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Sánchez: año I

El gobierno socialcomunista celebra el primer aniversario de la victoria electoral del 10-N. Un año después el presidente del Gobierno presume de una estabilidad política en flagrante contradicción con la eficacia de su gestión. El lema de la legislatura bien podría ser 'Cuanto peor, mejor', porque el balance del primer año resulta estremecedor. No ya por la gestión negligente del coronavirus, sino por el cesarismo con que Sánchez ha interpretado el estado de alarma.

Sánchez vive un equilibrismo permanente que traza un vaivén político constante: de un Gobierno imposible en abril a otro repentino en noviembre; de la inviabilidad de acuerdo alguno, al primer Gobierno de coalición; de la amenaza comunista al entendimiento con la patronal para subir el salario mínimo; del silencio cautivo al escándalo por las operaciones financieras del rey emérito y las primeras reacciones de la Casa del Rey.

Y en estas llegó el virus a acelerarlo todo. Del mando único a la “cogobernanza”; de los miles de muertos a un verano eufórico... y nuevamente a la debacle. La excepcionalidad de la pandemia ha sido un pretexto instrumental para explorar los límites de la tolerancia institucional y de la salubridad democrática.

Cada uno de estos factores hubieran sido capaces por sí solos de cambiar de forma sustancial la vida política y el espacio público, pero todos juntos son mucho más que la suma de las partes. Sánchez ha iniciado así un tratamiento de dosis homeopáticas que ha naturalizado la idoneidad de otras iniciativas aberrantes, empezando por la decisión inaugural de convertir a la ministra de Justicia en fiscal general del Estado.

Otra de ellas ha consistido en la normalización de Bildu como socio implícito y explícito de la legislatura nacional y del Gobierno socialista de Navarra. Le gusta a Sánchez hurgar en el pasado y organizarle sesiones de espiritismo a la momia del caudillo, pero el ejercicio retrospectivo parece haber subordinado la memoria del terrorismo etarra. Bildu sigue aplaudiendo a los pistoleros que salen de prisión y se niega a condenar las atrocidades cometidas.

Es la perspectiva desde la que escandaliza el blanqueo y condescendencia con que Iglesias y el PSOE entronizan a Bildu como un socio homologado y homologable, entre otras razones, porque el abrazo al soberanismo y la división de la derecha garantizan a Sánchez un escenario de permanente victoria que acostumbra a solemnizarse en el Parlamento. Es allí donde Pedro el Grande ha sugestionado a las señorías. Donde ha glorificado la moción de censura de Abascal. Y donde ha conseguido desactivar el poder legislativo.

La declaración de un estado de alarma hasta mayo de 2021 implica una eutanasia temporal de la Cámara Baja que Sánchez transforma en la coartada de su hiperliderazgo. No ya porque el poder ejecutivo se abstrae de un contrapoder elemental, sino porque la voracidad política del presidente del Gobierno explica el acoso al poder judicial. Por eso quería domesticarlo. Y por la misma razón intentó organizar a su antojo la reforma del CGPJ en una operación relámpago a la que puso freno la estupefacción comunitaria europea.

La osadía de este Gobierno y de su presidente no tiene límites ni conoce barreras. Muchos ya nos habíamos dado cuenta de que Pedro Sánchez es un peligro para España y los españoles, y sus decisiones y acuerdos más recientes lo están confirmando plenamente. En beneficio de sus exclusivos intereses personales de mantenerse en La Moncloa, se muestra dispuesto a poner en venta aspectos sustanciales de este país llamado España, a conculcar derechos fundamentales, y a implantar una dictadura ideológica e informativa, al peor estilo de las repúblicas bolivarianas, tan admiradas por su socio Pablo Iglesias.

Un año ha sido suficiente para identificar cuánto le molestan a Sánchez los espacios de control. La intolerancia hacia los poderes legislativo y ejecutivo explica mejor la iniciativa de controlar la prensa. Y de someterla a un régimen de verificación y de censura que emula las pulsiones de los sistemas de propaganda populistas. La excusa consiste en la seguridad nacional, la prevención de la injerencia extranjera, pero la verdadera razón radica en abortar los focos hostiles a la doctrina monclovense.

Sin embargo, Sánchez ha logrado un estado de gracia político. Debe reconocérsele la habilidad del trilero, la eficacia con que juega las partidas simultáneas de ajedrez. Ya sabemos que hace trampas. Que carece de ideología y de escrúpulos. Y que se ha despojado de cualquier límite ético, pero unas y otras observaciones no contradicen su extraordinaria vitalidad ni discuten la obediencia con que Vox cae en la trampa de la polarización para malograr la expectativa de proyecto opositor. No puede haberlo con la derecha fracturada ni con la docilidad de Ciudadanos, cuya transigencia ha alcanzado al extremo de proporcionar a Sánchez los poderes extraordinarios de los 6 meses de alarma. Tiene embelesada a Inés Arrimadas. Y va camino de jibarizar a Pablo Iglesias, cuya decadencia electoral explica al mismo tiempo la obstinación con que el líder populista se aferra a la casta vicepresidencial.

Ni la pandemia ni la crisis económica han deteriorado el porvenir del presidente del Gobierno. Se diría incluso que el cargo se le ha quedado pequeño. Y que le incomoda la existencia de un Rey al que ha procurado maltratar y humillar, no digamos cuando se le impidió asistir al acto de entrega de despachos a nuevos jueces en Barcelona porque el monarca podía irritar a los compadres soberatas.

Sánchez siempre gana. La precariedad parlamentaria con que iniciaba la legislatura predisponía un mandato de incertidumbre y provisionalidad, pero el líder socialista gobierna como si tuviera mayoría absoluta. O como si ni siquiera la necesitara, porque su reino no es de este mundo.

El totalitarismo es como el fuego: una vez salta la chispa debe apagarse cuanto antes porque, si prende la llama, se propaga raudo el incendio, dejando tras de sí las cenizas de nuestras libertades y derechos. Algunos de los contrapesos del Estado democrático y de derecho actúan como cortafuegos (los procedimientos, las formalidades...) mientras que otros vendrían a ser como un retén de bomberos, cuya función es apagar el incendio antes de que esté fuera de control (los jueces, magistrados y fiscales que integran el Poder Judicial).

En la concepción idealizada de las democracias liberales, la prensa se concibe como una alarma de incendios, que permanece vigilante y pone en alerta a los contrapesos cuando avista el humo. Pero esto es en la teoría, porque en la práctica son demasiados los medios que, o bien se tapan la nariz para no reconocer el olor a quemado, o directamente se dedican a azuzar las llamas de las fogatas gubernamentales.

Todos los gobernantes sienten la atracción del poder absoluto, porque es hipnotizante y seductor, como el fuego. Al final de su mandato las marcas de las quemaduras permanecen visibles. Pero cada cierto tiempo, aparecen déspotas que no sólo no temen abrasarse, sino que aspiran a controlar las llamas y dirigirlas contra todo aquello que les dispute el gobierno absoluto. El más claro ejemplo lo tenemos en Su Persona.

El asalto al poder de estos dictadores rara vez es consecuencia de una gran explosión, sino que viene de la mano de múltiples incendios provocados. Se trata de generar muchos focos al mismo tiempo para que ni la prensa que debe hacer saltar las alarmas, ni los jueces y tribunales que deben extinguir las llamas, puedan centrarse sólo en uno. Aunque logren sofocar alguno, la probabilidad de que uno de los incendios acabe fuera de control y arrase con todo es altísima.

Ésta es justamente la estrategia que está siguiendo el Gobierno de coalición PSOE-Podemos desde que llegaron al poder. Donde algunos sólo ven una concatenación de escándalos o distracciones, lo que hay es fuego. La hoguera ha alcanzado ya tal magnitud que las llamas están devorando el bosque institucional, como sucede con el nombramiento de la ex-ministra socialista Dolores Delgado como Fiscal General del Estado, o con un estado de alarma de 6 meses.

Mientras esos fuegos arden, ya hay nuevos focos activos: el asalto al Poder Judicial mediante el cambio del sistema de mayorías para nombrar a los jueces y magistrados miembros del CGPJ, la supresión del español como lengua vehicular del Estado en la infame y sectaria Ley Celaá de educación, o la creación de un comité contra la desinformación.

Sánchez ha utilizado la educación como materia de trueque para sus tejemanejes, y en ese terreno pone, quita y da, para conseguir apoyos políticos. Aunque lo que entregue sea nada menos que el castellano. Una lengua que hablan en el mundo 600 millones de personas, casi el 8% de la población, de los que 480 millones lo tienen como lengua materna, malbaratado por un gobernante ocasional como es Pedro Sánchez. El castellano, patrimonio de todos, legado de las anteriores generaciones y oportunidad de futuro, desbaratado, desmontado, regalado por nuestro presidente de Gobierno… simplemente porque necesita un puñado de votos de los independentistas. Pero la traición viene ya de atrás, desde el día en que firmó el aval de Esquerra Republicana para poder formar Gobierno.

El Gobierno sabe perfectamente que la eliminación de la mención al español como lengua oficial no supera el filtro de constitucionalidad. Pero mientras el Tribunal Constitucional no intervenga, sus socios independentistas de ERC lo podrán utilizar como propaganda electoral en los próximos comicios catalanes. Hasta ahora, el Ejecutivo obtenía concesiones de los nacionalistas a cambio de no recurrir las normas autonómicas inconstitucionales. En este nuevo escenario, es el Gobierno el que aprueba normas manifiestamente contrarias a la Constitución para beneficiar al independentismo, a cambio de su apoyo a los presupuestos.

Luego está la creación de un comité para vigilar a los medios e imponer una verdad institucional. O sea, el zorro, el Gobierno, vigilando el gallinero. ¡Qué barbaridad!

La propia creación de un Ministerio de la Verdad con sede en Moncloa es el mejor ejemplo de esa desinformación que dicen que pretenden perseguir, porque las razones en las que se sustenta su fundación (una especie de exigencia o mandato de la Unión Europea) son falsas. Ningún plan europeo habilita al gobierno a mover los hilos de la prensa patria (más de lo que ya lo hace) para dirigir la información y controlar así nuestro pensamiento, que es lo que verdaderamente se pretende con la orden ministerial. Esto no va de luchar contra las fake news, sino de institucionalizar una verdad gubernamental que no admita réplica. Censura pura y dura.

La independencia de los jueces, la libertad de información, el castellano... y también la inviolabilidad de los domicilios. El Gobierno prepara una norma para que los inspectores de Hacienda puedan entrar en las casas sin previo aviso y, sobre todo, sin orden judicial, sin la garantía de la autorización de un juez. Un ley de la patada en la puerta en toda regla.

Sólo cabe esperar que todas estas llamas no acaben convirtiéndose en la pira funeraria en la que arda nuestra maltrecha democracia, aunque algunos ya están bailando alrededor de la hoguera, celebrando el ritual que anticipa el advenimiento de un nuevo régimen. Dicen que tras el fuego purificador que arrasa nuestro Estado de derecho ya se puede intuir el rostro del comunismo amable del que tanto hablan los intelectuales, ese que hasta ahora ningún líder ha sabido ejecutar bien. Pero cuando se despeje el humo, verán que lo que las cenizas ocultan son las fauces de un tirano llamado Pedro Sánchez Castejón.


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