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Tercera ola

Hay veces que estás tan preocupado por no caer en un hoyo que ni siquiera te das cuenta de que ya estás dentro. España creyó en junio que había salido del hoyo cuando en realidad estaba cavando más hondo. ¿De dónde sale todo este pesimismo? De que si los datos de un día son malos, los del día siguiente son aún peores. Estamos surfeando una ola detrás de otra, no hemos salido de la segunda y la tercera ya está llamando a la puerta.

Se ha intentado afrontar la pandemia como se afronta cualquier otro tema político: desde posiciones absolutas, enfrentadas a menudo y confiando tan solo en el corto plazo, la última cifra, el último análisis. No ha habido perspectiva, y muy duro debe de ser lo que está por venir para que en los últimos días se note el nerviosismo, los anuncios de nuevas restricciones, el posible toque de queda y las caras de preocupación.

Un millón de contagios (¿o tres?): radiografía de situación

No existe una fecha exacta de inicio o fin de las distintas oleadas de coronavirus. Podríamos considerar que la primera ola abarcó desde el estallido de la pandemia hasta el 21 de junio, cuando decayó el estado de alarma. Esta primera ola alcanzó su pico de los meses de marzo-abril, con 240.000 casos confirmados, aunque seguramente fueron muchos más. El estudio de seroprevalencia, que midió la presencia de anticuerpos en la población, indicaba que solo habíamos detectado 1 de cada 10 contagios.

Después de tres meses de confinamiento estricto, logramos aplanar la curva hasta detectar 'solo' unos 2.500 casos a la semana. "Hemos vencido al virus", afirmó Pedro Sánchez mientras nos animaba a salir a la calle y reactivar la economía.

A partir de entonces, la curva de contagios prácticamente no ha dejado de crecer. Es lo que hemos considerado como segunda ola, desde el fin del estado de alarma hasta hoy. Desde el inicio del verano, la capacidad de detección y la mayor disponibilidad de pruebas nos muestran una foto mucho más real de la situación de la pandemia. Con esta mayor detección, la tendencia cambió en las primeras semanas de agosto. En apenas dos semanas se añadieron 100.000 casos al total de contagios detectados. Uno de cada cuatro positivos en el verano fueron entre personas de 15 y 29 años, donde se registraron los mayores brotes relacionados con los temporeros y el ocio nocturno.

A 1 de septiembre, se habían detectado medio millón de casos en toda España desde el inicio de la epidemia, el segundo país de Europa (tras Rusia) que alcanzaba esa cifra. A mediados de septiembre, la segunda ola se aceleró en Madrid hasta el descontrol y el Gobierno de la Comunidad aplicó restricciones en 37 zonas de salud de la capital. A 21 de septiembre, los contagios de la CAM suponían el 40% de los que se registraban diariamente en España. A finales de septiembre llegamos al primer pico de la segunda ola, en la que se detectaban más de 11.000 casos al día.

O sea, empezamos el mes de septiembre con 470.000 casos. Apenas 30 días después, ya habíamos superado la marca de 770.000 positivos totales. En la primera ola, el confinamiento ayudó a aplanar la curva con velocidad. Tres meses después del inicio de la segunda, todavía no hemos llegado a una meseta.

En la primera semana de octubre, la epidemia daba un respiro y se mostraban señales de haber controlado la velocidad de propagación del virus gracias principalmente a la bajada de Madrid. Todo era un espejismo: apenas una semana después, con la mitad de los países europeos en la segunda ola de la pandemia, los casos volvían a subir con fuerza en casi todas las comunidades.

El 21 de octubre superamos el millón de contagiados en España (exactamente 1.005.295) según datos del Ministerio de Sanidad (que representa el 2% de la población española), cifra que en realidad es mucho mayor porque no incluye a quienes pasaron la enfermedad pero que no pudieron hacerse una prueba diagnóstica o lo casos sintomáticos o con síntomas muy leves. De hecho, el propio presidente del Gobierno admitió el 23 de octubre en un nuevo Aló Presidente que "el número real de infectados supera ya los tres millones de compatriotas", duplicando la cifra de casos notificados respecto a la primera ola.

El 21 22 29 de octubre, alcanzamos el récord absoluto de casos notificados en un solo día desde el inicio de la epidemia: 17.000 20.986 23.580 nuevos contagios (con Navarra, Melilla, Aragón, La Rioja, Castilla y León, y Cataluña a la cabeza) y 155 173 fallecidos. Un recórd provisional, ya que los casos siguen al alza.

Y lo peor es que ese tope no viene justificado por un aumento de test; al contrario, se están haciendo menos que en los peores momentos de septiembre, supongo que para enmascarar la tragedia. En la semana del 12 al 18 de octubre se realizaron 786.744 pruebas diagnósticas PCR y test de antígenos en toda España, con una positividad del 12,2%. Eso significa que se efectuaron 1.672,99 pruebas por cada 100.000 habitantes. A consecuencia de hacer menos tests, la positividad ha vuelto a dispararse, triplicando el nivel de alarma establecido por la Unión Europea.

Las incidencias se acercan peligrosamente a niveles de finales de septiembre, pero con tendencia al alza: de media 348,99 casos cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días al 22 de octubre, 467 casos cada 100.000 habitantes en los últimos 14 días al 29 de octubre, pero hay comunidades que sobrepasan el millar. Éste es el gráfico:

La bajada del número de tests y la renuncia a realizar pruebas a contactos asintomáticos, rompiendo así la cadena de rastreo y aislamiento, hace que 1 de cada 6 positivos acaben en el hospital (en verano la proporción era 1 de cada 10).

La mayoría de pacientes que necesitaron una cama hospitalaria fueron diagnosticados en la primera ola: hasta el 21 de junio se habían notificado 125.000 personas hospitalizadas. Este dato da pistas sobre la parte de la población que tuvo que sufrir síntomas más graves. Muchos siguen viviendo secuelas de la enfermedad muchos meses después del contagio: Anosmia, fibrosis pulmonar, lesiones cardíacas.

El número de ingresos hospitalarios ha seguido creciendo más y más, alcanzando cifras insostenibles en el tiempo (165.000 hospitalizados al 20 de octubre) que obligan a dar altas a una velocidad tremenda. A nivel nacional, una de cada cuatro camas en cuidados intensivos está ocupada por un enfermo con coronavirus. A 22 de octubre hay más de 14.000 personas hospitalizadas, esto es, más del 11,8% de las camas totales ocupadas por una sola enfermedad; de las que casi 2.000 están en UCI, lo cual supera el 21,85% de su capacidad. En cuanto aumenten los casos entre grupos de riesgo (su letalidad ya está comenzando a subir), se instalará de nuevo el caos. Si la tasa de infectados es alta, las probabilidades de que las personas mayores se contagien aumentan.

Más allá de la cifra de diagnósticos se esconde el dato más trágico de esta pandemia, las 35.000 personas que han fallecido con una prueba positiva de coronavirus, según el registro del Ministerio de Sanidad. De nuevo, se trata de una cifra inferior a la real ya que no incluye a todas las personas que fallecieron en residencias y sus casas entre marzo y mayo con síntomas compatibles con la Covid-19, pero sin comprobarse con una prueba de laboratorio. Según el MoMo, a 19 de octubre hay un exceso de mortalidad de 55.034 personas respecto a los fallecimientos del año pasado, lo que representa un 15,5% más. De media, cada día mueren unas 140 personas en España, cifra que también va in crescendo.

Las variaciones en las gráficas que vimos en junio no eran producto directo de un comportamiento estacional del virus, sino de las medidas de mitigación como el confinamiento domiciliario que provocaron de manera "artificial" bajadas importantes en el número de contagios. Pero el virus sigue ahí, al acecho. No hay evidencia de que vaya a haber un descenso en casos, una tregua, sino que va a seguir ardiendo, buscando madera humana. El virus seguirá hasta que no se le ponga un remedio definitivo y, visto lo visto, este invierno no lo veremos, ni tampoco en el próximo verano... Habrá una sucesión inacabable de olas, con los subidones y bajones de relajación y terror que conllevan.

Toda ola epidémica comienza con pequeños brotes que escapan a los sistemas de detección y se descontrolan, creciendo exponencialmente. Cuando la transmisión está aún en un nivel manejable, la contención es lo más importante, con medidas como la detección precoz en atención primaria o el rastreo de contactos. Pero si el virus consigue desbordar esta barrera, entonces la epidemia entra en una fase de crecimiento abrupto, que ya solo puede controlarse con duras medidas de mitigación. Me temo que estamos en ese punto, por mucho que Fernando Simón diga que "estamos en fase de estabilización de contagios, previa a un posible descenso" (15 de octubre).

Las previsiones iniciales estimaron que la segunda ola podría llegar a España durante el otoño, coincidiendo con el cambio estacional, e impulsada por la vuelta al trabajo y a las aulas. Una vez más, como tantas veces ha ocurrido con este virus, los cálculos no se cumplieron. Apenas hubo tregua veraniega, y España se adentró en la segunda ola en julio y agosto, tomando la avanzadilla al resto de países europeos.

¿Cuál es el origen de los brotes de la segunda ola? Desde el fin de la desescalada, la mayoría de infecciones tienen su origen en las reuniones de familiares (17,2%) y de amigos (27,4%). Le siguen -en este orden- las residencias de mayores, los temporeros, los contagios vinculados al ámbito educativo (incluyendo residencias de estudiantes universitarios), pubs y discotecas, centros sanitarios y empresas cárnicas.

En Europa, la incidencia acumulada también se ha disparado en octubre. Es difícil saber si nuestro país atraviesa aún la segunda ola o si ya tiene encima la tercera (¿o quizás nunca salimos de la primera?). De alguna manera, la segunda y la tercera ola se solapan en España. En total, son 10 de las 19 comunidades o ciudades autónomas con unas incidencias disparatadas. A estas alturas, lo único que está claro es que existe una transmisión comunitaria descontrolada en muchas zonas del territorio nacional, y que el repunte de casos no va a parar.

La tercera ola nos va a coger peor preparados aún que en marzo. El clima no va a ayudarnos; con la llegada del frío, cerramos las ventanas y nos metemos en interiores (donde más más riesgo de transmisión hay, a través de los aerosoles) en lugares cargados de aire sin ventilar y con la calefacción puesta a todo trapo. Los interiores van a ser el verdadero problema y va a ser imposible evitarlos.

Estamos perdidos. No hay alternativas. No hay más rastreadores. No hay un plan para que la atención primaria de determinadas comunidades deje de ser atención Covid 24 horas. No hay más personal sanitario ni más instalaciones. Y cada día batimos un nuevo récord de infecciones y muertes.

[En éste mapa se puede consultar cuántos casos de coronavirus hay en tu municipio].

Covid-19, el Grinch de la Navidad

A todo esto se suma la inminente llegada de la Navidad. Las Navidades del coronavirus serán tristes, sacrificadas y de lo más anormales, como todo lo que hemos vivido este año. Aún está por ver si no viviremos una segunda gran reclusión (antes, a modo de prevención, o durante esas fechas, por haber alcanzado una cifras de contagios y muertes insostenibles).

El coronavirus va a terminar convirtiéndose en el nuevo Grinch de la Navidad. Numerosos expertos sitúan el pico de la curva de la tercera oleada de la pandemia en diciembre, así que el ministro Illa ya nos está preparando para las no-navidades. El 'volver a casa por Navidad' está aún en duda por las posibles restricciones de movilidad que nos implanten o la creación de nuevos guetos.

El panorama es desalentador. En el mejor de los casos, los reencuentros serán sin besos ni abrazos, y con la cara oculta bajo una mascarilla. Reuniones familiares reducidas (6 personas máximo) y con convivientes estables, control de aforo en los mercados navideños, sin cabalgatas de Reyes Magos, ni cenas de empresa, ni uvas en la Puerta del Sol, ni fiestas de Nochevieja, ni conciertos de Año Nuevo...

Es curioso que siempre hemos ido por detrás de la pandemia, tomando medidas a posteriori y con retraso, y ahora que se acercan unas fechas tan señaladas y entrañables que se viven en familia, justamente ahora sí se monten al carro de la anticipación y nos pidan que renunciemos a vivir unas Navidades al lado de los nuestros.

Claro que cuando el sacrificio lo tiene que hacer otro es fácil decretarlo. Como medida preventiva, muchas comunidades autónomas han empezado por endurecer las restricciones -y algunas no descartan llegar a un nuevo confinamiento o al toque de queda- para 'aplanar la curva' y llegar a la Navidad con una menor tasa de infectados, en previsión de que tras las fiestas los casos volverán a dispararse. Y es que se han propuesto salvar la campaña navideña, en la que están en juego más de 10.300 millones de euros.

Supresión vs mitigación

En Madrid se habla de conseguir bajar la curva a 25 infectados por cada 100.000 habitantes. Teniendo en cuenta que están en torno a los 500, esta cifra se antoja muy difícil (por no decir imposible), incluso aplicando un nuevo encierro generalizado. Pero es que, en el supuesto optimista de que se llegara a esa cifra, ¿cuál sería la propuesta cuando, tras volver a reabrir (si es que para entonces queda algo que reabrir), los contagios vuelvan a incrementarse? ¿Cerrar de nuevo? ¿Se pretende dar seguridad a la economía, especialmente al consumo y a la inversión, con una especie de montaña rusa de aperturas y cierres? Porque, más bien, si ésa es la tónica, se conseguirá todo lo contrario: una gran inseguridad y una caída más acelerada de la actividad y del empleo.

Desde el comienzo de esta crisis sanitaria ha habido dos estrategias básicas para hacer frente al coronavirus: la supresión del virus y la mitigación de su transmisión. La supresión consiste en mantener el distanciamiento físico y social hasta la completa desaparición. La mitigación, en cambio, aplica medidas de distanciamiento solo durante el tiempo necesario para reducir los casos activos dentro de un país hasta niveles manejables por su sistema sanitario.

La supresión es la estrategia que se utilizó en marzo. Sus ventajas son muy evidentes: una vez el virus ha sido eliminado de una comunidad, su vida interna puede regresar a la normalidad. Pero los riesgos de esta estrategia también son obvios: un país que haya logrado erradicar internamente el virus pero que siga abierto al exterior (como España) se expone a dilapidar todo el esfuerzo logrado si el virus vuelve a penetrar desde fuera (seguimos sin aplicar ninguna restricción en fronteras ni aeropuertos). Por eso, las estrategias de supresión deben verse suplementadas con sistemas de testeo y de rastreo eficaces que permitan localizar rápidamente cualquier nuevo foco de contagio para así aislarlo con rapidez (en España, ya ha quedado demostrado que es insuficiente y deficitario).

Tras "haber vencido al virus" pasamos a una estrategia de mitigación, con el objetivo de mantener al virus bajo control ("convivir con el virus"). Pero los riesgos de esta estrategia saltan a la vista: si los casos activos siguen siendo muy numerosos (aun cuando no desborden el sistema sanitario), la probabilidad de nuevas olas de contagios se mantendrá elevada. Y si no se dispone de un sistema de testeo y rastreo altamente eficiente (mayor al que requiere la estrategia de supresión) ni tampoco se aceptan medidas permanentes de distanciamiento social, la aparición de nuevas olas, que terminan requiriendo nuevos cierres económicos duros, está prácticamente garantizada.

Por eso, a largo plazo, la estrategia de mitigación puede resultar mucho más costosa que la de supresión: porque por no cerrar suficientemente una vez, nos vemos abocados a cierres persistentes y continuados. El único supuesto en el que la mitigación resultaría claramente preferible a la supresión sería si la vacuna o la inmunidad de grupo se hallaran a la vuelta de la esquina (que no es el caso, por mucho que quieran hacernos creer).

Cada vez que la pandemia se descontrola, la economía sufre. ¿Cuánto tiempo podrá aguantar el sistema financiero, mientras la morosidad sigue creciendo y acumulándose como consecuencia de una economía que no regresa a la normalidad? Todavía peor, ¿cuánto tiempo podrán aguantar nuestras finanzas públicas (y las de la Unión Europea) sin una economía que vuelva a activarse con vigor, contribuyendo a sanear así las cuentas del Estado?

No se puede seguir cerrando la economía, encerrando a las personas y no asumiendo la realidad. Y esa realidad no es otra que sufrimos una enfermedad con la que hay que convivir. No es negar la enfermedad, pues el coronavirus existe, contagia y, desgraciadamente, mata. Pero lo que es obvio es que no se pueden poner puertas al campo. Hay que ser prudentes, desde luego, y no bajar la guardia, por supuesto, pero hay que retomar la actividad, porque las prohibiciones no consiguen acabar con el virus y sí logran matar la prosperidad. Y el ánimo.

El conjunto de la sociedad no puede parar, porque, si no, sucumbirán más personas por todo tipo de enfermedades, además de que muchas otras comenzarán a pasar hambre, con el añadido de que con esas medidas el virus no se habrá extinguido. ¿Qué proponen? ¿Abrir y cerrar la economía, cual montaña rusa, según bajen o suban los contagios? Eso sólo genera incertidumbre, el peor enemigo de la economía.

Es más, incluso cuando haya vacuna efectiva, seguirá habiendo contagios y fallecimientos, lamentablemente, como pasa cada año con la gripe, para la que tenemos vacuna. No se trata de contraponer sanidad y economía. Es que sin economía no hay ni sanidad ni nada, sólo miseria, pobreza, carestía y, con ello, más muertes por otras enfermedades. Prudencia, sí; pánico y paralización, no.

En definitiva, con nuevas restricciones, el comercio, la hostelería y el turismo, y, con ello, el conjunto de la economía, no llegarán a Navidad.

Gobernar es saber que uno se enfrenta siempre al gran problema que estudia la economía, que es la escasez.
Gobernar es saber que se tienen fines alternativos para recursos escasos, y que hay que decidir cómo asignarlos.
Gobernar es, en definitiva, tener el valor de contar la realidad y de asumir las consecuencias, por duras que sean, de la mejor decisión para el conjunto, aunque ello implique algunas pérdidas irreparables.
Hay que elegir lo que es preferible o menos malo para toda la sociedad y, desde luego, lo mejor no es cerrar bares, restaurantes y negocios, ni seguir suprimiendo libertades.


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