lo deja en manos de las Comunidades Autónomas, y ahora la nueva 'guerra' está en decidir qué colectivos tienen prioridad. Parece que lo lógico sería vacunar ya a todas aquellas personas que trabajan en primera línea, en contacto directo con la gente: maestros, taxistas, trabajadores de supermercados, personal de la hostelería...
Aún no se le ve el final a la cuarta ola del coronavirus en España y ya está sobre la mesa la posibilidad de una quinta. Preocupa de nuevo la llegada de un periodo vacacional como la Semana Santa y el impacto que pueda tener en las medidas restrictivas o en la relajación de la población. Uno de los grandes peligros del virus es que su ciclo de contagio (el tiempo en que tardan en manifestarse sus efectos) nos lleva a subestimar una y otra vez el riesgo al que nos exponemos. Es decir, hoy conocemos las consecuencias de lo que hicimos hace dos semanas, y tardaremos otras dos en averiguar las consecuencias de lo que hagamos hoy.
'Salvar la Semana Santa' es ahora el nuevo 'Salvar la Navidad' que tantas consecuencias (fatídicas) ha tenido. Desde que comenzó febrero, cada día la incidencia se ha reducido, de media, en torno a un 3,5%. A ese ritmo (que no tiene por qué ser constante), para el comienzo de Semana Santa (el 28 de marzo), este valor rondaría los 200, lo cual lo situaría a un nivel similar al que se consiguió alcanzar a principios de diciembre, cuando había que salvar a toda costa la Navidad. ¿Seguiremos tropezando una y otra vez con la misma piedra? Recordemos que a principios de octubre (tercera ola), el objetivo era bajar la incidencia acumulada a 14 días a menos de 50 casos por cada 100.000 habitantes. Para llegar a ello, el ritmo de bajada debería ser el doble del que se lleva ahora. Aunque ahora Fernando Simón ya pone el objetivo en 100 o 150. ¡Qué más da! ¡El caso es Salvar la Semana Santa!
De la fatiga pandémica a la indiferencia
Parte de los políticos y la población no están asumiendo la verdadera magnitud de la tragedia de la pandemia. Durante el otoño, se popularizó el término 'fatiga pandémica' para explicar el estado anímico de la sociedad. Después de la segunda ola (que comenzó nada más iniciarse el verano), la tercera ola del otoño producía cansancio, furia y apatía. Ahora la cuarta ola está produciendo un efecto semejante, con un nuevo matiz: la indiferencia.Aunque los datos vayan a peor que en otoño, nos da igual. ¿Nos hemos insensibilizado? ¿En qué punto deja una sociedad de preocuparse o, mejor dicho, comienza a adaptarse en su día a día a una nueva normalidad de enfermedad y muerte? Y es que, primero como tragedia, luego como farsa y, ahora, como un ciclo sin fin que se repite una y otra vez sin solución... ¿para qué vamos a preocuparnos? Nadie puede permanecer en alerta, con tantas precauciones, durante un tiempo tan largo. ¡Y lo que nos queda!
Estamos saturados de pandemia y de información. A pesar de todos los llamamientos a la prudencia, la gente lo que quiere es desconectar. Las noticias, por terribles que sean, no añaden nada nuevo, más allá de una mera actualización estadística. Como la situación se alarga en el tiempo, ya no solo crea fatiga informativa, sino que la gente desconecta y consume lo mínimo.
A ello se une que la información sanitaria y médica ha dado paso al enfrentamiento político. La crispación política respecto a las medidas hace que su aplicación parezca depender de la conveniencia partidista de unos y otros. Para colmo, los mensajes que nos llegan suelen ser contradictorios, confusos, y eso 'aturde' más, así que la gente termina 'desconectando' para evitar sentirse aturdida. Todo esto contribuye a producir una sensación de irrealidad y un cinismo ambiente que explican la indiferencia de la sociedad. La gente ya no puede más ante la falta de recursos, ante el engaño, ante el paternalismo pandémico, ante las promesas no se cumplen...
Hay tres mecanismos de afrontamiento: la negación, es decir, tratarlo como algo que no existe; la evitación, existe pero intento no tenerlo presente; y el afrontamiento en plan 'esto es lo que hay'. ¿En qué punto estamos?
Una de las consecuencias de la indiferencia es que comienzan a predominar los comportamientos egoístas, negacionistas o subversivos. Al principio, los ciudadanos veían que contribuían con su pequeño grano de arena a la situación, ya fuese cosiendo mascarillas o ayudando al vecino. Ahora, la gente tiene que sobrevivir y ganarse la vida, y deja al margen esa solidaridad, dando paso a un creciente individualismo. Los comportamientos egoístas como el de la corrupción política en la administración de vacunas no ayudan a dar ejemplo.
Y es que, aunque llevemos casi un año viviendo en este nuevo mundo de ciencia ficción, todavía estamos haciéndonos a vivir en él cada día, en la incertidumbre, sin vislumbrar un final en el horizonte. Y ya estamos cansados de esperar el fin.