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Un año de pandemia

Hace ahora un año se detectó el primer caso de enfermo por coronavirus en España, un turista alemán alojado en Canarias. El primero de los más de 2,7 millones de casos que desde entonces se han diagnosticado en España, país que se convirtió en uno de los más golpeados durante la primera ola. A partir de ahí, la evolución del virus se vivió casi al minuto, lo que llevó al Gobierno a aprobar medidas “drásticas” para contener su expansión.

Y también es el aniversario del primer diagnóstico del Gobierno, expresado por Fernando Simón con una frase que resume a la perfección la terrible mezcla de errores, falsedades y negligencias que España ha padecido desde entonces: España sólo sufriría "casos aislados".

Aquel pronóstico del portavoz oficial de la pandemia no solo fue un error clamoroso de diagnóstico, sino un acto de negligencia extrema fácil de demostrar con la ingente documentación probatoria, conocida desde entonces, de que el Gobierno recibió una veintena de avisos concluyentes que desechó de manera incomprensible.

Todo lo que no se hizo antes del 8-M, a pesar de las advertencias, explica los mayores estragos sufridos por España desde entonces, resumidos en una de las mayores -y más ocultadas- mortalidades del mundo y la peor recesión económica del planeta, junto a la de Argentina.

La existencia del virus no es culpa del Gobierno, pero la responsabilidad sobre la dimensión de sus efectos SÍ lo es. Y la evidencia de que en España han sido muy superiores a las de su entorno debería ser suficiente para auditar la gestión previa desde un verdadero Comité de Expertos, cuando no desde una investigación parlamentaria y judicial.

Que a todo ello se haya negado el Gobierno, mientras se dotaba de reiterados estados de alarma, más destinados a proteger su opacidad que a atender una pandemia de la que ha desaparecido, es la mayor prueba de la mala conciencia y del temor asentados en Moncloa.

En este primer año, España ha retrocido dos puestos en el ranking mundial contra la corrupción por la gestión oscura de esta pandemia, según informe elaborado por Transparencia Internacional. Debido -entre otras cosas- a la vacunación anticipada de políticos, la poca transparencia en el manejo de los recursos y el despilfarro en las compras rápidas de material sanitario, ocupamos el puesto 32 de los 180 países analizados.

Tras todo ese horror, la virulencia de la cuarta ola, la parálisis de la vacunación y la insolvente hoja de ruta económica e ideológica en marcha; añaden al dolor previo una incertidumbre insoportable. Ha pasado un año, pero la luz al final del túnel no termina de divisarse. Y eso, simplemente, es intolerable.



Restricciones Covid: mucha imagen, nulo efecto

Transcurridos casi 10 meses desde el comienzo del pánico, la conclusión es que el confinamiento generalizado, los cierres de fronteras nacionales, provinciales o locales, las prohibiciones de todo tipo, han podido tranquilizar a ciertos segmentos dominados por el miedo, incluso convencer a parte de la opinión pública pero, según los estudios, su eficacia para reducir la mortalidad ha resultado prácticamente nula.

No cabe sorpresa. Los planes estratégicos para pandemias, esos que se convirtieron súbitamente en papel mojado y fueron barridos en marzo por el viento del pánico, ya anticipaban que las autoridades poseen opciones bastante limitadas para detener contagios y muertes en el medio plazo… mientras no se generalice el uso de una vacuna bien experimentada y eficaz. Aplicando indiscriminadas medidas restrictivas, los gobiernos pueden vulnerar derechos y libertades, agravar otras enfermedades, destrozar la economía, generar ruina, pobreza, desempleo, desigualdad… pero difícilmente salvar vidas en el transcurso de una pandemia.

Así, países con confinamientos, totales o parciales, casi eternos, como Panamá, Argentina o España, no difieren sustancialmente en tasa de mortalidad de Brasil, que apenas los ha experimentado. Es fácil encontrar multitud de ejemplos y contraejemplos para comprender que la propagación de la enfermedad depende muchísimo menos de decisiones gubernamentales que de distintos factores como el ámbito geográfico (intensa en Europa y América, reducida en África, Asia y Oceanía), o de la estación del año, pues las bajas temperaturas impulsan a la gente a permanecer en espacios cerrados, más propicios para la transmisión.

La expansión inicial de los contagios está marcada, en parte, por la suerte, ya que, según mostraron algunos estudios, la mayoría de los enfermos no llega a transmitir la enfermedad mientras que unos pocos, conocidos como supercontagiadores, pueden infectar a muchísimas personas. El azar que implica la aparición, o no, de un supercontagiador, puede determinar el distinto rumbo de una zona respecto a otra, al menos temporalmente. Y la tasa de mortalidad en cada país depende, en gran medida, del grado de penetración de la enfermedad en las residencias de ancianos, allí donde se concentra la población especialmente vulnerable. Proteger a los grupos de riesgo, mediante una política selectiva, es una vía capaz de reducir la mortalidad pero resulta poco llamativa en el escaparate de la opinión pública.

Ciertos gobiernos europeos, antaño señalados como modelos de gestión de la pandemia, han contemplado cómo nuevas olas arrasaban su imagen, cómo su tasa de contagios, y de fallecimientos, comenzaba a converger con aquellos antes tachados de fracasados, seguramente porque la enfermedad avanza más rápido allí donde no existe inmunidad previa. En general, los gobernantes no pueden ser culpados de las muertes por covid-19; tampoco alabados por su reducido número pues, salvo casos excepcionales, estos resultados dependen poco de sus políticas.

La ralentización de los contagios guarda más relación con esas medidas voluntarias que los ciudadanos toman libremente para protegerse y cuidar a los demás.

Un estudio concluye que, en los países desarrollados, las medidas coactivas han tenido menos influencia que las decisiones voluntarias consistentes en reducir libremente la movilidad y garantizar la distancia social. Todavía más grave: estas medidas coactivas, punitivas, no refuerzan a las decisiones voluntarias, sino que tienden a desplazarlas. Cuando las personas actúan movidas por convicción, principios o responsabilidad, la introducción de normas que establecen la obligación de actuar tal como mucha gente ya hacía libre y voluntariamente… puede tener efectos contraproducentes, cambiar la conducta de los individuos en sentido contrario al deseado.

La intervención invasiva y dictatorial también socava la autodeterminación individual, incluso la propia autoestima, pues el sujeto la interpreta como una manifiesta desconfianza de las autoridades en su buen juicio. Y puede generar enojo, irritación, ante medidas que la gente considera exageradas, injustas o arbitrarias, un impulso para quebrantar las normas mientras se simula su acatamiento.

Naturalmente, en los países con confinamientos domiciliarios eternos y abusivos, la gente se las ingenia para vulnerarlos, para saltárselos a la torera, algo que conduce a los dirigentes a reprimir estas conductas y a endurecer todavía más las medidas. Al final, los gobernantes y los medios han acabado convenciendo a mucha gente de que los ciudadanos somos unos irresponsables, necesitados de la tutela, del paternalismo de nuestros dirigentes, cuando son ellos quienes impulsan semejantes círculos viciosos.

Las medidas de distancia social requieren voluntad, convicción personal. Resultan mucho más eficaces si se encuentran interiorizadas en los individuos, no simplemente plasmadas en un papel, en una ley que pretende inútilmente regular esos pequeños detalles que conforman el comportamiento cotidiano. Porque ya sabemos que hecha la ley… hecha la trampa.

En definitiva, las imaginativas medidas que van tomando los gobiernos, como cuarentenas de todos los sanos, limitación de actividades económicas o cerramientos perimetrales, contribuyen muy poco a combatir una pandemia. Los políticos no las imponen en favor de los ciudadanos, de los vulnerables o los desfavorecidos. Muy al contrario: lo hacen en beneficio de su propia imagen.


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