De los aplausos y la responsabilidad en la primera ola hemos pasado al hartazgo, a la indignación y la violencia. Las calles han explotado y los episodios de violencia callejera y vandalismo se están multiplicando en diversas ciudades de España a raíz de la declaración del nuevo estado de alarma, el toque de queda y los confinamientos perimetrales de casi todas las comunidades autónomas.
Nuestro país está atravesando una etapa inestable en los órdenes principales de su vida democrática. La economía y el empleo se encuentran en una crisis sin precedentes, el enfrentamiento político polariza los sentimientos de los ciudadanos, las instituciones son el escenario de tensiones e insultos, el propio Gobierno es una plataforma de ataques a otros poderes del Estado, y la organización territorial del país se tambalea por la disputa de competencias. Añadir a este escenario convulso un proceso de violencia callejera legitimado por fuerzas políticas extremas (de derecha y de izquierda) es un paso más en la consolidación de España como un Estado fallido.
La chispa de la violencia ha prendido en una mezcla explosiva entre impaciencia e incertidumbre, sentimiento de injusticia, frustración, instrumentalización política de la pandemia, ruptura del consenso respecto a la legitimación de la violencia, efecto llamada y delincuencia organizada.
La mala gestión de la crisis del Covid-19 y la perspectiva de un empeoramiento general de la situación (con el horizonte de un nuevo arresto domiciliario) explican el desasosiego de millones de ciudadanos, que el ministro Illa ha calificado de "fatiga pandémica". Un cambio progresivo que ha ido de la aceptación y la confianza (primera ola), al rechazo y la rebelión (segunda ola).
Se conoce como fatiga pandémica a la sensación de apatía, desmotivación y agotamiento mental que sufre una persona, y cuyo origen está en el impacto que ha causado el nuevo coronavirus en su vida. La causa está en los cambios en el estilo de vida relacionados con las cuarentenas parciales o totales, la ansiedad producida por el miedo a contagiarse, las constantes noticias enfocadas en las desgracias causadas por la enfermedad, el temor a perder el trabajo, la soledad causada por la falta de contacto con amigos y familiares, o la misma sensación de desesperanza que nos hace preguntarnos: ¿cuándo se va a acabar esta pesadilla?
La fatiga pandémica es real, y es agotador mantenerse en alerta máxima mes tras mes. Se trata de un cuadro clínico donde la población no contagiada por el virus, al no ver una expectativa real de que esto se acabe, pierde el interés por realizar las medidas de protección o aislamiento necesarias. Por puro hartazgo. Es comprensible que la gente empiece a rechazar o a ignorar las historias sobre un colapso inminente, con el fin de, simplemente, disfrutar de sus vidas. Llega un punto en el que sientes que no hay nada que perder.
La apatía, la desesperanza y, sobre todo, una desmotivación creciente y general por protegerse o informarse sobre el Covid son los principales efectos que genera. Los mensajes de las autoridades que los primeros meses de pandemia eran efectivos, como insistir en el lavado de manos, el uso de mascarillas o el distanciamiento físico, ya no calan igual. Y es que la sociedad contempla cómo el barco hace aguas mientras quienes llevan el timón no reparan en ello, sino que están discutiendo quién pilota, a pesar de que ninguno tiene mapa.
Desde que se relajara la primera curva, la oposición ha aprovechado para acusar al Gobierno de utilizar prerrogativas excepcionales con el único objetivo de acumular más poder del que le correspondía. Las acusaciones de dictadura han sido constantes, legitimando un discurso que acusa al Gobierno de tomar las medidas de forma arbitraria y antidemocrática, lo cual es cierto. Así que el discurso ha calado entre los ciudadanos (principalmente jóvenes, a quienes se les lleva criminalizando desde el verano) y ahora salen a la calle a clamar por su libertad. Bien por ellos, deberíamos estar TODOS ahí.
Lo que no tiene justificación es la violencia callejera. Porque estas movilizaciones nocturnas ilegales (que no manifestaciones regladas cuyo derecho es fundamental en una democracia), son utilizadas por los profesionales de la kaleborroca y la delincuencia organizada para montar follón, incendiar contenedores, destrozar mobiliario urbano, y, de paso, saquear tiendas.
Y al final, está pasando lo mismo que con las manifestaciones de los negacionistas. Todo se desdibuja y ahora resulta que, todo aquel que piensa que las actuaciones gubernamentales son totalitarias y minan los derechos fundamentales de los ciudadanos, o es negacionista (los que niegan la existencia del virus o le atribuyen teorías conspiratorias) o pertenece un grupo antisistema o radical. Nada más lejos de la realidad, pero es lo que nos muestran los telediarios y los medios de comunicación.
Lo dantesco es que estos actos vandálicos, lejos de ser condenados unánimanente por nuestros gobernantes, se han convertido en una nueva arma política arrojadiza entre los partidos políticos de extrema derecha y de extrema izquierda. Podemos culpa a Vox de instigarlos, y viceversa. Ver en estos comportamientos una reacción con significado político para atacarse recíprocamente es una temeridad que puede animar a actos de mayor peligrosidad para el resto de los ciudadanos y para las fuerzas de seguridad del Estado.
Los discursos políticos que se basan en el enconamiento incívico y en la descalificación del adversario crean el ambiente propicio para que el radicalismo latente, sin más ideología que la ira, se torne en violencia callejera. La no unanimidad de condena de estos episodios puede ser dinamita en un momento tan complicado sanitaria, social, económica y psicológicamente en el mundo.
Por eso, es necesario recuperar cuanto antes el buen gobierno para España, lo que significa contar con liderazgos constructivos, no como el espejismo que encarna Pedro Sánchez; fijar objetivos comunes que impliquen a partidos y gobiernos autonómicos en políticas de cohesión; y convertir la lucha contra la pandemia en un proyecto nacional y no en un campo de discordia. El Gobierno se ha declarado ausente en esta segunda etapa de la crisis y el mensaje que llega al ciudadano es que no hay una dirección política común. Este es el vivero de la confusión social y de la fatiga pandémica a la que antes aludía.
La violencia en las calles y el enfrentamiento con la Policía pueden hipnotizar a jóvenes sin referencias cívicas, y ahí empieza la responsabilidad del Ministerio del Interior y de las policías autonómicas para conocer a tiempo las convocatorias de los grupos radicales. El Gobierno no dudó en utilizar a las Fuerzas de Seguridad en abril para que filtraran las redes sociales de movimientos críticos a su gestión, como un gesto de autoritarismo intolerable. Ahora es el momento de aplicar esas políticas de control social. ¿Por qué ahora no se hace? ¿Acaso porque como no critican directamente a Su Persona, le importa un bledo?
Lo inquietante es si estamos ante un hecho aislado o es un síntoma de lo que puede suceder en un futuro no muy lejano. La responsabilidad de los gobernantes y líderes sociales es imprescindible para parar estos episodios. En seco, sin peros, sin argumentaciones retóricas, sin instrumentalizaciones de corto plazo, porque la impaciencia, la frustración y el sentimiento de injusticia han calado fuertemente en una sociedad que no estaba preparada cognitiva y emocionalmente para superar una prueba de tantísima magnitud, ni por un tiempo tan prolongado.
En cualquier caso, el estado de confusión nacional es tan grave como inquietante, y lo peor es que el futuro es muy oscuro. La OMS estima que la fatiga pandémica afecta al 60% de los europeos y ha instado a los gobiernos a que conozcan la situación de su población e intenten satisfacer sus necesidades. Pide a los gobiernos que innoven en las medidas que permitan a la población tener vida social, en aras de buscar un equilibrio en las necesidades científicas, sociales y políticas, desarrollando medidas de precaución que sean culturalmente aceptadas.
Éstas son algunas sugerencias de la OMS para ayudar a que la sociedad supere la fatiga pandémica y se ayude a revitalizar el apoyo a las medidas sanitarias de prevención:
* Entender a la gente que está experimentando esta desmotivación, así como las causas, para poder tomar decisiones acertadas y segmentadas a las necesidades particulares.
* Involucrar a la población como parte de la solución, destacar los aspectos positivos y los beneficios logrados mediante el esfuerzo colectivo.
* Escuchar y comprender las necesidades de la población para planificar políticas.
* Permitir que las personas puedan hacer una vida normal mientras se reduce el riesgo de transmisión estableciendo estrategias que les ayuden a identificar los riesgos, implementando formas seguras para realizar actividades sociales y evitando el juicio de culpabilidad.
* Identificar las dificultades a las que se enfrenta la población como consecuencia de la pandemia y aliviarlas mediante la construcción de resiliencia y a través de recursos financieros, sociales, culturales y de apoyo emocional.
Nuestro país está atravesando una etapa inestable en los órdenes principales de su vida democrática. La economía y el empleo se encuentran en una crisis sin precedentes, el enfrentamiento político polariza los sentimientos de los ciudadanos, las instituciones son el escenario de tensiones e insultos, el propio Gobierno es una plataforma de ataques a otros poderes del Estado, y la organización territorial del país se tambalea por la disputa de competencias. Añadir a este escenario convulso un proceso de violencia callejera legitimado por fuerzas políticas extremas (de derecha y de izquierda) es un paso más en la consolidación de España como un Estado fallido.
La chispa de la violencia ha prendido en una mezcla explosiva entre impaciencia e incertidumbre, sentimiento de injusticia, frustración, instrumentalización política de la pandemia, ruptura del consenso respecto a la legitimación de la violencia, efecto llamada y delincuencia organizada.
La mala gestión de la crisis del Covid-19 y la perspectiva de un empeoramiento general de la situación (con el horizonte de un nuevo arresto domiciliario) explican el desasosiego de millones de ciudadanos, que el ministro Illa ha calificado de "fatiga pandémica". Un cambio progresivo que ha ido de la aceptación y la confianza (primera ola), al rechazo y la rebelión (segunda ola).
Se conoce como fatiga pandémica a la sensación de apatía, desmotivación y agotamiento mental que sufre una persona, y cuyo origen está en el impacto que ha causado el nuevo coronavirus en su vida. La causa está en los cambios en el estilo de vida relacionados con las cuarentenas parciales o totales, la ansiedad producida por el miedo a contagiarse, las constantes noticias enfocadas en las desgracias causadas por la enfermedad, el temor a perder el trabajo, la soledad causada por la falta de contacto con amigos y familiares, o la misma sensación de desesperanza que nos hace preguntarnos: ¿cuándo se va a acabar esta pesadilla?
La fatiga pandémica es real, y es agotador mantenerse en alerta máxima mes tras mes. Se trata de un cuadro clínico donde la población no contagiada por el virus, al no ver una expectativa real de que esto se acabe, pierde el interés por realizar las medidas de protección o aislamiento necesarias. Por puro hartazgo. Es comprensible que la gente empiece a rechazar o a ignorar las historias sobre un colapso inminente, con el fin de, simplemente, disfrutar de sus vidas. Llega un punto en el que sientes que no hay nada que perder.
La apatía, la desesperanza y, sobre todo, una desmotivación creciente y general por protegerse o informarse sobre el Covid son los principales efectos que genera. Los mensajes de las autoridades que los primeros meses de pandemia eran efectivos, como insistir en el lavado de manos, el uso de mascarillas o el distanciamiento físico, ya no calan igual. Y es que la sociedad contempla cómo el barco hace aguas mientras quienes llevan el timón no reparan en ello, sino que están discutiendo quién pilota, a pesar de que ninguno tiene mapa.
Desde que se relajara la primera curva, la oposición ha aprovechado para acusar al Gobierno de utilizar prerrogativas excepcionales con el único objetivo de acumular más poder del que le correspondía. Las acusaciones de dictadura han sido constantes, legitimando un discurso que acusa al Gobierno de tomar las medidas de forma arbitraria y antidemocrática, lo cual es cierto. Así que el discurso ha calado entre los ciudadanos (principalmente jóvenes, a quienes se les lleva criminalizando desde el verano) y ahora salen a la calle a clamar por su libertad. Bien por ellos, deberíamos estar TODOS ahí.
Lo que no tiene justificación es la violencia callejera. Porque estas movilizaciones nocturnas ilegales (que no manifestaciones regladas cuyo derecho es fundamental en una democracia), son utilizadas por los profesionales de la kaleborroca y la delincuencia organizada para montar follón, incendiar contenedores, destrozar mobiliario urbano, y, de paso, saquear tiendas.
Y al final, está pasando lo mismo que con las manifestaciones de los negacionistas. Todo se desdibuja y ahora resulta que, todo aquel que piensa que las actuaciones gubernamentales son totalitarias y minan los derechos fundamentales de los ciudadanos, o es negacionista (los que niegan la existencia del virus o le atribuyen teorías conspiratorias) o pertenece un grupo antisistema o radical. Nada más lejos de la realidad, pero es lo que nos muestran los telediarios y los medios de comunicación.
Lo dantesco es que estos actos vandálicos, lejos de ser condenados unánimanente por nuestros gobernantes, se han convertido en una nueva arma política arrojadiza entre los partidos políticos de extrema derecha y de extrema izquierda. Podemos culpa a Vox de instigarlos, y viceversa. Ver en estos comportamientos una reacción con significado político para atacarse recíprocamente es una temeridad que puede animar a actos de mayor peligrosidad para el resto de los ciudadanos y para las fuerzas de seguridad del Estado.
Los discursos políticos que se basan en el enconamiento incívico y en la descalificación del adversario crean el ambiente propicio para que el radicalismo latente, sin más ideología que la ira, se torne en violencia callejera. La no unanimidad de condena de estos episodios puede ser dinamita en un momento tan complicado sanitaria, social, económica y psicológicamente en el mundo.
Por eso, es necesario recuperar cuanto antes el buen gobierno para España, lo que significa contar con liderazgos constructivos, no como el espejismo que encarna Pedro Sánchez; fijar objetivos comunes que impliquen a partidos y gobiernos autonómicos en políticas de cohesión; y convertir la lucha contra la pandemia en un proyecto nacional y no en un campo de discordia. El Gobierno se ha declarado ausente en esta segunda etapa de la crisis y el mensaje que llega al ciudadano es que no hay una dirección política común. Este es el vivero de la confusión social y de la fatiga pandémica a la que antes aludía.
La violencia en las calles y el enfrentamiento con la Policía pueden hipnotizar a jóvenes sin referencias cívicas, y ahí empieza la responsabilidad del Ministerio del Interior y de las policías autonómicas para conocer a tiempo las convocatorias de los grupos radicales. El Gobierno no dudó en utilizar a las Fuerzas de Seguridad en abril para que filtraran las redes sociales de movimientos críticos a su gestión, como un gesto de autoritarismo intolerable. Ahora es el momento de aplicar esas políticas de control social. ¿Por qué ahora no se hace? ¿Acaso porque como no critican directamente a Su Persona, le importa un bledo?
Lo inquietante es si estamos ante un hecho aislado o es un síntoma de lo que puede suceder en un futuro no muy lejano. La responsabilidad de los gobernantes y líderes sociales es imprescindible para parar estos episodios. En seco, sin peros, sin argumentaciones retóricas, sin instrumentalizaciones de corto plazo, porque la impaciencia, la frustración y el sentimiento de injusticia han calado fuertemente en una sociedad que no estaba preparada cognitiva y emocionalmente para superar una prueba de tantísima magnitud, ni por un tiempo tan prolongado.
En cualquier caso, el estado de confusión nacional es tan grave como inquietante, y lo peor es que el futuro es muy oscuro. La OMS estima que la fatiga pandémica afecta al 60% de los europeos y ha instado a los gobiernos a que conozcan la situación de su población e intenten satisfacer sus necesidades. Pide a los gobiernos que innoven en las medidas que permitan a la población tener vida social, en aras de buscar un equilibrio en las necesidades científicas, sociales y políticas, desarrollando medidas de precaución que sean culturalmente aceptadas.
Éstas son algunas sugerencias de la OMS para ayudar a que la sociedad supere la fatiga pandémica y se ayude a revitalizar el apoyo a las medidas sanitarias de prevención:
* Entender a la gente que está experimentando esta desmotivación, así como las causas, para poder tomar decisiones acertadas y segmentadas a las necesidades particulares.
* Involucrar a la población como parte de la solución, destacar los aspectos positivos y los beneficios logrados mediante el esfuerzo colectivo.
* Escuchar y comprender las necesidades de la población para planificar políticas.
* Permitir que las personas puedan hacer una vida normal mientras se reduce el riesgo de transmisión estableciendo estrategias que les ayuden a identificar los riesgos, implementando formas seguras para realizar actividades sociales y evitando el juicio de culpabilidad.
* Identificar las dificultades a las que se enfrenta la población como consecuencia de la pandemia y aliviarlas mediante la construcción de resiliencia y a través de recursos financieros, sociales, culturales y de apoyo emocional.