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Política vs Ciencia

La pandemia de la Covid-19 ha puesto a la ciencia, por primera vez en muchos años, en el primer plano de la actualidad. Y este protagonismo inesperado ha evidenciado, de una forma clara, los desajustes existentes en la relación entre políticos y científicos.

El papel fundamental e imprescindible de la ciencia en la lucha contra la covid-19 está fuera de toda duda. Sin embargo, los Gobiernos han mostrado poca atención a la información proporcionada por los científicos, y las recomendaciones de los expertos no siempre se han visto reflejadas en las decisiones políticas.

Es más, en nuestro país, el papel de la ciencia se está tirando por tierra al servir de escudo gubernamental para destruir nuestro Estado de derecho e implantar un cambio de régimen. Y esto queda patente en las decisiones que el Gobierno toma día a día, aprobando leyes por la puerta de atrás que nada tienen que ver con la gestión de la pandemia. El colmo del descrédito fue cuando reconocieron que el comité de expertos que debía decidir sobre la desescalada nunca existió.

Los gobiernos nacionales, regionales y locales han tenido que activar mecanismos legales de excepción para poder hacer frente a un virus desconocido. Como en tiempos de guerra, el poder ejecutivo ha centrado en sí mismo el poder cientíco, político, legal y militar; y millones de ciudadanos nos hemos visto obligados a vivir recluidos durante meses, lo que ha ocasionado el abandono de nuestros trabajos y de nuestras libertades individuales, sociales y políticas. Todo por la salud, por la vida, como nos intentan vender constantemente nuestros gobernantes.

El distanciamiento entre política y ciencia viene de lejos. Ya el Manifiesto por la Ciencia, publicado en 2017, incluía la demanda de la integración de la ciencia en la agenda política, cosa que únicamente es posible si se crea una red de asesoramiento que actúe de interfaz cotidiana entre la evidencia de la ciencia y la gestión de la política. Desafortunadamente, aquella demanda nunca fue atendida, y como consecuencia de ello, los mecanismos de asesoramiento se han mostrado ineficaces.

En algunos casos, las opiniones científicas han sido usadas para reafirmar las posiciones previas del político y, en otros momentos, para atacar al contrario acusándolo de improvisación e incompetencia (véase el caso de la Comunidad de Madrid). Esta situación lo que hace es reflejar dos cosas. La primera, que algunos políticos tienen una ignorancia profunda, no ya de la ciencia, sino de como ésta funciona. La segunda, que la política trabaja con verdades pretendidamente absolutas, mientras la ciencia avanza sometida al escrutinio de la duda.

En ocasiones (demasiadas) se desprecia la ciencia como base para tomar decisiones políticas y, en el otro extremo, se le exige un poder de predicción absoluto que no tiene. Promesas de vacunas en plazos imposibles, tratamientos sin eficacia ni seguridad demostradas, estudios flojos y discrepantes, modelos epidemiológicos amateurs, expertos que se contradicen... Investigadores atrapados en un combate político. Bulos, principalmente gubernamentales. Muchos de los cambios de opinión han estado más vinculados a cuestiones como el conocimiento que se tenía en cada momento sobre la propagación del virus (por ejemplo, la polémico sobre el uso de las mascarillas) o a situaciones de posible desabastecimiento, que a la capacidad de gestión de los gobiernos.

Añadiría una tercera cuestión. Cada rama de la ciencia aborda los problemas desde una perspectiva distinta, lo que da lugar a proposiciones diferentes y, a veces, contradictorias. Así, si para un epidemiólogo los confinamientos son indiscutibles, para un economista pueden hundir la economía, para un pediatra pueden afectar al desarrollo infantil, y para un psicólogo generan secuelas en la salud mental de la población. Sin embargo, todas las propuestas pueden tener un grado de validez, ya que en la ciencia no hay verdades absolutas.

Y es ahí donde entra el papel de la “buena política”. El político, que es quien gestiona, tiene que poner en una balanza las diferentes perspectivas que aporta cada rama del conocimiento científico y apostar por una solución que recoja lo mejor de cada una de ellas de forma que impacten de forma positiva en toda la sociedad. Los políticos deberían tener mayor cultura científica (o al menos escuchar a los que la tienen), y comprender mejor cómo funciona la ciencia, lo que nos conduciría a tener mejores políticos y a hacer mejores políticas.

Tampoco estaría de más que nuestros jóvenes salieran del sistema educativo con un sólido conocimiento de la ciencia y del método científico. Con ello evitaríamos, en cierta medida, la existencia de un caldo de cultivo para la desinformación, las teorías conspiratorias o el negacionismo, haciendo innecesaria la creación de un Ministerio de la Verdad para lavarnos el cerebro a gusto gubernamental.

La ciencia no debe ser política, debe ser independiente, ajena a los tejemanejes del gobierno, tan sólo dedicada a su tarea principal de comprender el funcionamiento del Universo. El único punto de contacto con la política debiera ser la financiación de un sistema público de ciencia. La política debería, por tanto, mantenerse alejada de la ciencia, limitándose a financiarla y a liberar un espacio de independencia en el que pueda medrar.

El coronavirus nos ha mostrado que, tras muchos años de una financiación insuficiente, es necesario dotar a la ciencia de los recursos necesarios para que pueda desempeñar con solvencia los cometidos que se le exigen, y que no son solo el asesoramiento y la información, sino también la obtención de métodos de diagnóstico más rápidos, fiables y económicos; el desarrollo de vacunas; o la generación y validación de nuevas terapias. Pero no se trata solamente de los recursos económicos, sino también de los elementos necesarios para su gestión. La situación de la Agencia Estatal de Investigación (AEI), carente de la autonomía y las atribuciones necesarias para llevar a cabo su labor, es un caso paradigmático.

Lo malo es que garantizar la independencia de la ciencia es una decisión política, y la decisión de financiarla, con cuánto y cómo, es una práctica política por excelencia. De ahí los actuales conflictos entre determinados gobiernos y determinados campos científicos: los políticos se han dado cuenta de que cuando la ciencia contradice sus ideologías y con sus datos se niega a reforzar sus argumentos tienen un modo de contraatacar: presionar política y económicamente hasta amenazar los sistemas científicos en su esencia.

Está claro que la política no es un simple asunto de toma de decisiones racional y basada en datos: cuando se trata de guiar a un grupo humano grande y complejo hay otros factores a tener en cuenta: los sentimientos, las pasiones y el uso partidista de ciertas decisiones son también determinantes. La política no es el reino de la razón y la desapasionada toma de decisiones. Al contrario, es un campo en el que rutinariamente se azuzan las más bajas pasiones y se utilizan simpatías y antipatías, querencias y rechazos, para aglutinar voluntades y apoyos, y generar capacidad de acción.

Por eso sucede que política y ciencia a veces colisionan, cuando la gestión de pasiones de la política se encuentra con hechos que le resultan inconvenientes y carga contra ellos. En esos casos se producen enfrentamientos entre lo que la política quiere y lo que la ciencia sabe. Y las consecuencias pueden ser devastadoras. Lo estamos viendo actualmente.

Si queremos que el Covid-19 pase a ser un mal recuerdo y no una pesadilla permanente, se debería priorizar el asesoramiento científico en todas las decisiones políticas. Tal y como dijeron 55 sociedades científicas y médicas españolas en una carta dirigida a los políticos españoles en el mes de octubre: "En salud, ustedes mandan pero no saben". Y reclamaban: "Solo las autoridades sanitarias, sin ninguna injerencia política, deben ser quienes establezcan las prioridades de actuación con respecto a las enfermedades".

Cuando la política se enfrenta a la ciencia no sólo niega los hechos, sino que emplea contra quienes los han creado las mismas tácticas que se usan en la contienda ideológica: acusar al contrario de malas intenciones, asumir que usa las mismas formas de propaganda, descalificar y buscar trapos sucios, manchar por asociación con ‘malos’ reconocidos, etc. Es una contienda que los científicos tienen muy mal para ganar, o siquiera empatar, ya que no hay nada en su formación o en sus carreras profesionales que les prepare para ello. En una batalla política con políticos, la ciencia lleva todas las de perder.

Pero las peores consecuencias no las sufre la ciencia, sino la sociedad en su conjunto. Por supuesto que la ciencia pública recibe los golpes en forma de descalificaciones, recortes presupuestarios, deterioro de las carreras profesionales e incluso destrucción de datos acumulados, como ha ocurrido con el coronavirus.

Pero la principal pérdida del enfrentamiento política vs ciencia la sufrimos todos cuando se ataca el papel de los hechos a la hora de tomar decisiones políticas. Cuando los políticos atacan el papel de la ciencia e incluso de los datos para avanzar sus posiciones ideológicas están contribuyendo a destruir la mejor herramienta que tienen las sociedades para conocer la realidad.

Los datos, los hechos y la razón no tienen por qué ser los únicos participantes en la toma de decisiones políticas, pero si se prescinde de ellos estas decisiones estarán equivocadas con seguridad. Para orientarte lo primero que necesitas es saber dónde estás, porque de lo contrario jamás podrás trazar un rumbo. Ése es el papel de la ciencia y de los datos: darle a la sociedad la mejor estimación de dónde está, para que luego la política decida a dónde quiere ir. Si por conveniencia política de corto plazo atacamos y desprestigiamos a quien nos informa de dónde estamos, nunca podremos saber qué dirección debemos tomar. El papel de la verdad, de los datos y de la razón es proporcionar ese punto de partida.


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