Una vez finalizado el estado de alarma, nadie puede negar que ha supuesto la merma flagrante de muchos derechos y libertades de los españoles. Para imponer esa vulneración consciente de garantías constitucionales esenciales, el Gobierno ha llegado al punto de pervertir la labor del Congreso, clausurándolo de facto durante más de dos meses y negando las explicaciones que todo presidente, en cualquier democracia, debe ofrecer. Es evidente que España vive en un cerrojazo informativo jamás conocido en democracia.
Desde muchos puntos de vista se ha vulnerado el derecho a la información: se ha engañado a los españoles ocultando y falseando datos sobre la pandemia; se han reinterpretado preguntas incómodas de la prensa para reformularlas de un modo suavizado; y se ha ofrecido una información confusa o incluso disparatada, como atribuir miles de muertes de dudosa causa a los «accidentes de tráfico» cuando estaba prohibido circular.
Sánchez ha utilizado RTVE para su propaganda, y el cierre del Portal de Transparencia ha impedido conocer la chapuza que durante semanas supuso la compra de material. La Carta de Derechos Fundamentales de la UE existe por algún motivo, y ningún Gobierno puede imponer políticas autoritarias que contravengan sus postulados.
Desde muchos puntos de vista se ha vulnerado el derecho a la información: se ha engañado a los españoles ocultando y falseando datos sobre la pandemia; se han reinterpretado preguntas incómodas de la prensa para reformularlas de un modo suavizado; y se ha ofrecido una información confusa o incluso disparatada, como atribuir miles de muertes de dudosa causa a los «accidentes de tráfico» cuando estaba prohibido circular.
Sánchez ha utilizado RTVE para su propaganda, y el cierre del Portal de Transparencia ha impedido conocer la chapuza que durante semanas supuso la compra de material. La Carta de Derechos Fundamentales de la UE existe por algún motivo, y ningún Gobierno puede imponer políticas autoritarias que contravengan sus postulados.
El Gobierno actual parece gobernar empeñado en propagar el miedo y, al tiempo, echar tierra sobre asuntos varios, para preservar privilegios corporativos de viejo cuño. Así, se puede afirmar que, al día de hoy, todas las instancias de un Estado nacido de una Transición (en parte secuestrada por los elementos residuales de un franquismo que se resistía a morir) están fuertemente aquejadas de cierta esclerosis. Y, para muestra, un botón: el archivo de la causa del 8-M. El sistema judicial es de los servicios menos valorados por la población. Y no sólo por su enorme lentitud, sino por su sesgo casi siempre favorable a las estructuras de poder, a costa del ciudadano normal y corriente, que financia ese sistema jurídico.
España está inmersa en tres crisis. Una evidente, la sanitaria; otra económica, para la que el país trata de prepararse; y una democrática por el «golpe institucional» de Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. Con la hibernación de la Cámara Baja y la paralización de los plazos reglamentarios, el bloqueo de enmiendas de la oposición y la suspensión de todos los debates (salvo los solicitados por el Ejecutivo, para prorrogar sine die la alarma), el Gobierno se está enfrentando a la emergencia sanitaria sin la vigilancia de la oposición, cuyo control se limita prácticamente a las comisiones de Sanidad que preside Salvador Illa.
España se ha convertido en un laboratorio para las pretensiones autoritarias de un Sánchez entregado en cuerpo y alma al populismo comunista de Iglesias. Entre los dos tratan de mantener a la sociedad española amordazada, sin libertad de información ni de opinión, con una oposición deslegitimada, y a un país lleno de ciudadanos dependientes de las concesiones gubernamentales. A fuerza de prolongar un estado de alarma inútil, que se puede sustituir por la aplicación de leyes ya aprobadas, más peligro corremos de que lo que tengamos que reconstruir con el tiempo sea la propia democracia.
La progresiva radicalización de Pedro Sánchez para sobrevivir a toda costa como rehén de Pablo Iglesias en La Moncloa preocupa cada vez más seriamente a los barones socialistas, y continúa generando tensos conflictos en el Ejecutivo. Por mucho que ambos traten de blindar la coalición de Gobierno, son muchas las evidencias de que la cohabitación es prácticamente nula, que se impone una pugna de egos constante, que no hay disciplina interna ni cohesión, y que lo único que les une es la pasión por el sectarismo y la mentira.
Pero no nos equivoquemos: Sánchez no es prisionero de Iglesias, sino cómplice. Todo el PSOE, sin excepción, se ha convertido en cooperador necesario de la deriva autoritaria. No hace falta más que echar un vistazo a quién apoya sin fisuras al presidente desde la política o los medios de izquierdas: solo los identificados con Unidas Podemos y los 'sanchistas' subsidiados.
Hace falta una izquierda conciliadora que se revuelva contra los abusos de Sánchez y capaz de recordarle que el PSOE, además de socialista, obrero y español, es también constitucionalista. En el socialismo sobran quienes apelan a una «crisis constituyente», quienes claudican ante Podemos para jalear el fin de la Monarquía, o quienes negocian inclinados ante el separatismo. El proyecto de Sánchez apunta al advenimiento de un nuevo régimen dictatorial de corte republicano, regresivo, autoritario y revanchista.
España está inmersa en tres crisis. Una evidente, la sanitaria; otra económica, para la que el país trata de prepararse; y una democrática por el «golpe institucional» de Pedro Sánchez en el Congreso de los Diputados. Con la hibernación de la Cámara Baja y la paralización de los plazos reglamentarios, el bloqueo de enmiendas de la oposición y la suspensión de todos los debates (salvo los solicitados por el Ejecutivo, para prorrogar sine die la alarma), el Gobierno se está enfrentando a la emergencia sanitaria sin la vigilancia de la oposición, cuyo control se limita prácticamente a las comisiones de Sanidad que preside Salvador Illa.
España se ha convertido en un laboratorio para las pretensiones autoritarias de un Sánchez entregado en cuerpo y alma al populismo comunista de Iglesias. Entre los dos tratan de mantener a la sociedad española amordazada, sin libertad de información ni de opinión, con una oposición deslegitimada, y a un país lleno de ciudadanos dependientes de las concesiones gubernamentales. A fuerza de prolongar un estado de alarma inútil, que se puede sustituir por la aplicación de leyes ya aprobadas, más peligro corremos de que lo que tengamos que reconstruir con el tiempo sea la propia democracia.
La progresiva radicalización de Pedro Sánchez para sobrevivir a toda costa como rehén de Pablo Iglesias en La Moncloa preocupa cada vez más seriamente a los barones socialistas, y continúa generando tensos conflictos en el Ejecutivo. Por mucho que ambos traten de blindar la coalición de Gobierno, son muchas las evidencias de que la cohabitación es prácticamente nula, que se impone una pugna de egos constante, que no hay disciplina interna ni cohesión, y que lo único que les une es la pasión por el sectarismo y la mentira.
Pero no nos equivoquemos: Sánchez no es prisionero de Iglesias, sino cómplice. Todo el PSOE, sin excepción, se ha convertido en cooperador necesario de la deriva autoritaria. No hace falta más que echar un vistazo a quién apoya sin fisuras al presidente desde la política o los medios de izquierdas: solo los identificados con Unidas Podemos y los 'sanchistas' subsidiados.
Hace falta una izquierda conciliadora que se revuelva contra los abusos de Sánchez y capaz de recordarle que el PSOE, además de socialista, obrero y español, es también constitucionalista. En el socialismo sobran quienes apelan a una «crisis constituyente», quienes claudican ante Podemos para jalear el fin de la Monarquía, o quienes negocian inclinados ante el separatismo. El proyecto de Sánchez apunta al advenimiento de un nuevo régimen dictatorial de corte republicano, regresivo, autoritario y revanchista.
No cabe cesión alguna con quien recorta la libertad y detiene los mecanismos de la democracia. El discurso de la 'unidad' tras el Gobierno es solo un retórica para someterse a los dictados de un Ejecutivo social-comunista que, si pudiera, gobernaría en estado de alarma, por decreto y sin control, hasta el final de la legislatura.
Este Gobierno no pretende que los españoles nos recuperemos y que el coronavirus quede en un penoso recuerdo, sino transformar el país. Su objetivo no se limita a los términos de un estado de alarma perpetuo, a paliar la pandemia, sino que están aprovechando la oportunidad para legislar sobre materias que se escapan al sentido del decreto habilitante.
Tenemos al frente del destino del país a políticos que tienen un plan concreto para acaparar los poderes, escapar al control parlamentario, moldear a la opinión pública, y transformar el sistema a su conveniencia, que no es otra que gobernar para siempre y a costa de lo que sea. Un gota a gota hasta que cale el autoritarismo como único recurso. La justificación de la salud pública para “salvar la República” y establecer una dictadura encubierta, un régimen autoritario, es un clásico. La evidencia de esta sucia maniobra es tal que lo llaman “nueva normalidad”.
Y es que una cosa es la dictadura comisaria, que podría corresponder al estado de alarma (considerado de forma temporal para mantener el orden), y otra muy distinta es una dictadura revolucionaria, en la que se suspenden las libertades para establecer un orden distinto, una 'nueva normalidad'. Esa 'nueva normalidad' que imaginan es un país sometido a la subvención y a la autorización gubernamental arbitraria. Se trata de un PER permanente que consiga la obediencia y el silencio del subsidiado.
A 'sanchistas' y 'podemitas' les interesa alargar el “confinamiento económico” para destruir la estructura productiva privada, y agigantar la mano de su Estado paternalista y protector. La situación a la que nos obliga el Gobierno no comprende solo medidas sanitarias, sino cambios económicos, en las relaciones laborales y en la concepción del Estado que se escapan al sentido del estado de alarma.
Como dijo el líder de la oposición, estado de alarma no significa estado de silencio. En un momento como el de la declaración del estado de alarma, en el cual el Gobierno español concentra más poder del que nunca ha tenido, es crítico respetar estos elementos básicos en un régimen democrático. Y es esencial, en concreto, que el Parlamento esté más activo que nunca, que nuestros representantes se dediquen intensamente a su labor de control del Gobierno.
Este es el principio recogido en la misma Constitución (art. 116.5) y en la Ley Orgánica que regula los estados de alarma, excepción y sitio (art. 1.4), al afirmar que el funcionamiento de las cámaras, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no puede interrumpirse durante la vigencia de estos estados. La democracia requiere frenos y contrapesos entre los poderes, entre Gobierno y oposición política. En cierto sentido, en democracia, la oposición es también gobierno, y se gobierna criticando. La crítica (constructiva) es necesaria, y no puede impedirse con la excusa de una demagógica llamada a la “unidad” mal entendida.
En la Constitución hay más cautelas para garantizar una intensa actividad parlamentaria. Así, por ejemplo, las cámaras quedan automáticamente convocadas por la sola declaración de un estado excepcional como es el de alarma. Además, el Congreso de los Diputados, que es el protagonista principal del control gubernamental en este periodo, no puede ser disuelto si se encuentra declarado alguno de esos estados.
Este Gobierno no pretende que los españoles nos recuperemos y que el coronavirus quede en un penoso recuerdo, sino transformar el país. Su objetivo no se limita a los términos de un estado de alarma perpetuo, a paliar la pandemia, sino que están aprovechando la oportunidad para legislar sobre materias que se escapan al sentido del decreto habilitante.
Tenemos al frente del destino del país a políticos que tienen un plan concreto para acaparar los poderes, escapar al control parlamentario, moldear a la opinión pública, y transformar el sistema a su conveniencia, que no es otra que gobernar para siempre y a costa de lo que sea. Un gota a gota hasta que cale el autoritarismo como único recurso. La justificación de la salud pública para “salvar la República” y establecer una dictadura encubierta, un régimen autoritario, es un clásico. La evidencia de esta sucia maniobra es tal que lo llaman “nueva normalidad”.
Y es que una cosa es la dictadura comisaria, que podría corresponder al estado de alarma (considerado de forma temporal para mantener el orden), y otra muy distinta es una dictadura revolucionaria, en la que se suspenden las libertades para establecer un orden distinto, una 'nueva normalidad'. Esa 'nueva normalidad' que imaginan es un país sometido a la subvención y a la autorización gubernamental arbitraria. Se trata de un PER permanente que consiga la obediencia y el silencio del subsidiado.
A 'sanchistas' y 'podemitas' les interesa alargar el “confinamiento económico” para destruir la estructura productiva privada, y agigantar la mano de su Estado paternalista y protector. La situación a la que nos obliga el Gobierno no comprende solo medidas sanitarias, sino cambios económicos, en las relaciones laborales y en la concepción del Estado que se escapan al sentido del estado de alarma.
Como dijo el líder de la oposición, estado de alarma no significa estado de silencio. En un momento como el de la declaración del estado de alarma, en el cual el Gobierno español concentra más poder del que nunca ha tenido, es crítico respetar estos elementos básicos en un régimen democrático. Y es esencial, en concreto, que el Parlamento esté más activo que nunca, que nuestros representantes se dediquen intensamente a su labor de control del Gobierno.
Este es el principio recogido en la misma Constitución (art. 116.5) y en la Ley Orgánica que regula los estados de alarma, excepción y sitio (art. 1.4), al afirmar que el funcionamiento de las cámaras, así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no puede interrumpirse durante la vigencia de estos estados. La democracia requiere frenos y contrapesos entre los poderes, entre Gobierno y oposición política. En cierto sentido, en democracia, la oposición es también gobierno, y se gobierna criticando. La crítica (constructiva) es necesaria, y no puede impedirse con la excusa de una demagógica llamada a la “unidad” mal entendida.
En la Constitución hay más cautelas para garantizar una intensa actividad parlamentaria. Así, por ejemplo, las cámaras quedan automáticamente convocadas por la sola declaración de un estado excepcional como es el de alarma. Además, el Congreso de los Diputados, que es el protagonista principal del control gubernamental en este periodo, no puede ser disuelto si se encuentra declarado alguno de esos estados.
El recurso a los estados de emergencia constitucional puede generar, como estamos viendo, abusos por parte de las autoridades competentes para gestionarlos. Por eso son imprescindibles los controles para evitarlos. No solamente políticos, sino jurisdiccionales. Sin embargo, el 10 de marzo, incluso antes de la declaración del estado de alarma, la presidenta del Congreso anunció que se “aplazaba” la actividad parlamentaria y desconvocó el Pleno previsto para esa semana. El día 12 extendió dicho aplazamiento dos semanas más.
Desde entonces, la actividad se ha reducido al mínimo, con dos Plenos y dos comparecencias en la Comisión de Sanidad. No parece que se esté cumpliendo lo establecido en la Constitución ni en la Ley Orgánica, que prevé la intervención del Congreso no solamente para autorizar las sucesivas prórrogas, sino para que el Gobierno rinda cuentas de las medidas adoptadas y obliga al Ejecutivo a “suministrar al Congreso, además, la información que le sea requerida”.
Alegar que el Reglamento del Congreso no prevé la posibilidad de reuniones en las que la mayoría de los miembros del Pleno o la Comisión actúen telemáticamente, no es de recibo. Se ha incluido una Disposición adicional en la Ley del Gobierno para permitir celebrar los Consejos de Ministros por vía telemática. ¿Y el Congreso no puede hacerlo?
Si hay un momento en el que especialmente esta información debe ser permanente e intensa, cuantitativa y cualitativamente, es éste. Si hay un momento en que resulta imprescindible que el Gobierno se someta a control parlamentario, es éste. Porque sobre el Parlamentos recae en gran medida la responsabilidad de afrontar la salida a esta crisis. Y es en el Parlamento (expresión máxima de la democracia), el espacio de debate y reflexión donde buscar fórmulas colaborativas, abiertas, incluyentes e innovadoras que permitan tomar las mejores decisiones.
Sin embargo, la crispación que se ha instalado en la vida política, aleja a la ciudadanía cada vez más de sus representantes y a la inversa. La estrategia de la crispación, basada en el insulto y la estridencia, denota una enorme falta de altura política. El recurso fácil de quienes no tienen otro registro. Se puede ser muy contundente dentro del marco del respeto y de las formas apropiadas. Cuando el improperio se impone al argumento, los debates se transforman en broncas y dejan de cumplir con la finalidad de servir para tomar las mejores decisiones.
En nada favorece a los intereses de un país la crítica vacía y agresiva; más bien, perjudica seriamente a las instituciones y las descalifica, desligitimando ante la ciudadanía las decisiones que desde ella se toman. Entrar en la descalificación permanente y normalizar la crispación es un comportamiento autodestructivo que erosiona las instituciones desde dentro y mina los pilares del sistema.
La "democradura" impuesta por Sánchez-Iglesias no entrará en crisis por los chanchullos entre la Fiscalía General del Estado y Podemos. Al contrario, reforzará los mecanismos autoritarios utilizados por el Gobierno para simular que vivimos en un régimen democrático. Si todo lo que se cuenta sobre la relación de Iglesias y los fiscales es verdad, no entiendo por qué la oposición no convierte este asunto en tema prioritario para limpiar la democracia. Quizá porque necesita legitimarse ante una deriva autoritaria de la que también el PP es responsable.
Pero, fuera de este monumental escándalo, en España estamos en un cruce dramático de varias crisis: la sanitaria, la económica, la política y, sin duda alguna la que vendrá pronto, la social. El sistema democrático entero está en peligro. Acaso por eso el gobierno Sánchez-Iglesias transfiere todas las responsabilidades sobre la gestión de la Covid-19 a los mesogobiernos regionales. Otra prueba sobre la carencia de legitimidad democrática de un gobierno populista.
En estas circunstancias el fin del estado de alarma ha creado en la población tanto angustia como liberación. La ingenuidad filosófica para entender qué está pasando ha desaparecido por completo. Mientras los más torpes se refugian en la "ingenuidad" infantil y cándida, la mayoría de los ciudadanos han perdido su capacidad de sorprenderse y aprender algo de lo más superficial de esta crisis. El desánimo, pues, es total. Nadie es capaz de percibir algo en las cosas que pudiera alumbrarnos en el futuro. Los mecanismos colectivos en los que estamos metidos, casi encerrados, han castrado la necesaria actitud de ingenuidad para pensar y reflexionar sobre esta tragedia mundial del Covid-19.
Casi a nadie le importa la perversa confusión del Gobierno y la oposición entre la nueva normalidad y la invención tramposa de "otra realidad". ¡Qué más da!
En todo caso, la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos vive, como el resto de los ciudadanos, en un permanente estado de inquietud o choque emocional. Toda Europa, el mundo, vive un vértigo angustioso. Nadie sabe cómo y cuándo puede terminar ésto.
La crisis del coronavirus nos tiene a todos en un estado de angustia psicológica. El mañana no existe y todo el mundo quiere irse de vacaciones. Es como si todos fuéramos a la vez víctimas y culpables. La gente vive angustiada pero con ganas de vivir. ¡Contradicción! No. Parece que todas las emociones son compatibles. En fin, la enfermedad no se va y las cosas pintan mal.
Desde entonces, la actividad se ha reducido al mínimo, con dos Plenos y dos comparecencias en la Comisión de Sanidad. No parece que se esté cumpliendo lo establecido en la Constitución ni en la Ley Orgánica, que prevé la intervención del Congreso no solamente para autorizar las sucesivas prórrogas, sino para que el Gobierno rinda cuentas de las medidas adoptadas y obliga al Ejecutivo a “suministrar al Congreso, además, la información que le sea requerida”.
Alegar que el Reglamento del Congreso no prevé la posibilidad de reuniones en las que la mayoría de los miembros del Pleno o la Comisión actúen telemáticamente, no es de recibo. Se ha incluido una Disposición adicional en la Ley del Gobierno para permitir celebrar los Consejos de Ministros por vía telemática. ¿Y el Congreso no puede hacerlo?
Si hay un momento en el que especialmente esta información debe ser permanente e intensa, cuantitativa y cualitativamente, es éste. Si hay un momento en que resulta imprescindible que el Gobierno se someta a control parlamentario, es éste. Porque sobre el Parlamentos recae en gran medida la responsabilidad de afrontar la salida a esta crisis. Y es en el Parlamento (expresión máxima de la democracia), el espacio de debate y reflexión donde buscar fórmulas colaborativas, abiertas, incluyentes e innovadoras que permitan tomar las mejores decisiones.
Sin embargo, la crispación que se ha instalado en la vida política, aleja a la ciudadanía cada vez más de sus representantes y a la inversa. La estrategia de la crispación, basada en el insulto y la estridencia, denota una enorme falta de altura política. El recurso fácil de quienes no tienen otro registro. Se puede ser muy contundente dentro del marco del respeto y de las formas apropiadas. Cuando el improperio se impone al argumento, los debates se transforman en broncas y dejan de cumplir con la finalidad de servir para tomar las mejores decisiones.
En nada favorece a los intereses de un país la crítica vacía y agresiva; más bien, perjudica seriamente a las instituciones y las descalifica, desligitimando ante la ciudadanía las decisiones que desde ella se toman. Entrar en la descalificación permanente y normalizar la crispación es un comportamiento autodestructivo que erosiona las instituciones desde dentro y mina los pilares del sistema.
De la "democradura" a la angustia existencial
La "democradura" impuesta por Sánchez-Iglesias no entrará en crisis por los chanchullos entre la Fiscalía General del Estado y Podemos. Al contrario, reforzará los mecanismos autoritarios utilizados por el Gobierno para simular que vivimos en un régimen democrático. Si todo lo que se cuenta sobre la relación de Iglesias y los fiscales es verdad, no entiendo por qué la oposición no convierte este asunto en tema prioritario para limpiar la democracia. Quizá porque necesita legitimarse ante una deriva autoritaria de la que también el PP es responsable.
Pero, fuera de este monumental escándalo, en España estamos en un cruce dramático de varias crisis: la sanitaria, la económica, la política y, sin duda alguna la que vendrá pronto, la social. El sistema democrático entero está en peligro. Acaso por eso el gobierno Sánchez-Iglesias transfiere todas las responsabilidades sobre la gestión de la Covid-19 a los mesogobiernos regionales. Otra prueba sobre la carencia de legitimidad democrática de un gobierno populista.
En estas circunstancias el fin del estado de alarma ha creado en la población tanto angustia como liberación. La ingenuidad filosófica para entender qué está pasando ha desaparecido por completo. Mientras los más torpes se refugian en la "ingenuidad" infantil y cándida, la mayoría de los ciudadanos han perdido su capacidad de sorprenderse y aprender algo de lo más superficial de esta crisis. El desánimo, pues, es total. Nadie es capaz de percibir algo en las cosas que pudiera alumbrarnos en el futuro. Los mecanismos colectivos en los que estamos metidos, casi encerrados, han castrado la necesaria actitud de ingenuidad para pensar y reflexionar sobre esta tragedia mundial del Covid-19.
Casi a nadie le importa la perversa confusión del Gobierno y la oposición entre la nueva normalidad y la invención tramposa de "otra realidad". ¡Qué más da!
En todo caso, la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos vive, como el resto de los ciudadanos, en un permanente estado de inquietud o choque emocional. Toda Europa, el mundo, vive un vértigo angustioso. Nadie sabe cómo y cuándo puede terminar ésto.
La crisis del coronavirus nos tiene a todos en un estado de angustia psicológica. El mañana no existe y todo el mundo quiere irse de vacaciones. Es como si todos fuéramos a la vez víctimas y culpables. La gente vive angustiada pero con ganas de vivir. ¡Contradicción! No. Parece que todas las emociones son compatibles. En fin, la enfermedad no se va y las cosas pintan mal.