Vaya tela. Si para algo queríamos el estado autonómico, evidentemente no era para ésto. España no puede ser la suma de 17 Reinos de Taifas. 17 toques de queda, 17 cierres perimetrales (o no), 17 presidentes y sus respectivos gobiernos opinando sobre una pandemia que no entiende de fronteras ni distingue entre semanas, puentes o días sueltos.
Si el virus campa a sus anchas, la gente no puede estar constantemente delante de la tele para ver qué comunidad cierra y cuál no, para enterarse de si el toque de queda empieza a una hora u otra, o para ver si puedo invitar (o no) a mis primos a comer el domingo en mi casa. Si a la fatiga pandémica de la que habla la OMS se le suman los ERTES, las necesidades económicas y la penuria de los hogares, apaga y vámonos. Solo falta no ponernos de acuerdo como país y andar a la gresca los partidos y los territorios para insuflar gasolina al cabreo generalizado y empezar con las revueltas callejeras.
Sánchez ha dado un giro de 180 grados a la gestión de la pandemia con respecto a la primera ola. Ni siquiera en su partido entienden la renuncia a su obligación de gestionar con liderazgo de Estado la crisis nacional para transferir todas las responsabilidades a las Administraciones autonómicas, yendo mucho más allá de Estados federales como Alemania, donde la canciller, Ángela Merkel, mantiene el timón de la crisis.
Aquí, la nueva autoridad federal es el Consejo Interterritorial de Salud, que sólo es un órgano de coordinación con facultad para aprobar recomendaciones si hay consenso entre los consejeros de salud de las comunidades autónomas.
Nuestro César acaba de implantar un nuevo estado de alarma. Barra libre durante 6 meses. Cada comunidad hace y deshace en un vale todo o un todos contra todos. La deslealtad entre Administraciones sigue superando barreras en un mapa territorial donde el problema no es la cogobernanza, sino el uso que el Gobierno central y las comunidades están haciendo de ella. Los toques de queda, los horarios de la hostelería, la limitación de las reuniones y todas las demás restricciones para frenar la pandemia siguen cambiando precipitadamente en todas las regiones: son decisiones que se quedan viejas casi al mismo tiempo que se aprueban.
La tensión política y la falta de liderazgo está agrietando la comunicación necesaria para dar instrucciones claras y coherentes a los ciudadanos. Sánchez tiene miedo del Parlamento y se sacude las decisiones para responder a la fuerza brutal del virus, en un momento en el que algunas autonomías como Asturias o Castilla y León ya están pidiendo un nuevo confinamiento domiciliario, siguiendo la estela de otros países europeos. Pero es que al presidente le han dicho que le conviene un perfil bajo para que sean otros quienes se quemen en la hoguera y luego él pueda renacer, al amparo de los fondos europeos.
De un tiempo a esta parte nos están inculcando que la culpa de la situación actual la tenemos los ciudadanos, porque "nos hemos relajado". Y quizás sea verdad que parte de la responsabilidad sea colectiva, pero nuestros dirigentes no están exentos de débito. Los mensajes erróneos o contradictorios lanzados desde el Gobierno, la falta de pronósticos claros reconociendo ahora que la desescalada de junio fue demasiado rápida, y la bronca política constante no ayudan a crear un clima de sosiego y esperanza. Todo lo contrario, puro hartazgo.
Ya no se habla de acuerdos nacionales, como tampoco se habla de rastreadores, de refuerzo de la atención primaria o del número de test que se hacen. Sólo se habla de confinamientos perimetrales, y la pelea política ahora no está en ganar al otro, haciéndole responsable del fracaso del acuerdo, sino en vencerlo al conseguir que aparezca como el culpable del arresto domiciliario generalizado al que vamos abocados sin remedio.
Si se mira con una perspectiva global el mapa territorial, la imagen es la de un país de ciegos, donde cada Gobierno autonómico va por libre en la política de restricciones, en unos casos primando la atención sanitaria con mayor o menor acierto, pero, en algún otro (la mayoría), atendiendo más al criterio de la política de partido. Y todos con la misma sensación, que se cuidan de no hacer pública, de que llegan tarde y de que será inevitable volver al arresto domiciliario, por más que el Ministro de Sanidad dijera que "en el escenario actual, no se contemplan confinamientos domiciliarios" (1 de noviembre).
Atentos al "en el escenario actual". El escenario es catastrófico, y empeorando. Los datos del conjunto de octubre no pueden ser más desalentadores. Cada día superamos un nuevo récord de contagios y muertes.
Pero el Ejecutivo opta ahora por un "esperar y ver", por no apresurarse en ordenar medidas muy contundentes y de obligado e inmediato cumplimiento. ¿Por qué esperar a que la presión llegue, si ya sabe que acabará llegando? ¿Cuál es el motivo? El fiasco de legislar. Hasta eso lo han hecho mal, porque el estado de alarma decretado hace apenas unos días ya se ha quedado obsoleto al no permitir imponer confinamientos domiciliarios. Por otro lado, Sánchez tampoco se siente tan fuerte como en marzo para defender esa apuesta.
Esta pandemia ha demostrado que nuestro sistema sanitario está dividido, politizado y debilitado por la mala gestión política partidista y por los egoísmos nacionalistas. Hemos comprobado también lo fatal que puede resultar no disponer de políticas globales sin recurrir a figuras como el estado de alarma. Es imposible construir una sociedad igualitaria y justa sin una sanidad que trate del mismo modo a unos y otros. Es imposible que los españoles sean iguales si el máximo factor regulador, la educación, con el se consigue salvar diferencias, no hace su función sino la contraria (basta con ver la enmienda pactada entre PSOE, UP y ERC sustituyendo el castellano como lengua vehicular por una referencia a los Estatutos de Autonomía). En definitiva, no se puede progresar como nación existiendo diferencias tan importantes entre ciudadanos.
Es bueno que las Comunidades Autónomas tengan su propio margen de maniobra, la posibilidad de desarrollar políticas propias, pero eso no se puede convertir en una España como resultado de la suma de tantos Reinos de Taifas como Comunidades Autónomas hay, como tampoco es posible mantener el poder excesivo de algunas autonomías por su condición de ‘bisagras’ para el Gobierno central de turno.
El modelo autonómico ha convertido España en una barca de locos en la que cada cual rema en distinta dirección. En la práctica, las 17 autonomías se han convertido en 17 imparables máquinas electorales, que compran cualquier nicho de población o la voluntad de cualquier medio de comunicación, sin importar el coste. Si todos los grupos se pusieran de acuerdo para imponerse frente al Ejecutivo, éste se vería empujado a abrir vías de diálogo, a ceder con los demás partidos. El problema es que la mayoría de formaciones políticas encuentran más incentivos en negociar con el Ejecutivo que enfrentándose a él.
Mientras, la población en general se pregunta si es necesario mantener 17 modelos educativos de tan mala calidad como denuncia el informe Pisa, 17 sistemas sanitarios, 17 sistemas de licencias de caza y pesca, 17 permisos de conducir, 17 parlamentos, 17 representaciones internacionales... En definitiva, 17 modos de imitar (en pequeño y sin recursos) grandes Estados con ambiciones de gasto versallescas. Estamos ante un sistema político insostenible con un gasto inasumible. Las cuentas no salen. O estado de las autonomías o Estado de Bienestar: las dos cosas no son posibles.
El Estado de las autonomías ha desintegrado políticamente España, fragmentándola en 17 miniestados. Un salto atrás en el tiempo que nos permite poner el contador de los siglos a cero y desandar la historia a velocidad de vértigo, en estos tiempos en AVE en vez de a caballo. No. España no puede ser la suma de 17 Reinos de Taifas.
La evolución de la pandemia y la respuesta política a la misma ha producido una gran desazón en la población. Y ello por varios motivos.
A principios de octubre, en un programa de televisión de máxima audiencia, Fernando Simón nos daba la primicia de que a finales de este año habría una vacuna con la que la pandemia quedaría liquidada. Mucha gente se ilusionó con esta promesa. Unos días después se anunciaba que la curva de la pandemia había llegado a una “meseta” y podría empezar a disminuir. Pero, apenas unos días después, el Presidente del Gobierno anunciaba que la situación era “extrema” y proponía un estado de alarma para nada menos que 6 meses. Ni vacuna ni meseta.
Mucha gente se pregunta cómo ha podido cambiar la precepción oficial de una forma tan brusca cuando el problema venía desde muy atrás, desde julio. Las batallas políticas entre el Gobierno y la Comunidad de Madrid y entre buena parte de las fuerzas políticas, han aumentado la desazón y perjudicado la imagen internacional de España. Pero hay más motivos para la desesperanza.
Para ese 70% de la población que está preocupada y quiere que se tomen medidas drásticas, aunque sean con un plazo corto de 14 días, la impresión es que se ha tirado la toalla. Hay dos fuerzas contrapuestas que invitan al desánimo. Una, la de los defensores de la idea de la “inmunidad de rebaño”, el modelo Bolsonaro, que invita a la inacción o a medidas de placebo, excepto quizás el confinamiento de la población de más edad, que llevan meses en una suerte de arresto domiciliario muy injusto por lo prolongado.
La otra fuerza no piensa tomar las medidas hasta que no se llegue a una saturación clara del sistema sanitario, en especial las UCI. Es decir, ir “por detrás de la curva” y, solo poner medidas cuando no quede más remedio, aunque sea en el peor momento y con una duración mucho más larga.
A la vista está que los guetos Covid son poco efectivos, sobre todo si se trata de perímetros amplios, en extensión o en población. Los toques de queda a las 11 o las 12 de la noche tampoco parecen serios. En el fondo, no hay medidas que cambien significativamente la movilidad y los contactos. Que se pueda ir a trabajar y llevar a los niños al colegio, pero no a lugares de ocio, tampoco se entiende. Por no hablar del cierre de parques y otros espacios al aire libre.
La sensación que tiene el sector de la restauración, la hostelería y el ocio nocturno es que las medidas se centran en ellos, cuando no hay evidencias científicas de que sean el origen de buena parte de los contagios. No les falta razón. Invitar a los jóvenes a que se reúnan en las casas y se queden ahí hasta las 6 de la mañana es otra bomba de relojería que irrita a los sectores más afectados por las restricciones.
El control de fronteras sigue brillando por su ausencia, excepto de forma parcial en Canarias. Se ha tirado la toalla con el rastreo en general y con la aplicación Radar-Covid en particular. Los centros de atención primaria están saturados y no permiten la presencia de pacientes sin cita previa, una cita muy difícil de conseguir. Nadie entiende por qué sigue siendo tan complicado el testeo en el sector público y tan caro en el sector privado.
La sucesión de medidas, cambiantes y erráticas, desde el verano hasta hoy, han terminado de confundir a los ciudadanos. Pero lo peor, es que no han servido para nada, a juzgar por los datos. Y mientras tanto, los países de nuestro entorno optan por tomar medidas drásticas, generando lasensación certeza de que, de nuevo, vamos a llegar tarde.
No hace falta ser un experto para saber que cuanto más se tarde en tomar medidas más contundentes, menos eficaces serán, y más difícil será doblegar la curva. Pero en España seguimos con el freno de mano echado. Debatiendo sobre quién tiene qué competencias y facultades sobre qué detalle casi nimio. Convirtiendo cada paso, incluso mínimo, en un avance heroico o desmesurado, según quien lo cuente. En realidad, con medidas tan superficiales que más parecen hacer que se hace algo que realmente hacerlo.
No quiero ni pensar lo que supondría un nuevo confinamiento domiciliario en España, a dónde iría la economía de este país y las consecuencias que acarrearía para el futuro. Pero huele a eso. Se nos ha hecho tarde y si no se corrige la curva pronto se colapsará el sistema hospitalario como en la primera ola, y ya no habrá remedio. En mi opinión, ya no lo hay.
Si el virus campa a sus anchas, la gente no puede estar constantemente delante de la tele para ver qué comunidad cierra y cuál no, para enterarse de si el toque de queda empieza a una hora u otra, o para ver si puedo invitar (o no) a mis primos a comer el domingo en mi casa. Si a la fatiga pandémica de la que habla la OMS se le suman los ERTES, las necesidades económicas y la penuria de los hogares, apaga y vámonos. Solo falta no ponernos de acuerdo como país y andar a la gresca los partidos y los territorios para insuflar gasolina al cabreo generalizado y empezar con las revueltas callejeras.
Sánchez ha dado un giro de 180 grados a la gestión de la pandemia con respecto a la primera ola. Ni siquiera en su partido entienden la renuncia a su obligación de gestionar con liderazgo de Estado la crisis nacional para transferir todas las responsabilidades a las Administraciones autonómicas, yendo mucho más allá de Estados federales como Alemania, donde la canciller, Ángela Merkel, mantiene el timón de la crisis.
Aquí, la nueva autoridad federal es el Consejo Interterritorial de Salud, que sólo es un órgano de coordinación con facultad para aprobar recomendaciones si hay consenso entre los consejeros de salud de las comunidades autónomas.
Nuestro César acaba de implantar un nuevo estado de alarma. Barra libre durante 6 meses. Cada comunidad hace y deshace en un vale todo o un todos contra todos. La deslealtad entre Administraciones sigue superando barreras en un mapa territorial donde el problema no es la cogobernanza, sino el uso que el Gobierno central y las comunidades están haciendo de ella. Los toques de queda, los horarios de la hostelería, la limitación de las reuniones y todas las demás restricciones para frenar la pandemia siguen cambiando precipitadamente en todas las regiones: son decisiones que se quedan viejas casi al mismo tiempo que se aprueban.
La tensión política y la falta de liderazgo está agrietando la comunicación necesaria para dar instrucciones claras y coherentes a los ciudadanos. Sánchez tiene miedo del Parlamento y se sacude las decisiones para responder a la fuerza brutal del virus, en un momento en el que algunas autonomías como Asturias o Castilla y León ya están pidiendo un nuevo confinamiento domiciliario, siguiendo la estela de otros países europeos. Pero es que al presidente le han dicho que le conviene un perfil bajo para que sean otros quienes se quemen en la hoguera y luego él pueda renacer, al amparo de los fondos europeos.
De un tiempo a esta parte nos están inculcando que la culpa de la situación actual la tenemos los ciudadanos, porque "nos hemos relajado". Y quizás sea verdad que parte de la responsabilidad sea colectiva, pero nuestros dirigentes no están exentos de débito. Los mensajes erróneos o contradictorios lanzados desde el Gobierno, la falta de pronósticos claros reconociendo ahora que la desescalada de junio fue demasiado rápida, y la bronca política constante no ayudan a crear un clima de sosiego y esperanza. Todo lo contrario, puro hartazgo.
Ya no se habla de acuerdos nacionales, como tampoco se habla de rastreadores, de refuerzo de la atención primaria o del número de test que se hacen. Sólo se habla de confinamientos perimetrales, y la pelea política ahora no está en ganar al otro, haciéndole responsable del fracaso del acuerdo, sino en vencerlo al conseguir que aparezca como el culpable del arresto domiciliario generalizado al que vamos abocados sin remedio.
Si se mira con una perspectiva global el mapa territorial, la imagen es la de un país de ciegos, donde cada Gobierno autonómico va por libre en la política de restricciones, en unos casos primando la atención sanitaria con mayor o menor acierto, pero, en algún otro (la mayoría), atendiendo más al criterio de la política de partido. Y todos con la misma sensación, que se cuidan de no hacer pública, de que llegan tarde y de que será inevitable volver al arresto domiciliario, por más que el Ministro de Sanidad dijera que "en el escenario actual, no se contemplan confinamientos domiciliarios" (1 de noviembre).
Atentos al "en el escenario actual". El escenario es catastrófico, y empeorando. Los datos del conjunto de octubre no pueden ser más desalentadores. Cada día superamos un nuevo récord de contagios y muertes.
Pero el Ejecutivo opta ahora por un "esperar y ver", por no apresurarse en ordenar medidas muy contundentes y de obligado e inmediato cumplimiento. ¿Por qué esperar a que la presión llegue, si ya sabe que acabará llegando? ¿Cuál es el motivo? El fiasco de legislar. Hasta eso lo han hecho mal, porque el estado de alarma decretado hace apenas unos días ya se ha quedado obsoleto al no permitir imponer confinamientos domiciliarios. Por otro lado, Sánchez tampoco se siente tan fuerte como en marzo para defender esa apuesta.
Esta pandemia ha demostrado que nuestro sistema sanitario está dividido, politizado y debilitado por la mala gestión política partidista y por los egoísmos nacionalistas. Hemos comprobado también lo fatal que puede resultar no disponer de políticas globales sin recurrir a figuras como el estado de alarma. Es imposible construir una sociedad igualitaria y justa sin una sanidad que trate del mismo modo a unos y otros. Es imposible que los españoles sean iguales si el máximo factor regulador, la educación, con el se consigue salvar diferencias, no hace su función sino la contraria (basta con ver la enmienda pactada entre PSOE, UP y ERC sustituyendo el castellano como lengua vehicular por una referencia a los Estatutos de Autonomía). En definitiva, no se puede progresar como nación existiendo diferencias tan importantes entre ciudadanos.
Es bueno que las Comunidades Autónomas tengan su propio margen de maniobra, la posibilidad de desarrollar políticas propias, pero eso no se puede convertir en una España como resultado de la suma de tantos Reinos de Taifas como Comunidades Autónomas hay, como tampoco es posible mantener el poder excesivo de algunas autonomías por su condición de ‘bisagras’ para el Gobierno central de turno.
El modelo autonómico ha convertido España en una barca de locos en la que cada cual rema en distinta dirección. En la práctica, las 17 autonomías se han convertido en 17 imparables máquinas electorales, que compran cualquier nicho de población o la voluntad de cualquier medio de comunicación, sin importar el coste. Si todos los grupos se pusieran de acuerdo para imponerse frente al Ejecutivo, éste se vería empujado a abrir vías de diálogo, a ceder con los demás partidos. El problema es que la mayoría de formaciones políticas encuentran más incentivos en negociar con el Ejecutivo que enfrentándose a él.
Mientras, la población en general se pregunta si es necesario mantener 17 modelos educativos de tan mala calidad como denuncia el informe Pisa, 17 sistemas sanitarios, 17 sistemas de licencias de caza y pesca, 17 permisos de conducir, 17 parlamentos, 17 representaciones internacionales... En definitiva, 17 modos de imitar (en pequeño y sin recursos) grandes Estados con ambiciones de gasto versallescas. Estamos ante un sistema político insostenible con un gasto inasumible. Las cuentas no salen. O estado de las autonomías o Estado de Bienestar: las dos cosas no son posibles.
El Estado de las autonomías ha desintegrado políticamente España, fragmentándola en 17 miniestados. Un salto atrás en el tiempo que nos permite poner el contador de los siglos a cero y desandar la historia a velocidad de vértigo, en estos tiempos en AVE en vez de a caballo. No. España no puede ser la suma de 17 Reinos de Taifas.
Octubre, el mes en que perdimos la esperanza
En España llueve sobre mojado. Lo que parecía el pico de la segunda ola, a principios de septiembre, se ha revertido en octubre de forma explosiva, y la tendencia muestra un crecimiento exponencial sin muestras de suavización. Hemos sido el primer país de la UE en ingresar oficialmente en el “club del millón” (de contagios).La evolución de la pandemia y la respuesta política a la misma ha producido una gran desazón en la población. Y ello por varios motivos.
A principios de octubre, en un programa de televisión de máxima audiencia, Fernando Simón nos daba la primicia de que a finales de este año habría una vacuna con la que la pandemia quedaría liquidada. Mucha gente se ilusionó con esta promesa. Unos días después se anunciaba que la curva de la pandemia había llegado a una “meseta” y podría empezar a disminuir. Pero, apenas unos días después, el Presidente del Gobierno anunciaba que la situación era “extrema” y proponía un estado de alarma para nada menos que 6 meses. Ni vacuna ni meseta.
Mucha gente se pregunta cómo ha podido cambiar la precepción oficial de una forma tan brusca cuando el problema venía desde muy atrás, desde julio. Las batallas políticas entre el Gobierno y la Comunidad de Madrid y entre buena parte de las fuerzas políticas, han aumentado la desazón y perjudicado la imagen internacional de España. Pero hay más motivos para la desesperanza.
Para ese 70% de la población que está preocupada y quiere que se tomen medidas drásticas, aunque sean con un plazo corto de 14 días, la impresión es que se ha tirado la toalla. Hay dos fuerzas contrapuestas que invitan al desánimo. Una, la de los defensores de la idea de la “inmunidad de rebaño”, el modelo Bolsonaro, que invita a la inacción o a medidas de placebo, excepto quizás el confinamiento de la población de más edad, que llevan meses en una suerte de arresto domiciliario muy injusto por lo prolongado.
La otra fuerza no piensa tomar las medidas hasta que no se llegue a una saturación clara del sistema sanitario, en especial las UCI. Es decir, ir “por detrás de la curva” y, solo poner medidas cuando no quede más remedio, aunque sea en el peor momento y con una duración mucho más larga.
A la vista está que los guetos Covid son poco efectivos, sobre todo si se trata de perímetros amplios, en extensión o en población. Los toques de queda a las 11 o las 12 de la noche tampoco parecen serios. En el fondo, no hay medidas que cambien significativamente la movilidad y los contactos. Que se pueda ir a trabajar y llevar a los niños al colegio, pero no a lugares de ocio, tampoco se entiende. Por no hablar del cierre de parques y otros espacios al aire libre.
La sensación que tiene el sector de la restauración, la hostelería y el ocio nocturno es que las medidas se centran en ellos, cuando no hay evidencias científicas de que sean el origen de buena parte de los contagios. No les falta razón. Invitar a los jóvenes a que se reúnan en las casas y se queden ahí hasta las 6 de la mañana es otra bomba de relojería que irrita a los sectores más afectados por las restricciones.
El control de fronteras sigue brillando por su ausencia, excepto de forma parcial en Canarias. Se ha tirado la toalla con el rastreo en general y con la aplicación Radar-Covid en particular. Los centros de atención primaria están saturados y no permiten la presencia de pacientes sin cita previa, una cita muy difícil de conseguir. Nadie entiende por qué sigue siendo tan complicado el testeo en el sector público y tan caro en el sector privado.
La sucesión de medidas, cambiantes y erráticas, desde el verano hasta hoy, han terminado de confundir a los ciudadanos. Pero lo peor, es que no han servido para nada, a juzgar por los datos. Y mientras tanto, los países de nuestro entorno optan por tomar medidas drásticas, generando la
No hace falta ser un experto para saber que cuanto más se tarde en tomar medidas más contundentes, menos eficaces serán, y más difícil será doblegar la curva. Pero en España seguimos con el freno de mano echado. Debatiendo sobre quién tiene qué competencias y facultades sobre qué detalle casi nimio. Convirtiendo cada paso, incluso mínimo, en un avance heroico o desmesurado, según quien lo cuente. En realidad, con medidas tan superficiales que más parecen hacer que se hace algo que realmente hacerlo.
No quiero ni pensar lo que supondría un nuevo confinamiento domiciliario en España, a dónde iría la economía de este país y las consecuencias que acarrearía para el futuro. Pero huele a eso. Se nos ha hecho tarde y si no se corrige la curva pronto se colapsará el sistema hospitalario como en la primera ola, y ya no habrá remedio. En mi opinión, ya no lo hay.