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España se muere

Si hay algo indisoluble a la condición humana es nuestra mortalidad. La muerte es tan inevitable como igualitaria, porque no hace distinciones y nos espera a todos por igual. Pero de la misma forma que la muerte iguala a todos, las políticas igualitaristas terminan siempre por ser generadoras de una enorme mortandad. No hablo sólo de muerte en el plano físico, sino también en el económico, cultural e individual. España se muere, en todos los ámbitos.

Mientras que quienes proclaman la igualdad de los ciudadanos persiguen remover aquellos obstáculos que impiden a éstos alcanzar sus objetivos vitales sin más limites que su propia capacidad de superación, quienes defienden el populismo igualitario imponen a todos la misma meta. Y la única forma de progresar cuando el igualitarismo triunfa es con el carnet del partido.

En apenas unos meses, la pandemia ha puesto de golpe todo esto sobre el tapete: nos ha recordado la futilidad del ser humano, pero también que la muerte no sólo es clínica, sino también económica y social. Mientras fallecen compatriotas en las UCIs por causa del coronavirus, mueren también comercios, bares, restaurantes y otros negocios. Y con ellos se va el modo de vida, las esperanzas y las ilusiones de los millones de personas que están detrás.

Pero aunque a los enfermos de covid-19 los sanitarios los intentan mantener con vida a toda costa, y los laboratorios desarrollan a contrarreloj tratamientos y vacunas, quienes deberían luchar para que permanezca vivo el tejido productivo de nuestro país han renunciado a ello: a quienes habían logrado progresar se les convence de que su única alternativa en la actualidad es regresar al punto de partida, pero no para dejarles volver a andar el camino, sino para que se conformen con las migajas de un subsidio. No sólo nos obligan a bajar las persianas, sino que desincentivan que volvamos a levantarlas anunciando subidas impositivas.

Y tienen la desfachatez de presumir de haber creado un "escudo social" para que nadie quede atrás ¡Ja! Por más que miro a mi alrededor, yo no lo encuentro. Sólo veo largas colas de gente en las puertas de los bancos de alimentos, negocios que se venden, se alquilan o se traspasan, y gente que no sabe si podrá comer mañana.

Aunque en honor a la verdad, la protección gubernamental a los desfavorecidos sí que parece estar surtiendo efecto en ellos y en su círculo de familiares y amistades: han nombrado a medio millar de asesores de los que alrededor de la mitad carecen de las cualificaciones académicas necesarias, han creado direcciones generales y otros altos cargos para amigos de la infancia del Presidente (e incluso para alguna esposa), y hasta se han sacado de la manga un ministerio para la mujer del vicepresidente. No lo llamemos ministerio para la igualdad de género, sino para el enchufismo de género, porque es lo que más se ajusta a la realidad.

Maquillan su prosperidad a costa de nuestra miseria, alabando la dignidad de los pobres, cuando no hay nada más indigno para un ser humano que la miseria impuesta por el poderoso.

Otro recurso muy manido para que no les señalemos a ellos es culpar a los ricos. Que existan fuentes de riqueza alternativas a la militancia y obediencia al partido resulta intolerable, porque de la independencia económica brota la libertad, que es la gran enemiga de la sumisión. El resultado de las políticas igualitaristas son sociedades pobres y serviles que encuentran su justificación en el odio a la prosperidad y a la riqueza. El deterioro nunca es sólo económico, sino también político: cuanto más se resiente el bolsillo de los ciudadanos, más derechos y libertades pierden, y más se quiebra el Estado de derecho.

La pandemia no sólo es sanitaria, sino también económica y democrática. Estamos permitiendo que nuestros gobernantes aprovechen la incertidumbre generada por la primera para obrar con soberbia contra las limitaciones que les impone la ley. Intentan someter a la justicia mediante reformas de calado en el poder judicial, coartar la libertad de expresión, manipular a los medios de comunicación, amordazar a la prensa, e imponer una educación pública sectaria.

En la antigua Roma, cuando un general desfilaba victorioso por sus calles, tras él un siervo se encargaba de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana y evitar que usara su poder como si de un Dios omnipotente se tratara. Memento mori, le susurraban al oído (recuerda que morirás). Hemos dado por hecho que la democracia y las cotas de bienestar, libertad y paz alcanzadas durante estos últimos 40 años eran imperecederas. Ahora el gobierno murmulla tras nosotros recordándonos que pueden morir.

Nuestros dirigentes actuales no entraron en política para enfrentarse a desafíos estructurales. Ellos vinieron a colocarse en un país en el que, con sus virtudes y defectos, las instituciones funcionaban gracias a cierta inercia y al empuje inestimable de la clase media. Convencieron a los ciudadanos de que los problemas que azotan a nuestra nación radican en la desigualdad de género, en transiciones ecológicas, en el lenguaje inclusivo y demás filfas posmodernas. Son a la gobernanza de un país lo que los curanderos a la medicina: un fraude.

La pandemia nos ha propinado un enorme bofetón, porque ha dejado a la intemperie las carencias de un Estado fallido, de la incompetencia e ineptitud de nuestros gobernantes, y también las nuestras, como ciudadanos. Somos un fiel reflejo de la población a la que representan, no somos mejores que nuestros políticos.

Siete meses después de que la primera ola de la pandemia nos golpease con furia, enfrentan la segunda con igual desatino, dando palos de ciego y recurriendo a los confinamientos domiciliarios. En el siglo de la revolución tecnológica y científica, no tienen más estrategia que la misma a la que se recurría en el medievo: las cuarentenas generalizadas, tanto de enfermos como de sanos.

Estamos inmersos en la estrategia del acordeón: nos encierran a cal y canto en casa para volver a liberarnos de golpe en periodos en los que tradicionalmente se incrementa el consumo. Ya lo hicieron en verano, cuando Pedro Sánchez proclamó que habíamos vencido al virus y nos animó a salir y a disfrutar de la vida. Y lo volverán a hacer cuando nos dejen salir en Navidad para que gastemos como si no hubiese un mañana. Ése es su único plan económico contra la pandemia: que lo que derrochemos cuando nos dejan salir compense lo que no nos gastamos durante los encierros. La política del todo o nada.

Al contrario que aquí, en otros países han entendido que la única manera de que esto funcione es que el Estado indemnice económicamente a quienes tienen que bajar la persiana por imposición, como se hace en Alemania o Francia. Aquí poco menos que los insultan desde algunos escaños. Si la compensación no es posible, lo lógico sería buscar alternativas a la reclusión domiciliaria generalizada, lo que implica adoptar medidas que reduzcan progresivamente la incidencia sin parar del todo la actividad económica.

Los ministros y diputados de España piensan que el tejido productivo puede vivir del viento, de la paridad de género y de las tecnologías verdes. Desde sus despachos alfombrados no ven lo que sí vemos quienes estamos en la calle: que las empresas y los autónomos no son números, sino personas. Que su ruina no supone renunciar a una vida de lujos, sino pasar hambre. Estómagos que rugen mientras el ministerio de Igualdad publica guías millonarias sobre el sexismo en los juguetes.

Muchos los siguen justificando, queriendo ver en los encierros masivos la única alternativa sanitaria. Política de inútiles. Repetimos lo de “aporta o aparta”, “salimos más fuertes” y todas las demás chorradas motivacionales que nos inculcan para hacernos sentir mejores personas. Una sociedad del arcoíris, tan buenista como inoperante, ha acabado como tenía que acabar: arruinada y con un Estado de derecho en quiebra por culpa de unos políticos que ven en la ley un enemigo peor que el virus.

El actual estado de alarma semestral no vale para otra cosa que no sea otorgar poderes extraordinarios a Pedro Sánchez, que le permiten limitar nuestros derechos y libertades fundamentales, sin tener ni tan siquiera que contar con la aquiescencia del Congreso. La excusa para aprobarlo fue la de servir como paraguas legal a las CCAA a fin de que pudiesen implantar el toque de queda y crear guetos Covid de apestados. Pero ambas son mamandurrias biensonantes totalmente ineficaces desde el punto de vista sanitario.

Ha quedado patente que tratar de aniquilar la vida social de 47 millones de personas no es factible. Ahora mismo, los principales focos de contagio los encontramos en el ámbito privado: cerrar las actividades de ocio, limitar aforos y horarios de bares y restaurantes, sólo ha servido para desplazar las fiestas a domicilios, locales y chalets particulares, con menos controles, ventilación y medidas de prevención con las que contaban los negocios.

Olvidaron que por mucho toque de queda que decreten, ningún policía puede acceder a estos lugares de particulares y dispersar a los asistentes si no es con la autorización de los propietarios o con una orden judicial. A la policía no le queda otra que esperar en la puerta a que los asistentes abandonen el sarao para imponerles una sanción administrativa.

Que un político prohíba algo no quiere decir que transgredir la prohibición determine automáticamente la comisión de un delito. La conducta ha de estar tipificada como tal en el Código Penal. Y resulta en nuestro país saltarse una cuarentena y acudir a un evento multitudinario no es delito. Siete meses después de la primera ola nuestros diputados no han tenido a bien dotar a las fuerzas de seguridad, fiscales y jueces de herramientas punitivas para que el aislamiento de los positivos por coronavirus se haga efectivo. Es de chiste.

Más de lo mismo sucede con los confinamientos perimetrales autonómicos y de grandes ciudades. Son de tan difícil implementación que acaban siendo inoperantes. Las CCAA no pueden instalar puntos de control en todas las entradas y salidas de su territorio, ni la policía detenerse a comprobar las “coartadas” de quienes afirman estar incursos en algunas de las excepciones.

Es todo un brindis al sol para que parezca que hacen algo. Que nos prohíban hacer cosas nos transmite autoridad, por muy arbitraria que sea la medida. Algunos parecen estar deseando que nos vuelvan a encerrar, sin pararse a pensar que el virus del hambre puede ser igual o más peligroso que el coronavirus.
España se muere. Unos de coronavirus, otros de hambre.


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