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Responsabilidad social

Este país no es que se encuentre anestesiado, está en estupor. De la anestesia se sale regularmente; del estupor no, a menos que le metas un sopapo al paciente. O reaccionamos ante lo que nos están haciendo, o cuando salgamos del sueño profundo, nos vamos a encontrar más pobres, más enfermos, más inseguros y menos libres.

Ayer (mes de julio) estábamos más frescos que una lechuga porque somos tan machos que hemos derrotado al virus, y hoy (noviembre, cuatro meses después) resulta que morimos como chinches.

Ayer (marzo) Sánchez decretó tres meses de alarma, y hoy (octubre) lo impone por seis. La alarma aprobada por medio año en el Congreso de los Diputados sólo servirá para dos fines: para acreditar un toque de queda bélico que los viejos del lugar únicamente recuerdan de los tiempos de Franco, y para que Sánchez, el psicópata narcisista que nos gobierna, haga hasta mayo de 2021 lo que le venga en gana, saltándose a la torera leyes e instituciones.

Ayer (hace una semana), Sánchez anunciaba que la vacuna milagrosa estaría lista para diciembre (en Navidades, todos a pincharnos como yonquis) y hoy (5 de noviembre) se palía el vaticinio y advierte que el Bálsamo de Fierabrás no llegará -como pronto- hasta mayo de 2021.

Hoy, presume de que no hace otra cosa que fichar a expertos y someterse a sus dictados, y mañana, por boca del depauperado Simón, sugiere que, como los tipos son cantidad, no hay por qué cansar al personal con toda la relación.

Hoy insiste en que nos va a confinar, pero mañana se retracta y nos pide que entendamos que nos secuestra sólo un poquito… En fin, para qué seguir.

El país, aturdido, confuso, en permanente respiración artificial, ya no se cree nada, y se limita a ver cómo puede trapisondear los dicterios gubernamentales. “A ver cómo engaño a este tipejo”, se dicen los jóvenes hasta el gorro de recluirse en clausura como si fueran las monjas clarisas.

Nos estamos dejando en España todos los pelos en la gatera, y no reaccionamos. Este individuo está perpetrando contra nosotros todas las fechorías que se le ocurren a él y a su gurucillo insoportable, Iván Redondo. Ni siquiera aparece por el Parlamento. A la alarma, la excepción o al sitio, que de todo hay, se suma nuestra posición acomodada en el sopor, indiferente, aunque gritona, que permite a la coalición del Frente Popular gobernar hasta que Dios se apiade de nosotros. Estamos enfermos de estupor. Somos unos gandules. Quizá nos merecemos lo que nos están haciendo.

Así estamos como sociedad: en estupor. No sé qué nos pasa como sociedad para que la terrible época del primer confinamiento (creo que hay que ir llamándolo "primer"), las decenas de miles de muertos o el sufrimiento económico (propio y ajeno) no hayan sido suficientes para que hayamos cambiado de manera radical y definitiva nuestra manera de relacionarnos. La realidad es que no lo hemos hecho y que estamos pagando las consecuencias, y las seguiremos pagando. En verano volvimos a la vieja normalidad, pero con mascarilla. Y como hemos comprobado, ésa no es la manera de erradicar el virus.

A estas alturas, ya sabemos lo suficiente del Covid-19 como para conocer qué podemos hacer y qué debemos eliminar para no haber llegado hasta aquí, pero hemos decidido no hacerlo. Ahora, desgraciadamente, ya da bastante igual porque la pandemia está descontrolada y solo con medidas extremadamente duras (seguramente un nuevo arresto domiciliario) se podrá controlar.

Que salga el ministro Illa diciendo que no va a haber una segunda gran reclusión porque con medidas como los guetos covid o los toques de queda doblegaremos la curva es, básicamente, fomentar esta actitud inmadura que hemos demostrado como sociedad. Probablemente alimentada por la actitud, también inmadura, de nuestros gobernantes.

En julio, en plena campaña electoral autonómica en Galicia y el País Vasco, Sánchez anunció oficialmente la victoria sobre la pandemia, asegurando que la guerra al coronavirus había terminado, tras 98 días de reclusión domiciliaria. Habíamos pasado toda la primavera sometidos al machaqueo de que del encierro «saldríamos más fuertes», y que «esa batalla la íbamos ganar». Y nos invitó a disfrutar del tan anunciado oxímoron de la «nueva (a)normalidad» conquistada.

Es de sobras conocido cómo el Consejo de Ministros se tomó muy en serio el parte de la victoria, pues se fue al completo de vacaciones en agosto, con Sánchez entre Lanzarote y Doñana. Por si ello no fuera suficiente, Don Simón, tras recomendar que se limitaran los desplazamientos, estuvo surfeando en las olas del Algarve portugués, mientras la segunda oleada del coronavirus amenazaba las costas españolas.

El conjunto fue una conducta gravemente irresponsable, por cuanto se conocía que había un riesgo claro de rebrote de la pandemia en otoño, y esas semanas de contención de la curva a comienzos del verano, debieron ser aprovechadas para prepararse para ello. Como sabemos, no fue así, y su irresponsabilidad la estamos pagando todos los españoles al vernos sometidos a un toque de queda y a un previsible nuevo confinamiento indiscriminado, que provocará otro colapso económico y social sin precedentes.

Algunas conductas muy poco ejemplares por parte de los dirigentes políticos en el cumplimiento de las normas de seguridad sanitaria exigidas a la población, ya cansada y decepcionada por tanta restricción y tan pocos frutos, han acabado de generar un clima de hartazgo, crispación y desesperación que sin duda está detrás de los altercados y actos de vandalismo que se están produciendo en distintas ciudades.

Es un hecho que este creciente malestar ciudadano no debe minusvalorarse, y que a la población no puede plantársele ahora, como única respuesta ante el coronavirus, un toque de queda nocturno hasta mayo, sin control parlamentario ni judicial alguno. No es razonable pretender que los españoles vayan a aceptar esta «nueva normalidad» con la sumisión y resignación de la primavera pasada, con sus continuos eslóganes publicitarios triunfalistas, como los que tuvimos que soportar entonces; y esas «ruedas de prensa» (por llamarlas de algún modo) que hacían Illa y Simón; o las interminables comparecencias sabatinas de Sánchez para luego no decir nada. Ya no están los ánimos para salir a los balcones a aplaudir a los sanitarios a las 20h, sino más bien para las caceroladas de las 21h.

Seamos realistas. Sí, el mundo se va a tener que ralentizar un año para acabar con ésto. Sí, va a haber nuevos confinamientos domiciliarios (si no en toda España, en parte). Sí, vamos a estar 6 meses sin salir por la noche y, sí, las Navidades van a ser una mierda. Sí, no te vas a poder reunir con tus colegas y, sí, cada vez que estás en un bar o restaurante en interior sin mascarilla durante horas te pones en riesgo a ti y a los que te rodean. Sí, no comportarse con responsabilidad social matará a gente, le joderá la vida a nuestros sanitarios y arruinará a muchas familias.

Y Pedro Sánchez diciendo que habrá no una, sino dos vacunas en diciembre, provoca el mismo efecto que lo del no-confinamiento de Illa. Porque (y el presidente lo sabe mejor que yo) incluso si estuvieran listas no serán decisivas en nuestro día a día hasta meses después. Muchos meses.

El discurso de una parte de la izquierda haciendo hincapié en la responsabilidad del Estado, en la necesidad de reforzar el sistema sanitario sobre todo, está muy bien (sobre todo si fuera verdad que lo hicieran) pero no puede ir acompañado de descargar la responsabilidad individual de cada uno de nosotros. Hay condicionantes de clase que marcan todo, claro que sí, pero hay un punto de lo que tenemos que hacer que única y exclusivamente tiene que ver con cada uno de nosotros. Y no decírnoslo, clara y abiertamente, es infantilizarnos como individuos y como sociedad.

Muchos la cagaron y la están cagando, pero no vale la excusa de la juventud para todo. Ellos la están jodiendo, todos la estamos jodiendo. Hasta los que nos creemos que lo estamos haciendo todo bien, lo hemos hecho mal en algún momento y no nos hemos contagiado por pura chiripa. En estos momentos, aunque lo hagas todo bien te puede tocar. Eso sí: si compras menos billetes de lotería, menos te toca.

Ahora ya todo es complicado y solo nos queda ver hasta dónde llegará el confinamiento que se avecina. Si el estado de alarma de 6 meses sirve para que asumamos que a esta pandemia le queda mucho, y que nuestra vida no va a volver a ser lo que era en meses o años, dejaremos de estar siempre surfeando olas.

Ahora es el momento de la responsabilidad. Una responsabilidad colectiva que comienza en la responsabilidad individual de todos y cada uno de nosotros. Nos van a encerrar, las Navidades van a ser un asco, no hay que prodigarse en bares y restaurantes en interior y sin mascarilla. Tu cuñado y tu hermana te contagian igual. No hay que quedar con mucha gente a la vez. Esta es la nueva normalidad. Una mierda, pero es la que es.

Porque la decisión individual en una crisis sanitaria como la del coronavirus es casi tan importante como las decisiones que pueden tomar los gobiernos. Sería deseable que las autoridades se pusieran de acuerdo en la ponderación de las consecuencias aparejadas a medidas como la restricción de movimientos y actividades, y el cúmulo de prohibiciones que nos imponen, a la vez que adoptaran medidas consensuadas para transmitir confianza a la población. Tampoco es de recibo que el presidente del Gobierno apele a la responsabilidad individual y a la disciplina social como única medicina para contener el colapso hospitalario que anticipan los expertos.

Pero entre tanto, es bueno recordar que como individuos seguimos teniendo la responsabilidad social y colectiva de reducir nuestro riesgo de contagio mediante medidas que están exclusivamente en nuestra mano y en nuestro entorno cercano. Antes de que nos arresten nuevamente en nuestros hogares por tiempo indefinido, hagamos un autoconfinamiento inteligente. Porque si esperamos a que este gobierno de caciques y minicaciques nos salven de ésta, vamos apañados.

Son 6 meses. De momento. Asumámoslo y hagamos que todos lo interioricen. Basta de descargar nuestra responsabilidad y de que los gobiernos nos infantilicen y nos traten como a idiotas. Cuanto más tardemos en hacerlo, más largo será esto, más gente morirá, más gente sufrirá, más gente se arruinará. Nuestros abuelos vivieron una guerra, y nosotros solo tenemos que dejar de tomar copas y pedir pizza a domicilio.

Una democracia cuyos ciudadanos no tienen criterio es una democracia expuesta a las falacias y, por tanto, a la manipulación. Hagamos el esfuerzo de tener criterio.

Predicar con el ejemplo

Nuestros gobernantes han basado casi todo el control de la pandemia en dictar reglas de aplicación general en ámbitos geográficos definidos por su mayor o menor incidencia. Sin embargo, una sociedad no solo controla la conducta de sus miembros mediante reglas formales, incluyendo la represión legal por agentes especializados (ya sean estos jueces, policías o figuras de autoridad), sino también mediante mecanismos informales y subjetivos, basados en la moral individual y el control mutuo entre iguales.

Sería iluso aspirar al nivel de civismo que ha permitido controlar la pandemia en muchos países asiáticos, y más aún si se lograra a costa del individualismo que define a la civilización occidental. Pero en cuanto a la “gestión moral” de la pandemia, nuestros gobiernos podían haber hecho y deben hacer mucho más.

No solo han fallado de forma flagrante en dar un mínimo de ejemplaridad (recordemos cómo hasta los ministros incumplían las normas de confinamiento, distancia social y uso de mascarillas) sino que han orientado la publicidad institucional a minimizar la gravedad de la pandemia, resaltar logros pírricos y silenciar la crítica apelando a los prodigiosos efectos de la unidad. Esta estrategia ha escondido el coste, el dolor y la muerte, restando así eficacia al autocontrol que podían haber ejercido las emociones morales.

Tras el fiasco del “Mata más el machismo que el covid-19”, que promocionaba RTVE el 8 de marzo, los eslóganes gubernamentales sobre la pandemia se transformaron poco después en un animoso “Este virus lo paramos unidos” para pasar en mayo al triunfalismo injustificado del “Salimos más fuertes” y retroceder apenas desde agosto al optimista “España puede” con el que aún intenta negar nuestra evidente impotencia, tanto sanitaria como económica.

Durante meses, Telemaduro se esforzaba en fomentar el auto-homenaje diario de los balcones, y los medios oficialistas criticaban a los pocos que osaban publicar fotos, aunque ni siquiera de enfermos sino de ataúdes. Hubo que esperar al mes de septiembre, bien avanzada la segunda ola, para que los anuncios de la campaña “Esto no es un juego” insinuasen apenas las consecuencias de la frivolidad cotidiana que a día de hoy aún sigue promoviendo el Sr. Simón con sus risitas televisadas.

El contraste de todas estas campañas celebratorias con la publicidad institucional sobre el tráfico o el tabaco no puede ser mayor. Desde los años 90, la DGT recurre a imágenes de impacto, enfatiza que “Las imprudencias se pagan” y nos involucra emocionalmente en los dramas personales que causan los accidentes. La cajetilla de tabaco nos dice que “Fumar mata”; y desde 2010, encender un cigarrillo exige al fumador no solo pagar impuestos superiores al coste sanitario que ocasiona, sino contemplar un cáncer de pulmón y leer sobre “la muerte lenta y dolorosa” que está provocando.

¿Por qué no se han hecho anuncios similares respecto al Covid, tal que interiorizasen una mayor responsabilidad en el ciudadano? ¿Quizá para ocultar los daños de la pandemia? Apoya esta interpretación el que, con la excusa de la privacidad, se haya llegado a restringir el acceso de los fotoperiodistas a hospitales, morgues y residencias de ancianos. ¿Se ha escondido adrede el coste al ciudadano, sacrificando esa interiorización? ¿Se ha hecho así para reducir la responsabilidad política de quienes se saben causantes de la incidencia adicional que ha sufrido nuestro país respecto a vecinos más pobres y con sanidades mucho más “recortadas”, como Grecia y Portugal? Otros gobiernos -como Italia- sí han hecho una publicidad dura e informativa de las consecuencias.

No obstante, no toda la culpa es del Gobierno. En estos meses, ha sido evidente que el control mutuo de los ciudadanos en cuanto a la pandemia ha sufrido las limitaciones propias de una sociedad cuyos miembros tendemos a obedecer al gobernante y sus representantes, pero nos rebelamos ante el control que pretenden ejercer nuestros pares.

Parece que el español que entra en el supermercado sin mascarilla o que circula sin respetar la distancia de seguridad tolera que el tendero le pida que se cubra o que se distancie. En cambio, tiende a estallar irritado si quien le reprende es otro cliente. Con la pandemia, esta sanción informal ha tenido, aparentemente, escasa eficacia, mucha menos que en los países nórdicos, donde la vigilancia mutua puede llegar a resultar opresiva.


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