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La consumación del cesarismo

Seis meses de estado de alarma sin control. El Gobierno socialcomunista ha perpetrado así un golpe al control parlamentario y a la Constitución, en la que no está recogida una duración tan prolongada para un estado excepcional con una sola prórroga de los 15 días iniciales. El colmo de la desfachatez es que ni siquiera ha sido Sánchez quien ha defendido la prórroga, sino que ha enviado a su esbirro, el Ministro de Sanidad. Y para mayor chulería, solo ha permanecido en su escaño mientras Salvador Illa hablaba. Cuando tocó el turno de la palabra de la oposición y los distintos grupos parlamentarios, Su Persona hizo mutis por el foro y les dejó con la palabra en la boca. Y no sólo eso. A eso de la 13 horas, sólo quedaban en el hemiciclo tres ministros.

Lo de Pedro Sánchez es de una obscenidad política sin precedentes. Su desprecio a la democracia es alarmante, proporcional a su cobardía. Un debate sobre un estado de alarma que va a durar hasta el 9 de mayo de 2021, es una cuestión nuclear que requiere ya no sólo de la presencia, sino de la intervención del presidente del Gobierno.

Lo que ha hecho Sánchez con un estado de alarma de larguísima duración es, otra vez, secuestrar la democracia. Y lo ha hecho, además, con la jactancia de un necio, con esa soberbia propia de quien se cree elegido por los dioses. No, señor Sánchez, usted es el Presidente y su obligación es comparecer en la sede de la soberanía nacional y aguantar hasta el final del debate. Quitarse de en medio demuestra hasta qué punto carece de arrojo y gallardía para mirar a los ojos de los españoles donde debe: en el Congreso de los Diputados, no en los insufribles Aló Presidente con los que nos castiga cuando le viene en gana.

Abandonar un debate parlamentario tan excepcional como el propio estado de alarma que ha impuesto a los españoles -de medio año y sin someterse siquiera al control de la Cámara cada 15 días- es una villanía, una ruindad política que no hace sino confirmar que el presidente del Gobierno de España se cree un César.

La actuación de Sánchez y sus ministros ausentes en el debate de la prórroga del nuevo estado de alarma es una auténtica chulería, un feo a uno de los grandes poderes del Estado: el legislativo. Como recoge la Constitución, las Cortes Generales representan al pueblo, lo de hoy ha sido una burla al pueblo español. Una burla prepotente, una auténtica vergüenza.

Este acuerdo de Pedro Sánchez con sus socios separatistas y sus otros aliados de la mayoría Frankenstein choca con lo establecido en el artículo 116.2 de la Constitución y el artículo 6.2 de Ley Orgánica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio.

La Carta Magna establece que «el estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de 15 días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo».

Por su parte, Ley Orgánica 4/1981 dice que «en el decreto se determinará el ámbito territorial, la duración y los efectos del estado de alarma, que no podrá exceder de 15 días» y precisa que «sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga».

Es significativo que mientras este estado de alarma se impone para 6 meses, la propia Constitución señala que la duración del estado de excepción, un nivel superior, «no podrá exceder de 30 días, prorrogables por otro plazo igual, con los mismos requisitos».

Al margen de la inconstitucionalidad de este estado de alarma (también lo fue el declarado en marzo), lo que ocurrió el 29 de octubre en el Congreso oscila entre el maltrato consentido y la normalización de la anomalía. Pedro Sánchez volvió a salirse con la suya colocando a los grupos parlamentarios entre la espada del caos y la pared del miedo, retorciendo hasta su desnaturalización la ley democrática. Y no una ley cualquiera, sino el precepto que regula la excepcionalidad constitucional del estado de alarma. Una legislación extraordinaria con la que ningún demócrata sensible se sentiría cómodo gobernando no ya 6 meses sino 6 días, pero a la que Sánchez se ha aferrado evitando cuidadosamente adaptar la norma sanitaria ordinaria a la pandemia, como le pedía la oposición y como él mismo prometió en mayo.

Este nuevo estado de alarma supone la confirmación del fracaso colectivo de los gobiernos de España y de las comunidades autónomas, así como de los principales partidos políticos, que no han sido capaces de actuar de forma coordinada y negociada frente a la mayor crisis que ha sufrido nuestro país desde la Guerra Civil. Lo que empezó siendo una crisis sanitaria, ha desembocado en otras crisis económica y social y, finalmente, en un periodo de fuerte inestabilidad institucional que pone en peligro más de 40 años de consolidación democrática en España.

El autoritarismo de Sánchez es hijo de la debilidad de sus 120 escaños, que contrarresta ahora con una excepcionalidad de medio año sin vigilancia de los tribunales ni control parlamentario, más allá de una pírrica comparecencia informativa cada 2 meses. A cambio del sí, el César cede la competencia a las autonomías, con el caos de la cogobernanza -«puñetera locura», en palabras de Felipe González- que eso ya está suponiendo.

La consagración del cesarismo sanchista cosechó 194 votos a favor y no pocos reproches entre sus propios socios de investidura. Pero la disyuntiva abyecta entre su voluntad y la anarquía volvió a surtir efecto. Y para cuando dentro de unos meses el Tribunal Constitucional declare nulo este extravío legal que es fruto de la cobardía de un solo hombre, ese hombre ya estará ocupado en otra pantalla, en otra treta, en otro chantaje.

[BOE: Real Decreto 956/2020, de 3 de noviembre, por el que se prorroga el estado de alarma declarado por el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre].

Después de adoptar unilateralmente la decisión más despótica entre las muchas que se le recuerdan, Sánchez apenas se dignó a hacer acto de presencia en el Congreso para oír a su escudero, un Illa quemado por sus mentiras y su ineptitud que atacaba a la oposición (quitándose la máscara de ministro sosegado que escucha a los científicos) y trataba de justificar el atropello legal agitando su propia victimización y el miedo a una segunda ola (¿o tercera ya?), en cuya prevención el propio Gobierno ha vuelto a fracasar.

Cuando terminó de hablar y Casado se dirigió a la tribuna, Sánchez hizo mutis por el foro. La imagen de su sillón vacío en el día en que se debatía su propia medida, de profundos efectos sobre la vida de la gente, expresa todo el desprecio que le merecen la oposición, los ciudadanos cuyas libertades quedan ahora restringidas, la institución misma del parlamentarismo y los procedimientos de la democracia liberal.

Podemos criticar ahora las distintas gestiones autonómicas del mando sanitario, con la curva afrontando la escalada invernal y el poder decisorio troceado en 17 reinos de taifas.

Podemos convenir en los excesos del afán de Ayuso por buscar el choque constante con Moncloa a costa de la claridad gestora. Pero estas críticas serán ya subsidiarias del absentismo presidencial, que contrasta con la responsabilidad asumida en primera persona por Macron o Merkel.

No solo no hay nadie al volante en lo peor de la segunda ola. Es que el piloto ha antepuesto su salvación personal al desgaste en la conducción del pasaje por rutas difíciles. No sin antes dañar el chasis institucional del vehículo, quizá de forma irreversible.



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