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La inconstitucionalidad del estado de alarma perpetuo

El debate jurídico sobre la constitucionalidad del estado de alarma ha entrado de lleno en la crisis del coronavirus. El Ejecutivo está empeñado en acudir al estado de alarma como el instrumento legal 'adecuado', tanto para derrotar al virus como para salir de una de las mayores crisis de la historia económica y social. La constante ampliación del estado de alarma es vital para acometer el plan de desescalada propuesto por Sánchez. Pero, ¿es realmente el estado de alarma perpetuo el cauce más adecuado para la desescalada?

Si bien el estado de alarma pudo amparar el primer tramo de la crisis sanitaria (la fase de explosión de la pandemia), a día de hoy (en la desescalada), la situación exige ser blindada con una cobertura constitucional más ajustada a la realidad porque si se concluye que el Ejecutivo erró en la elección de la herramienta legal, la consecuencia será su inconstitucionalidad por vulneración de derechos y libertades fundamentales.

Entonces, ¿es el estado de alarma la vía más adecuada para dar cobertura a la desescalada, como sostiene el Gobierno? ¿Es verdad que no hay otras alternativas? Solo es posible declarar cualquiera de los estados de emergencia previstos en la Constitución si los poderes ordinarios son insuficientes, y ésto no es así porque las facultades recogidas por la legislación ordinaria para responder a una crisis sanitaria son muy amplias, tal y como demostró el Plan B que proponía el PP. Por tanto, mantener un estado de alarma perpetuo en toda la desescalada es anticonstitucional.



¿Estado de alarma o de excepción?


La Constitución (artículo 116) solo establece el procedimiento para declarar y, en su caso, alargar la duración de los estados excepcionales; pero el alcance concreto de su contenido y su justificación respectiva se recogen en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

Efectivamente, existe un debate doctrinal enconado sobre si muchas de las medidas aprobadas sólo tienen encaje en el estado de excepción. Es obvio que el ejecutivo social-comunista, en su más que habitual praxis negligente, optó por el menos gravoso de los tres estados previstos (el de alarma) con el objeto de crear menos alarma social, disimular la gravedad del momento e intentar así dañar lo menos posible su ya mermada reputación. Es un clamor en los mentideros jurídicos que estamos ante una nueva patraña del Gobierno.

El principal problema es jurídico. El artículo 116 de la Constitución regula la aplicación del estado de alarma. El Gobierno es la única institución del Estado legitimada para declarar esta excepcionalidad democrática por un plazo máximo de 15 días y siempre dando cuenta al Congreso de los Diputados. La Ley Suprema es muy taxativa a la hora de plantear la ampliación del estado de alarma, por el mismo plazo: 15 días (o inferior). No se puede hacer (como han hecho) de algo temporal la regla general.

El estado de alarma permite imponer ciertos límites (que no suprimir) a la circulación o permanencia de personas en lugares determinados, practicar requisas temporales de bienes, imponer prestaciones personales obligatorias, ocupar transitoriamente todo tipo de industrias y explotaciones, racionar el consumo de artículos de primera necesidad e imponer las órdenes necesarias para asegurar el funcionamiento de los servicios afectados por una huelga o una medida de conflicto colectivo. Todo esto lo hemos vivido - y sufrido - desde la declaración de la dictadura encubierta de estado de alarma, el pasado 14 de marzo.


Gran parte de las medidas restrictivas impuestas por el Ejecutivo sobrepasan los límites del marco constitucionalmente fijado para el estado de alarma, para acogerse a un estado de excepción. Porque, a diferencia de los estados de excepción y de sitio, el estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental, como los artículos 17 (libertad y seguridad), 18 (honor, intimidad, imagen, inviolabilidad del domicilio), 19 (circulación por el territorio nacional), 20 (expresión, información), 21 (reunión), 28 (sindicación), 37 (negociación colectiva), 55 (reunión y manifestación)...

Esta enumeración de artículos sobre los recortes de los derechos y de las libertades públicas, con una actividad sancionadora masiva y centralizada, es la que pone en cuestión gran parte de las medidas que el Gobierno ha adoptado durante la gestión de la pandemia. El estado de alarma no puede suspender derechos y libertades de los ciudadanos, sólo puede limitarlos. La esencia del debate reside, precisamente, en que se han limitado derechos sin autorización judicial, como es el confinamiento general de la población, y no sólo de los posibles contagiados por el coronavirus.

La mayoría de las medidas contempladas en el Plan de Desescalada presentado el 28 de abril dejan en suspenso la eficacia de estos derechos. Así, la prohibición de encuentros de más de diez personas, el posible tratamiento de datos personales para geolocalizar los movimientos ciudadanos, la prohibición de la libre circulación entre provincias o, incluso, la limitación de la negociación colectiva o de la libertad de empresa no tienen cabida dentro del estado de alarma.

En el estado de alarma tampoco cabe establecer en España fronteras interiores como las provincias. Según los juristas, desde ningún punto de vista puede establecerse en el Decreto 463/2020, de 14 de marzo, que regula el estado de alarma, la prohibición, como de facto se ha hecho, de la circulación libre de las personas, por mucha pandemia que haya, pues si así se pretendía hacerlo, el gobierno debería de haber acudido al estado de excepción. No cabe olvidar que 44 millones de españoles llevan desde el 14 de marzo confinados en sus hogares.

En un país absolutamente paralizado y desbordado por la situación, tomado por las fuerzas del orden, donde sus fronteras permanecen cerradas y sus ciudadanos confinados de forma permanente, es más que lógico pensar que se ha superado, en mucho, el contexto de una mera crisis sanitaria, dando paso a una cuestión de orden público que afecta al libre ejercicio de derechos fundamentales de los ciudadanos y al normal funcionamiento de nuestras instituciones y servicios públicos esenciales. No existe una mera y puntual limitación del movimiento y circulación de la población, sino una neutralización total y manifiesta de una parte importante de sus derechos más básicos. Esto es, a todas luces, inconstitucional.

Detrás de estas multas impuestas hay, además, un debate jurídico de calado. El motivo: el decreto del estado de alarma sólo ampara las sanciones por el incumplimiento o la resistencia de las órdenes de las autoridades. Pero no establece un régimen sancionador, y las sanciones por no incumplir lo decretado durante el estado de alarma se han impuesto bajo el paraguas de la ‘ley mordaza’.


Por otro lado, el estado de alarma concentra un gran poder en el Ejecutivo, que es avalado por el Legislativo en cada prórroga. Pero el tercer poder de un Estado de Derecho está casi desaparecido. El Poder Judicial, encargado de velar por los derechos y libertades, se encuentra bajo mínimos. Sólo actúa para los casos urgentes y servicios esenciales, por orden del Gobierno.

Y esta alteración del orden público no sólo es consecuencia de la irrupción del virus, sino de la falta de previsión de un Gobierno que, ante el momento decisivo, antepuso sus necesidades políticas y de popularidad a nuestra salud.

Gran parte de los grupos políticos acreditados ante el Congreso de los Diputados son conscientes de esta situación. La responsabilidad que asumirían al autorizar las sucesivas prórrogas no sería únicamente política. El aluvión de querellas y reclamaciones que se aventura en los juzgados por una mala práctica en la aplicación del estado de alarma es un asunto que preocupa, y mucho.

Los efectos de no aplicar el estado excepcional que corresponde podrían ser demoledores. Así, en el hipotético supuesto de que a futuro se declarase inconstitucional el RD 463/2020, de 14 de marzo, por el que se decreta el estado de alarma y, por tanto, las normas que lo modifican y/o desarrollan, serían cuestionadas jurídicamente las medidas y actos administrativos que han sido adoptados bajo su amparo. Todo ello, con los efectos indemnizatorios que dicha situación, en su caso, pudiese comportar para con los ciudadanos afectados por tales restricciones.

Tanto jurídica como políticamente, el estado de alarma no puede dar más de sí. Además, tiene un efecto pernicioso para la credibilidad de un Ejecutivo cuestionado al tener que suplicar prórrogas en busca de algún partido caritativo que le apoye (a cambio de prebendas que nos están saliendo muy caras a todos los españoles). Si la excepcionalidad era la referencia durante la explosión de la pandemia, la emergencia no parece ser el mejor estado para la 'nueva (a)normalidad'.


El precio de mantener el estado de alarma


¡Cuánta razón tenía Pablo Iglesias al decir en el Congreso que «nos estamos jugando la democracia»! Porque de eso se trata exactamente: del futuro incierto del sistema de libertades que su influyente presencia en el Gobierno amenaza.

Desde el comienzo de la legislatura, la coalición gobernante planteó un proyecto frentista que se derivaba de la propia composición de su mayoría: un PSOE vampirizado por el sanchismo, los tardocomunistas de Podemos, y una aleación de nacionalistas y separatistas obsesionados con la ruptura del «régimen del 78» y con la abolición de la monarquía que lo simboliza. La única cohesión posible de esa amalgama sin otro punto común que el de destruir las instituciones y refundar el Estado era la invención de un enemigo fantástico.

Sin competencia técnica para abordar la catástrofe, la gestión de la epidemia se volvió un clamoroso fracaso que ni siquiera la supresión de derechos fundamentales ha maquillado. Así que los brujos de La Moncloa han decidido insistir en lo que mejor saben, que es la agitación de un espantajo imaginario al que acaban de sumar la novelesca conspiración de una sombría trama golpista de togas y tricornios lorquianos.

Ya está construido el escenario, el marco pretextual para degradar las instituciones, deslegitimar a la Justicia y reforzar los poderes autoritarios de un Ejecutivo alérgico al control democrático. División de papeles: Sánchez imposta un liderazgo responsable e incomprendido en sus homilías del sábado e Iglesias aviva con su populismo la tensión del enfrentamiento quemando azufre con su matonismo dialéctico.

Sánchez sostiene que el estado de alarma 'no es un proyecto político, sino una herramienta para salvar vidas'. Error. Si quiere costaleros para sus planes de desescalada los tendrá que pagar a precio de mercado. Es falso que los partidos subordinen sus intereses al superior objetivo de vencer al virus cuanto antes. Todos piden algo a cambio. Y no precisamente en nombre del interés general, sino de intereses territoriales, electorales o de partido.

El estado de alarma no es la herramienta imprescindible para salvar vidas a la que se refiere el aparato de La Moncloa, sino lo que viene ahora, ese estado de alarma que a uno le entra por el cuerpo cuando observa los movimientos, reflejos condicionados, de un Ejecutivo cuyo mando único solo ha servido para amedrentar a la oposición que lo hizo posible y subastarlo en las rebajas de junio. El mismo género, ahora desinfectado y manipulado con guantes de nitrilo. Reabre el bazar. Entran Bildu, el PNV o ERC.

Las prebendas que están consiguiendo en cada prórroga los partidos nacionalistas vascos, catalanes y proetarras, hacen que las limitaciones de derechos impuestas por el estado de alarma se estén implantando de manera diferente en los distintos territorios, al igual que la devolución de competencias a las comunidades autónomas. Esto genera desigualdades en todo el territorio español.

A nivel político, el Gobierno debería también replantearse la necesidad de reconstruir una mayoría política que sostenga el proyecto de reconstrucción del país, habida cuenta de los frágiles apoyos parlamentarios que le dieron la investidura y de la magnitud del reto que reclama una gran coalición.

Manifiesto por una gestión de la crisis sanitaria de la Covid-19 democrática y con derechos


Un centenar de catedráticos, abogados y asociaciones progresistas suscribieron el 1 de mayo un manifiesto en el que denunciaban el recorte de libertades y derechos sufrido durante el estado de alarma y apreciaban "una deriva poco respetuosa con los principios democráticos" en la gestión de la crisis sanitaria del covid-19. Éste es el manifiesto:

Somos conscientes de la complejidad y dificultades que supone gestionar una crisis sanitaria como la derivada de la pandemia del coronavirus. Para todo el mundo, cada cual con sus responsabilidades, desde las de carácter estrictamente individual hasta las máximas de carácter colectivo, es un desafío inédito y angustiante.

Sin embargo, también tenemos la certeza de que es justo en momentos graves, como el actual, cuando la solidez de los valores de un sistema jurídico-político se ponen a prueba.

Por eso, las personas abajo firmantes decidimos manifestar, de forma pública, nuestro malestar, temor y preocupación por los injustificados recortes y retrocesos que la gestión de esta crisis sanitaria está suponiendo para los derechos y libertades y, particularmente, para los derechos fundamentales.

Parece razonable que, para tratar de parar la pandemia, se puedan adoptar medidas de una cierta excepcionalidad que condicionan intensamente nuestra vida a fin de evitar los contagios. Pero en la política, como dijo Albert Camus, son los medios los que justifican los fines y no al revés.

Por eso un sistema democrático debe siempre huir de la tentación de tomar atajos que, en el nombre de la eficacia, pongan en riesgo la esencia misma de la democracia, de la que los derechos fundamentales y libertades públicas son un pilar imprescindible.

Una actividad sancionadora masiva y centralizada, que parece transformar un problema sanitario en uno de orden público, junto al uso expansivo de las habilitaciones legales que hacen irreconocibles los derechos de manifestación y reunión, y buscan limitar la libertad de expresión... hacen que urja una llamada de atención sobre una deriva, como mínimo, poco respetuosa con los principios democráticos.

El poder judicial y el Tribunal Constitucional tienen también la responsabilidad de realizar un control de estas actuaciones que garantice el ejercicio real de los principios y derechos constitucionales. Es indiscutible la necesidad de proteger la salud pública, pero, al mismo tiempo, deben velar porque estas actuaciones no vayan más allá de lo estrictamente necesario para preservar la vida de las personas y su integridad física, y respeten los derechos fundamentales y libertades públicas, ejes básicos de un estado democrático.

Por eso las personas que firmamos este escrito apelamos a los poderes públicos para que garanticen, sin arbitrariedades -proscritas por el artículo 9.3 de la Constitución-, el ejercicio de los derechos fundamentales y libertades públicas, que no fueron suspendidos por el actual estado de alarma.

Para que salgamos de esta crisis sanitaria, que en ningún caso es una guerra, más reforzados como sociedad y como democracia, el virus no debe infectar la integridad y plena efectividad de nuestros valores fundamentales.


El ejemplo de otros países (sin estado de alarma)


Tampoco parece que la ampliación del estado de alarma sea una práctica habitual en nuestro entorno para acometer la fase de desescalada. Portugal pasará al estado de ‘calamidade’ pública, con un régimen similar a nuestra declaración de desastre natural.

El Gobierno federal alemán ni siquiera pensó esta posibilidad, al dejar a los 'landers' que decretaran, en función de su realidad, la conveniencia o no de acogerse a esta figura.

En Francia, la figura adoptada para la desescalada y desconfinamiento no es otra que el estado de emergencia sanitaria.

Ni siquiera, el siempre euroescéptico Reino Unido se ha mostrado partidario de aplicar este tipo de excepcionalidades durante la fase más cruda de la pandemia.

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