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Covid-19: la Génesis de una distopía

Confinamiento generalizado de la población, cierre de fronteras, emergencia sanitaria, estados de excepción, toques de queda y prohibiciones, centralización del poder, presencia en las calles de las fuerzas armadas al servicio del cumplimiento de las órdenes y decretos del poder omnímodo y omnisciente del Gobierno, aislamiento físico y social, relaciones virtuales, teletrabajo, vigilancia extrema... Así luce el mundo desde que el Covid-19 nos obligó a eliminar el contacto físico, una de las necesidades básicas del ser humano. Estamos viviendo una distopía de lo más apocalíptica.

Nos parece como un sueño lo que está sucediendo, lo que estamos viviendo. Nadie lo hubiera imaginado con la contundencia en que nos ha llegado. Nos cuesta trabajo aceptar la realidad actual, el cambio drástico en nuestra forma de vivir día a día.

Un virus nos amenaza como especie, y el mensaje que nos transmite el Gobierno y el Estado es que, en espera de que la ciencia descubra una vacuna, no tenemos más herramientas para defendernos que el aislamiento de nuestros semejantes, reduciendo nuestra existencia real a la soledad o al entorno familiar más cercano. Sentir miedo, alarma, desconfianza, sospecha… delatar a quienes nos rodean por ser posibles agentes con capacidad de contagiar. Esa es la única respuesta que esperan de nosotros como población.

Esta pandemia está redibujando la sociedad o, quizás, sirviendo de excusa para que nos redibujen una sociedad cuyo resultado no nos gusta. Ya no es sólo que ningún responsable sanitario o político sea capaz de arrojar luz sobre la cantidad de medidas contradictorias que nos dictan, sino que el nuevo escenario fruto de esas medidas es descorazonador.

En un futuro no muy lejano... un virus mortal y contagioso sale desde un mercado de comida callejera en China y se comienza a propagar con rapidez en el planeta, matando a miles de personas. Los gobiernos de las potencias mundiales ordenan a sus científicos buscar frenéticamente una cura y le recomiendan a la población encerrarse en sus casas para evitar los contagios y que más personas sigan muriendo. No es un thriller de ciencia ficción, sino la cruda realidad.

Imaginemos por un segundo:

Centenares de niños en fila, con al menos un metro de separación que en ocasiones miden extendiendo el brazo al frente, con su mano a la altura del hombro del compañero que tienen delante. Todos ellos con la boca tapada.

Al llegar a la altura del personal docente o de conserjería son apuntados en la frente con un termómetro en forma de pistola; segundos de tensión por el resultado de la medición. Si no hay fiebre, para adentro.

Una vez en la clase, pupitres anclados al suelo, todos ellos mirando al frente, imposibilitando la colaboración, acabando con la solidaridad, porque si a un niño se le olvida el compás, no podrá seguir la clase ese día: está prohibido compartir material de ningún tipo. Sitios asignados por nombre en el transporte escolar, en el aula, en el comedor... prohibición de relacionarse con alumnado de otras clases...

Fuera de los colegios, vemos barrios pobres segregados, con libertades recortadas, mientras que algunos privilegiados continúan disfrutando de una vida normal. Nos llueven mensajes que trasladan que ahora es más seguro estar en un bar que en nuestra propia casa, donde la recomendación es no reunirse más de 6 personas, mientras que en un bar podemos alcanzar las 10.


¿Distopía o realidad? Yo creo que está más cerca de lo segundo que de lo primero.

Veamos otra escena:

Te levantas y, mientras haces el desayuno, recibes una propuesta con el trabajo del día pormenorizado por horas y un mapa donde se indican las zonas rojas, aquellos lugares por los que no podrás pasar por el riesgo de contraer el Covid-19. En tu correo electrónico has recibido este mensaje y en la app del gobierno puedes leer las últimas decisiones adoptadas por el Máximo Líder, que años atrás fue elegido en las urnas, pero desde que estalló la crisis del coronavirus a principios de 2020 sigue en el poder. Su gobierno acapara el Legislativo y el Judicial, y controla los medios de comunicación. Las redes sociales también están supervisadas. Por el bien común. Pero garantiza tu seguridad y la de tu familia. El precio: lo saben todo de ti y de los tuyos.

¿Distopía o realidad? Estas escenas son más propias de una distopía de éxito en el cine que del país que habíamos ido construyendo desde el fin de la dictadura. Pero lamentablemente, no son una distopía, son la próxima realidad.

Nuestra distopía es fruto de un virus invisible capaz de desestabilizar la mente humana, el capitalismo y los estados de bienestar. Y por supuesto, el virus es la excusa perfecta para implantar grandes dosis de totalitarismo.

¿Qué somos? ¿Dónde está nuestro poder, nuestra soberbia, nuestra superioridad como especie frente a la naturaleza y la vida? El coronavirus nos ha reducido y humillado como especie. Ha conseguido parar el mundo más desarrollado que hemos sido capaces de construir, ha generado una terrible crisis sanitaria, social y económica como no habíamos conocido antes. Somos una sociedad gigante con pies de barro, una sociedad montada sobre una apariencia que se desvanece en milésimas de segundo.

La distopía, antónimo de utopía, representa una sociedad alejada del bienestar, de la felicidad, la armonía, la justicia, la paz, la igualdad, la belleza. La sociedad distópica no se rige por parámetros de humanidad y moralidad, de apoyo mutuo y racionalidad, sino por los valores y las actitudes del egoísmo, el individualismo, la supervivencia a cualquier precio, y se dota de regímenes totalitarios y autoritarios. Claro meridiano: tenemos todos los ingredientes para estar viviendo una distopía.

La distopía de la sociedad de control bio-totalitario se va imponiendo en el imaginario colectivo como una realidad lapidaria e ineludible para confrontar la actual pandemia. Del distanciamiento físico, que la burguesía denomina distanciamiento social, nos imponen ideológicamente la idea de una 'nueva normalidad' que pasa por el tamiz de la bio-vigilancia, la geo-localización y el big data, hasta ceñirse a los imperativos de un Estado higienista, obsesionado con el individualismo, el aislamiento y el distanciamiento social.

Se está afianzando el social-conformismo. La obediencia y domesticación ciegas del ciudadano son condición de esa erosión sistemática de las instituciones y de los derechos y libertades fundamentales. De ahí que la gran triunfadora es la resignación política e intelectual, catalizada por el pánico y la manipulación emocional.

Hemos vivido la distopía médica del confinamiento, impulsada por el temor global al contagio, la enfermedad y la muerte. El estado de alarma se nos impuso bajo el supuesto de evitar el contagio y salvar vidas, encerrándonos durante más de tres meses en estancias reducidas y herméticas (nuestros hogares). Mas la soledad severa y la repulsión a encontrarse en carne y hueso con los demás, no digamos ya a tocar o ser tocado, perdura.

En medio de la incertidumbre, hemos sido testigos de numerosos actos solidarios, como decir donaciones, mercados regalados, o películas y conciertos gratuitos. Se trataba, sin embargo, de una solidaridad inspirada por el miedo que sentimos frente al enemigo invisible. En el fondo, no tememos tanto a la Covid-19 como al cambio, un elemento presente en casi todas las distopías.

Nos llegan historias de héroes anónimos que sacrifican su vida para controlar el virus y, al mismo tiempo, noticias inverosímiles sobre líderes mundiales que actúan como dioses de la antigüedad o como el Gran Hermano: en vez de proteger la vida de sus ciudadanos, se preocupan por mantenerse en el poder, por aumentarlo o por ser reelegidos. ¿Te suena de algo?

La pandemia nos ha dejado claro cómo ya es posible establecer un sistema de vigilancia que aporte información sobre todos y cada uno de nosotros en tiempo real. Hasta hace poco nos quejábamos si veíamos que debido a nuestra interacción en las redes dejábamos un rastro que seguían empresas de uno u otro calado con fines comerciales. Ahora los ciudadanos de todo el planeta ven como una garantía de seguridad bajarse una aplicación en la que están todos sus datos sanitarios. El Gran Hermano imaginado por George Orwell comienza a hacerse realidad.

En la supuesta búsqueda de la higienización, no solo se impone el control digital de la privacidad, sino que también es ensombrecida toda posibilidad de acción colectiva, de movilización masiva y disenso político. Los individuos atomizados, movidos por el pánico, lo asumimos hasta con resignación. Esta higienización totalitaria va de la mano del síndrome de la desconfianza que corroe las relaciones sociales, porque llegaremos a un punto en el que cada cual podrá prescindir completamente de los servicios de sus semejantes.

En España, desde los atentados del 11-M de 2004, ha habido un cambio a nivel global por el que estamos dispuestos a aceptar un estado policial que nos proteja, aunque eso conlleve pérdida de derechos de las personas. Lo que en un contexto normal serían actitudes antidemocráticas, en circunstancias excepcionales (como lo es una pandemia global) la opinión pública termina aceptándolas. La pena es que con lo mucho que cuesta avanzar en derechos (y cuando llegan estas situaciones se recortan más y más), ya luego es muy difícil volver a reconquistarlos.

Y quien ponga en cuestión estas medidas totalitarias es el enemigo. Es el papel fundamental de los medios de comunicación: vigilar que se respeten las reglas del juego (anti)democrático. Para evitarse testigos incómodos muchos gobiernos (como el español) están limitando la capacidad de actuación de los medios y están recortando la libertad de expresión. El gobierno, a través del CNI y la unidad especial de la Guarda Civil, es quien decide qué es una noticia falsa y qué no.

En una crisis tan excepcional, en la que los gobiernos en el poder cuentan con más apoyos políticos y sociales para imponer medidas extraordinarias, son aprovechadas por los autócratas para reforzarse. En el sureste asiático hay países donde sus mandatarios se han arrogado poderes extraordinarios. Pero no hace falta ir tan lejos. En Europa, el Parlamento húngaro ha aprobado una norma que le permite gobernar a golpe de decreto y suspender el Legislativo. Me suena de algo. Sánchez tiene a quien copiar, porque ha hecho exactamente lo mismo. Vivimos una distopía política.

Mucho se ha criticado a China por su falta de transparencia en relación al número de víctimas y contagios por Covid. ¿Y qué hay de nuestro gobierno socialcomunista, que jamás ha ofrecido unas cifras reales, y además las ha manipulado para tapar sus negligencias?

Una distopía es un sociedad construida en la que no quieres vivir. Esta 'nueva normalidad' tiene miras a sustituir lo real por lo virtual, lo natural por lo artificial, el cuerpo carnal por el espectro digital, la conjunción offline por la conexión online, lo cualitativo por lo cuantitativo, el saber por los datos.

En nuestra distopía, se impone a la fuerza, con multas y represión, el control de nuestros comportamientos, el cumplimiento de las normas, en un proceso creciente de deshumanización en el que el Estado y el Poder político deciden lo que tenemos que hacer, en el que el poder político se empodera arrogándose el control y destino de nuestra existencia. Y todo ello, se hace 'por nuestro bien', para cuidar nuestra salud, haciendo que nos sintamos culpables y sin que nadie asuma responsabilidades de cómo hemos llegado hasta aquí.

Estamos aprendiendo, en base a la mano dura, la sumisión a la autoridad; aceptando e interiorizando inconscientemente la militarización de la sociedad, la necesidad y bondad de los ejércitos y las policías para ayudar a la población, para cuidar nuestra salud; asumiendo las medidas centralistas, el tratamiento como menores de edad que nos reconoce el Poder. Para el Poder y el Estado, solo precisamos ser simples consumidoras de ocio y superficialidad, autómatas que dócilmente nos sometemos a los dictámenes del poder.

Claro, todo ello funciona gracias al miedo, a la psicosis, al terror, a la alarma que se ha inoculado mediante los potentes medios de comunicación; y es que el miedo a morir es una herramienta de coacción que funciona. Nadie quiere morir. En este panorama, el Estado, el Gobierno y sus fuerzas armadas se nos presentan como ese superhéroe salvador que esperamos.

Si la distopía ha venido para quedarse, hagamos que una utopía florezca. Y la única utopía es la vuelta a la 'vieja normalidad'. Quizás sea que, ante la nueva e insólita realidad, anhelamos la libertad que disfrutábamos hace unos meses e idealizamos la normalidad que precedía el virus. Un Estado eficiente, capacitado para intervenir en la economía y reforzar los servicios públicos, así como una cooperación internacional permanente en áreas como la sanidad ya no son ideas utópicas, sino urgentes para proteger la vida.

La Covid-19 sigue ahí, azotando, habiéndose cobrado ya más de un millón de vidas por todo el mundo. Por ello, es más que evidente que es preciso tomar medidas, pero el retroceso que estamos dando en derechos y libertades, ¿seremos capaces de revertirlo? ¿Seremos capaces de explicar a los más pequeños, cuya mitad de vida consciente ya está marcada por una mascarilla, que lo que están viviendo no es una nueva normalidad sino una absoluta anormalidad?

No aceptemos el discurso de que ya nada será igual, de que el coronavirus ha cambiado nuestras vidas, porque tan pronto como nos resignemos a que ésto no es temporal, antes lo habremos perpetuado.



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