Aniquilar la vida social, ese es el plan que está utilizando el Gobierno para poner freno a la pandemia en la segunda ola. Se mantienen abiertos los colegios, las tiendas, las fábricas y las oficinas, pero se cierran discotecas y bares de copas, se impone toque de queda y cierres de bares y restaurantes, y se limitan las reuniones a un máximo de 10 personas no convivientes (6, e incluso 0 en algunas regiones). Medidas que salvaguardan la vida económica (salvo turismo y hostelería), pero que suspenden de facto la vida social de los españoles.
En el actual contexto pandémico caracterizado otra vez por la transmisión comunitaria descontrolada, el conjunto de los actores políticos, sociales y mediáticos (estos últimos, especialmente proactivos en la criminalización de los jóvenes en tiempos de pandemia) presentan a la juventud de nuestro país como sujetos moralmente, socialmente y sanitariamente peligrosos, mientras que el ocio nocturno recibe la calificación de actividad altamente peligrosa en la lucha contra el covid-19.
Nadie se acuerda ya de que durante décadas el ocio nocturno se erigió y fue bendecido por las diferentes administraciones locales, regionales y nacional como elemento central de promoción turística y captación de flujos turísticos internacionales. Y tampoco nadie parece tener la suficiente valentía para explicar por qué los jóvenes de nuestro país han pasado de ser baluartes de la transición digital y ecológica de la España post-industrial a convertirse paulatinamente en meros sujetos homípedos jurídicamente amparados en el Titulo I de la Constitución, de derechos y deberes, según sople el viento (si es que sopla).
Las reuniones familiares y las fiestas particulares se han asociado al aumento progresivo de brotes durante el verano, lo que ha supuesto la activación de un frente institucional-mediático criminalizador del ocio nocturno (y, por extensión, de la juventud) ciertamente eficaz, implacable y sin espacio alguno a la construcción de un debate sereno, reflexivo, crítico y propositivo tal y como demanda toda sociedad democrática europea. La primera ocurrencia para reducir el contagio por el coronavirus en el ámbito del ocio nocturno fue prohibir el baile en las discotecas.
Si los epidemiologistas fueran expertos en juventud y ocio nocturno, y nuestros responsables políticos pidiesen asesoramiento más allá de sus respectivos gabinetes de comunicación, sabrían que nuestros adolescentes y jóvenes no bailan en las discotecas. Y si fueran expertos en consumo de ocio nocturno comercial en segmentos de población adulta (que es la que realmente sustenta el sector), sabrían que (en el caso de discotecas de música comercial) muy poca gente baila en una discoteca: no llegan ni al 5%. Dar la vuelta al ruedo copichuela en mano, estar en corrillo con amigas y/o amigos en formación pagana de devoción a la montaña de bolsos y chaquetas en medio del grupo, perfeccionar el arte y oficio de pedir una copa desde la tercera fila de la barra, buscar a tu amiga que se ha perdido, o sencillamente ver quién pasa en los aledaños de los servicios constituye un croquis relativamente certero de la topografía social de una discoteca de música comercial.
La segunda ocurrencia del plan gubernamental para acabar de rematar al sector del ocio nocturno ha sido decretar directamente su cierre (eso sí, pueden solicitar una nueva licencia municipal para reconvertirse en restaurantes). Se olvidan de que el sector está constituido por 25.000 empresas que genera más de 200.000 puestos de trabajo directos e indirectos y un porcentaje nada desdeñable del PIB nacional: un 1,8%.
Y la última ocurrencia del gobierno va a ser la imposición de un toque de queda nocturno. Muerto el perro se acabó la rabia. Para el Ejecutivo, la noche es el virus. Esta actividad económica (y sobre todo cultural) tiene suficiente potencial destructor para su plan de recuperación nacional.
Bares, restaurantes y reuniones sociales se han convertido en las principales ‘víctimas’ de las restricciones. Pero ¿de dónde se han sacado que bares, jóvenes y familias son las fuentes de contagio más importantes?
Si durante el verano se criminalizó a la juventud y a las familias, ahora le ha tocado el turno a la hostelería. Sin embargo, según el propio Ministerio de Sanidad, sólo el 2,3% de los contagios desde el fin de la desescalada estarían directamente vinculados a los bares y restaurantes; y según Competur (lobby empresarial impulsado por la patronal Hostelería de España y la asociación de productores Cerveceros de España) menos del 3,5% de los casos de covid-19 detectados en España entre el 25 de mayo y el 16 de octubre se pueden atribuir a bares y restaurantes. Al tratarse de un sector con 235.000 negocios abiertos al público, la afectación sería de solo 1,1 casos por cada 100 establecimientos. Esta incidencia en bares y restaurantes es 145 veces menor que en hospitales, 62 veces menor que en mataderos industriales, y entre 7 y 8 veces menos que en centros escolares.
Si hay algo que caracteriza al ser humano, es que somos SERES SOCIALES. Ya lo dijo Aristóteles hace 2.400 años: "El hombre es un ser social por naturaleza". Los gobiernos no pueden obviar esta característica innata de la humanidad e ir contra natura imponiendo, sin límite de tiempo, el aislamiento social. No pueden pedirnos que por tiempo indefinido renunciemos a nuestra vida social, prohibiéndonos que nos relacionemos con otras personas (desde amigos a nuestros seres queridos).
No pueden pretender aniquilar nuestra vida social de raíz, durante meses (o años). No pueden tener a toda la sociedad sometida, pudiendo ir únicamente de casa al trabajo (o escuela) y del trabajo a casa, por tiempo indefinido hasta que aparezca una vacuna milagrosa que ponga fin a todos los problemas. No pueden cerrar toda actividad de ocio con la excusa de "proteger nuestra salud", porque la salud no solo es física, sino también psicológica (y ésta es la que se está viendo ya muy afectada por miles de personas).
Por supuesto que debemos protegernos y extremar las precauciones, pero la vida social es una necesidad del ser humano. No pueden erradicarla, así, porque sí, y sin fecha. Deben dar alternativas. Si el riesgo de contagio es mayor en espacios cerrados, se deberían fomentar las reuniones en espacios abiertos y al aire libre. Pero no, también las han prohibido. No les basta con cerrar bares, restaurantes, discotecas, bares de copas... (arruinando, de paso, a miles de autónomos y familias), sino que también han cerrado playas y parques, y prohibido los botellones y las fiestas y/o reuniones en calles y plazas...
Tras estar encerrados estoicamente dos meses en sus respectivos hogares, centenares de miles de jóvenes están ya hasta el moño de los vídeos del TikTok, las stories del Instagram, el Discover Weekly del Spotify, de quemar horas y horas enganchados a la Play o al Fortnite. Necesitan quedar con sus amigas/os en bares, clubes o discotecas (o en sus terrazas), en parques, playas... Y si no se les permite, lo harán en domicilios privados. Porque al final, la consecuencia más inmediata del cierre de TODOS los lugares de ocio y esparcimiento es que la gente se va a seguir reuniendo y divirtiendo, en sus casas. Lo contrario es ir contra la propia condición humana y contra el desarrollo pleno del individuo.
El gobierno no parece darse cuenta de que al prohibir TODA actividad de ocio (nocturno y diurno), el problema de los contagios se acrecenta. Porque en la calle o en un lugar público (sea restaurante, discoteca o simplemente la calle, una plaza o la playa), es obligatorio cumplir ciertas normas de distanciamiento y usar mascarilla, y ello puede ser controlado (y sancionado) por las autoridades policiales; en el momento en que las reuniones se realizan en domicilios privados, dejan de cumplirse las normas de prevención porque, aparte de ser incómodas, no hay control ("total, aquí no nos ve nadie"). Y esto no es el juego del pilla pilla, que quien llega a 'casa' está salvado. Estar 'en casa' no implica que estemos a salvo si no se extreman las precauciones.
¿Por qué han cerrado espacios públicos al aire libre (parques, jardines, playas...) y se restringen aforos en las terrazas? Como se ha visto, la medida es, a todas luces contraproducente. Ahora la gente se reune en domicilios, en lugares cerrados, y la evidencia nos dice que en una sala cerrada es 20 veces más probable que te infectes si hay una persona contagiada. Pero en lugar de dar alternativas (al aire libre) para evitarlo, el gobierno sigue ahondando en la llaga y ahora pretende atajar el problema dándonos una nueva vuelta de tuerca: con un toque de queda. Más represión, más pérdida de libertades y derechos humanos, más dictadura.
Está claro que se deben evitar hacer interacciones en interiores, pero para eso los gobiernos ¡no pueden cerrar los exteriores! Donde hay que reducir los aforos al mínimo posible es en cualquier sitio cerrado, e instar a los ciudadanos a acudir a sitios abiertos y al aire libre (lo contrario de lo que se está haciendo). Bueno, en realidad lo que se está haciendo es encerrarnos otra vez en nuestras casas, salvo para ir a trabajar o a la universidad. No se pueden mantener abiertos los lugares donde se hace caja, como si allí no existiera el virus, y en cambio, cerrar los gratuitos, lo que pasa por considerar que el esparcimiento es innecesario.
La reducción del número de personas en las reuniones y que éstas sean las mismas siempre (como un "grupo burbuja") sería lo ideal. Pero para eso habríamos necesitado campañas pedagógicas y de concienciación, por ejemplo, como las del Sida, para interiorizar las medidas de autoprotección y que no se pierda el clima de alerta individual para que esto no rebote y se descontrole de nuevo. ¿Qué deberíamos hacer para contener la propagación del virus? Si la gente sabe el por qué de las medidas (con argumentos basados de verdad en la ciencia y en la lógica), y la importancia que tiene cada cual en su cumplimiento, colaborará y las cumplirá. Lo que no se puede hacer es prohibir que visites a tu abuelo que vive en una residencia, o impedir que celebres tu cumpleaños con tus padres y hermanos por imposición y sin fecha de caducidad.
La incomprensión de algunas medidas que se nos han impuesto puede explicar una parte de los contagios de la segunda ola. Mientras en otros países las ciencias del comportamiento forman parte de los procesos de toma de decisiones, España ha centrado la mayoría de sus decisiones en un marco exclusivamente sanitario (¿o más bien político?). Y además, con constantes cambios de criterio (lo que hoy es blanco, mañana es negro) y, en la mayoría de las ocasiones, con medidas contradictorias o que escapan a la razón. Esto ha generado una total desconfianza, no solo en los políticos, sino también en la comunidad científica (en quienes se han escudado los políticos para implantar sus medidas totalitarias y arbitrarias).
La mayor parte de diagnósticos y decisiones han obviado condicionantes como la movilidad, la densidad poblacional, el urbanismo, la ocupación laboral (quién puede teletrabajar, quién no) o la ausencia de estímulos para cumplir esas medidas. No ha habido en ninguno de los comités (y eso que no han sido pocos) ni sociólogos, ni antropólogos, ni expertos en geografía urbana ni humana.
Algunas de las cuestiones que se han debatido durante las últimas semanas, como el confinamiento por barrios o en qué debe consistir ese confinamiento, tienen todos los ingredientes de un problema sociológico, con diferencias de partida que influyen en la capacidad de las personas de cumplir o no cumplir las medidas. ¿Nadie se ha dado cuenta de que el porcentaje de personas que deben confinarse (en caso de ser positivos o haber estado en contacto con un enfermo) desciende entre las clases más bajas, entre personas que dependen de sus ingresos diarios para sobrevivir, y aún más si tienen hijos a su cargo? Son factores que no han sido observados a la hora de acompañar las restricciones con medidas complementarias para aliviar su impacto. Cada hogar es un microcosmos donde no tenemos ni idea de lo que está pasando.
El cierre de los parques y de otros lugares públicos, junto con la obligatoriedad del uso de la mascarilla en la calle, es el síntoma de que una percepción equivocada ha penetrado también en la mente política: que los desconocidos en lugares públicos -cuyo contacto se realiza por lo general en entornos abiertos (menos peligrosos)- son más contagiosos que los familiares en entornos privados -y cerrados (más peligrosos). ERROR.
La pandemia se juega en distintos tiempos. Del corto plazo, con la declaración del estado de alarma en marzo, hasta el largo plazo, con medidas como la higiene de manos, el teletrabajo o el uso de mascarillas, que se prolongarán más allá del final de la pandemia. Que la mayoría de decisiones busquen un impacto directo y a corto plazo genera una incertidumbre continua en lugar de intentar mantener medidas básicas y que puedan sostenerse durante mucho tiempo. Y en ese sentido, aniquilar la vida social de la ciudadanía no lo es.
Uno de los problemas de España es que ha sido más reactiva que proactiva, planteando de nuevo cierres y reaperturas graduales para controlar la curva desbocada, en lugar de atajar el problema tempranamente con un buen programa de rastreo que permita confinar SOLO a los enfermos. Algo que psicológica y socialmente puede ser muy dañino, especialmente cuando España se ha convertido en el país más apestado de Europa y un lastre para la recuperación económica de la eurozona.
Como ya hemos perdido el control sobre la segunda ola, al final da la sensación de que solo confinamientos estrictos van a conseguir doblegar la curva. Lo que no han entendido las autoridades es que no se están dando "empujoncitos" que ayuden a la gente a pensar en largo plazo, sino que, además, se está fomentando el cortoplacismo al decretar confinamientos de quince días continuos que están abocados al fracaso, porque cada vez son más difíciles de cumplir. Hartazgo, desasosiego y desesperanza es lo único que causan en la ciudadanía.
La primera medida errónea que se tomó fue confinar a todo el mundo. Porque hemos juntado en las casas a personas sanas, que no son amenaza, con los que son vulnerables. Hay que diferenciar entre distancia interpersonal y confinamiento. El confinamiento es parar el mundo; el distanciamiento físico es que la gente sana se mueva, pero con distancia. Y que la gente vulnerable esté quieta y aislada durante la cuarentena; además, dentro de los vulnerables, también tienes que separar a los que están infectados de los que no.
La falacia de la vacuna fomentada desde el Gobierno y algunas comunidades puede terminar siendo una tragedia psicológica al ofrecer falsas esperanzas a medio plazo que casi con total seguridad se van a ver traicionadas. Una estrategia que a largo plazo puede ser mucho peor. Aquí se combinan dos cosas: los gobiernos intentando manejar expectativas y dar la información poco a poco para que la gente no se venga abajo, y el autoengaño de nuestro día a día.
El problema es que a los seres humanos nos cuestan los largos plazos. Por eso fracasan los propósitos de Año Nuevo, las dietas o las colecciones de fascículos. Así que nos plantean objetivos a corto plazo, aún a riesgo de que caigamos en la desesperación más absoluta. Aún recuerdo el estado de alarma, que inicialmente se planteó para 14 días y acabaron siendo 98, prórroga tras prórroga... sin que pudiéramos vislumbrar el final. Las medidas más duras solo son socialmente aceptables cuando la percepción del riesgo es muy alta; cuando nos acostumbramos al riesgo, nos relajamos.
Por otro lado, la retransmisión pública de la negociación de las medidas puede marcar un antes y un después en la percepción de las medidas sanitarias. Con temas sanitarios, a la inmensa mayoría de ciudadanos nos podrían vender cualquier cosa, por lo que sería fácil que las autoridades primero escucharan a técnicos y científicos, llegaran a acuerdos en privado, y luego los explicaran de forma clara y consensuada de forma pública. Eliminando los bandazos de criterios, al menos daría la sensación de que saben de lo que hablan y de que las decisiones son tomadas siguiendo las evidencias científicas y no los intereses partidistas de los gobernantes. Es una paradoja, pero la opinión pública no sale de la nada, son los propios gobernantes quienes la crean.
A nivel sociológico se plantea otra cuestión. ¿Cómo va a afectar esta pandemia a la confianza social entre extraños? No olvidemos que estamos en una situación con un virus que se transmite de manera aérea entre personas asintomáticas. Se está produciendo a nivel social un cambio de paradigma muy importante, en el que todos estamos asumiendo que nuestra seguridad es tan importante que estamos dispuestos a perseguir a cualquiera en aras de ella (de ahí el surgimiento de los policías de balcón).
Una vez entramos en histeria colectiva, comenzamos a aceptar comportamientos que no habríamos aceptado antes. Cada vez estamos más dispuestos a aceptar un Estado policial para que nos proteja, y a utilizar medios coercitivos (por ejemplo, una aplicación móvil para monitorizarnos), porque nos preocupa tantísimo el riesgo de que enfermar o morir que estamos abandonando parcelas enormes de nuestra libertad. Es obvio decir que la seguridad no se consigue con golpes, guetos, medidas de segregación, señalamientos ni con la falta de inversión en servicios públicos. Una sociedad con más seguridad solo es posible si se garantizan derechos y libertades, una sanidad pública de calidad, empleo digno y no precario, educación accesible que genere una ciudadanía crítica, un sistema de cuidados y protección social sólido.
También tenemos que reconocerle su mérito a los medios de comunicación. Son sin duda los grandes culpables de esta histeria colectiva en la que ahora nos encontramos. Sus parrillas se llenaron y se llenan –24 horas, 7 días a la semana- de programas especiales sobre la enfermedad y sus muertos. Su casta de tertulianos se han reconvertido de opinólogos políticos a expertos sanitarios ¡los todistas de la información y sus mutaciones! En definitiva, medios que cumplen con su misión dentro del sistema y que para defenderse de las críticas se escudan en las medidas que se están tomando desde los gobiernos. Colgándose la medallita de informadores del siglo. Como si medios de comunicación y gobierno no fueran garrapatas de la misma bestia.
Otra de las causas que ayudan a la psicosis colectiva son las “medidas” que están tomando, (principalmente la militarización de las ciudades), inéditas hasta ahora. Carecemos de autonomía o de la más mínima iniciativa para responder ante cualquier improvisto, a reaccionar para superar un problema sin recibir órdenes. Al más mínimo reto nos escondemos en el regazo del Estado, con la esperanza de que nos salve.
En el mundo laboral más de lo mismo. Esta ocasión les viene de perlas para forzar un empujón hacia el teletrabajo y abaratar costos de producción. Así profundizan en la individualización del empleado, lo aíslan, volatilizan el compañerismo, hacen imposible la puesta en común de problemas, la organización sindical y, por supuesto, la lucha colectiva. Sin olvidarnos que este teletrabajo no es posible en la mayoría de trabajos.
Y no olvidemos el impacto psicológico que tendrá el Covid-19. Los confinamientos, el distanciamiento físico, la incertidumbre, la pérdida de empleos y la debacle de economía son factores que también pueden generar una ansiedad difícil de manejar y que pueden desembocar en un incremento de los trastornos mentales (depresión, suicidio, trastornos del ánimo, estrés postraumático...)
El principal problema de esta crisis es que es crónica, no sabemos cuándo va a terminar. Mientras tanto, estamos viviendo una distopía más propia de un thriller de ciencia ficción que de una hipotética sociedad del bienestar propia del siglo XXI.
En el actual contexto pandémico caracterizado otra vez por la transmisión comunitaria descontrolada, el conjunto de los actores políticos, sociales y mediáticos (estos últimos, especialmente proactivos en la criminalización de los jóvenes en tiempos de pandemia) presentan a la juventud de nuestro país como sujetos moralmente, socialmente y sanitariamente peligrosos, mientras que el ocio nocturno recibe la calificación de actividad altamente peligrosa en la lucha contra el covid-19.
Nadie se acuerda ya de que durante décadas el ocio nocturno se erigió y fue bendecido por las diferentes administraciones locales, regionales y nacional como elemento central de promoción turística y captación de flujos turísticos internacionales. Y tampoco nadie parece tener la suficiente valentía para explicar por qué los jóvenes de nuestro país han pasado de ser baluartes de la transición digital y ecológica de la España post-industrial a convertirse paulatinamente en meros sujetos homípedos jurídicamente amparados en el Titulo I de la Constitución, de derechos y deberes, según sople el viento (si es que sopla).
Las reuniones familiares y las fiestas particulares se han asociado al aumento progresivo de brotes durante el verano, lo que ha supuesto la activación de un frente institucional-mediático criminalizador del ocio nocturno (y, por extensión, de la juventud) ciertamente eficaz, implacable y sin espacio alguno a la construcción de un debate sereno, reflexivo, crítico y propositivo tal y como demanda toda sociedad democrática europea. La primera ocurrencia para reducir el contagio por el coronavirus en el ámbito del ocio nocturno fue prohibir el baile en las discotecas.
Si los epidemiologistas fueran expertos en juventud y ocio nocturno, y nuestros responsables políticos pidiesen asesoramiento más allá de sus respectivos gabinetes de comunicación, sabrían que nuestros adolescentes y jóvenes no bailan en las discotecas. Y si fueran expertos en consumo de ocio nocturno comercial en segmentos de población adulta (que es la que realmente sustenta el sector), sabrían que (en el caso de discotecas de música comercial) muy poca gente baila en una discoteca: no llegan ni al 5%. Dar la vuelta al ruedo copichuela en mano, estar en corrillo con amigas y/o amigos en formación pagana de devoción a la montaña de bolsos y chaquetas en medio del grupo, perfeccionar el arte y oficio de pedir una copa desde la tercera fila de la barra, buscar a tu amiga que se ha perdido, o sencillamente ver quién pasa en los aledaños de los servicios constituye un croquis relativamente certero de la topografía social de una discoteca de música comercial.
La segunda ocurrencia del plan gubernamental para acabar de rematar al sector del ocio nocturno ha sido decretar directamente su cierre (eso sí, pueden solicitar una nueva licencia municipal para reconvertirse en restaurantes). Se olvidan de que el sector está constituido por 25.000 empresas que genera más de 200.000 puestos de trabajo directos e indirectos y un porcentaje nada desdeñable del PIB nacional: un 1,8%.
Y la última ocurrencia del gobierno va a ser la imposición de un toque de queda nocturno. Muerto el perro se acabó la rabia. Para el Ejecutivo, la noche es el virus. Esta actividad económica (y sobre todo cultural) tiene suficiente potencial destructor para su plan de recuperación nacional.
Bares, restaurantes y reuniones sociales se han convertido en las principales ‘víctimas’ de las restricciones. Pero ¿de dónde se han sacado que bares, jóvenes y familias son las fuentes de contagio más importantes?
Si durante el verano se criminalizó a la juventud y a las familias, ahora le ha tocado el turno a la hostelería. Sin embargo, según el propio Ministerio de Sanidad, sólo el 2,3% de los contagios desde el fin de la desescalada estarían directamente vinculados a los bares y restaurantes; y según Competur (lobby empresarial impulsado por la patronal Hostelería de España y la asociación de productores Cerveceros de España) menos del 3,5% de los casos de covid-19 detectados en España entre el 25 de mayo y el 16 de octubre se pueden atribuir a bares y restaurantes. Al tratarse de un sector con 235.000 negocios abiertos al público, la afectación sería de solo 1,1 casos por cada 100 establecimientos. Esta incidencia en bares y restaurantes es 145 veces menor que en hospitales, 62 veces menor que en mataderos industriales, y entre 7 y 8 veces menos que en centros escolares.
Si hay algo que caracteriza al ser humano, es que somos SERES SOCIALES. Ya lo dijo Aristóteles hace 2.400 años: "El hombre es un ser social por naturaleza". Los gobiernos no pueden obviar esta característica innata de la humanidad e ir contra natura imponiendo, sin límite de tiempo, el aislamiento social. No pueden pedirnos que por tiempo indefinido renunciemos a nuestra vida social, prohibiéndonos que nos relacionemos con otras personas (desde amigos a nuestros seres queridos).
No pueden pretender aniquilar nuestra vida social de raíz, durante meses (o años). No pueden tener a toda la sociedad sometida, pudiendo ir únicamente de casa al trabajo (o escuela) y del trabajo a casa, por tiempo indefinido hasta que aparezca una vacuna milagrosa que ponga fin a todos los problemas. No pueden cerrar toda actividad de ocio con la excusa de "proteger nuestra salud", porque la salud no solo es física, sino también psicológica (y ésta es la que se está viendo ya muy afectada por miles de personas).
Por supuesto que debemos protegernos y extremar las precauciones, pero la vida social es una necesidad del ser humano. No pueden erradicarla, así, porque sí, y sin fecha. Deben dar alternativas. Si el riesgo de contagio es mayor en espacios cerrados, se deberían fomentar las reuniones en espacios abiertos y al aire libre. Pero no, también las han prohibido. No les basta con cerrar bares, restaurantes, discotecas, bares de copas... (arruinando, de paso, a miles de autónomos y familias), sino que también han cerrado playas y parques, y prohibido los botellones y las fiestas y/o reuniones en calles y plazas...
Tras estar encerrados estoicamente dos meses en sus respectivos hogares, centenares de miles de jóvenes están ya hasta el moño de los vídeos del TikTok, las stories del Instagram, el Discover Weekly del Spotify, de quemar horas y horas enganchados a la Play o al Fortnite. Necesitan quedar con sus amigas/os en bares, clubes o discotecas (o en sus terrazas), en parques, playas... Y si no se les permite, lo harán en domicilios privados. Porque al final, la consecuencia más inmediata del cierre de TODOS los lugares de ocio y esparcimiento es que la gente se va a seguir reuniendo y divirtiendo, en sus casas. Lo contrario es ir contra la propia condición humana y contra el desarrollo pleno del individuo.
El gobierno no parece darse cuenta de que al prohibir TODA actividad de ocio (nocturno y diurno), el problema de los contagios se acrecenta. Porque en la calle o en un lugar público (sea restaurante, discoteca o simplemente la calle, una plaza o la playa), es obligatorio cumplir ciertas normas de distanciamiento y usar mascarilla, y ello puede ser controlado (y sancionado) por las autoridades policiales; en el momento en que las reuniones se realizan en domicilios privados, dejan de cumplirse las normas de prevención porque, aparte de ser incómodas, no hay control ("total, aquí no nos ve nadie"). Y esto no es el juego del pilla pilla, que quien llega a 'casa' está salvado. Estar 'en casa' no implica que estemos a salvo si no se extreman las precauciones.
¿Por qué han cerrado espacios públicos al aire libre (parques, jardines, playas...) y se restringen aforos en las terrazas? Como se ha visto, la medida es, a todas luces contraproducente. Ahora la gente se reune en domicilios, en lugares cerrados, y la evidencia nos dice que en una sala cerrada es 20 veces más probable que te infectes si hay una persona contagiada. Pero en lugar de dar alternativas (al aire libre) para evitarlo, el gobierno sigue ahondando en la llaga y ahora pretende atajar el problema dándonos una nueva vuelta de tuerca: con un toque de queda. Más represión, más pérdida de libertades y derechos humanos, más dictadura.
Está claro que se deben evitar hacer interacciones en interiores, pero para eso los gobiernos ¡no pueden cerrar los exteriores! Donde hay que reducir los aforos al mínimo posible es en cualquier sitio cerrado, e instar a los ciudadanos a acudir a sitios abiertos y al aire libre (lo contrario de lo que se está haciendo). Bueno, en realidad lo que se está haciendo es encerrarnos otra vez en nuestras casas, salvo para ir a trabajar o a la universidad. No se pueden mantener abiertos los lugares donde se hace caja, como si allí no existiera el virus, y en cambio, cerrar los gratuitos, lo que pasa por considerar que el esparcimiento es innecesario.
La reducción del número de personas en las reuniones y que éstas sean las mismas siempre (como un "grupo burbuja") sería lo ideal. Pero para eso habríamos necesitado campañas pedagógicas y de concienciación, por ejemplo, como las del Sida, para interiorizar las medidas de autoprotección y que no se pierda el clima de alerta individual para que esto no rebote y se descontrole de nuevo. ¿Qué deberíamos hacer para contener la propagación del virus? Si la gente sabe el por qué de las medidas (con argumentos basados de verdad en la ciencia y en la lógica), y la importancia que tiene cada cual en su cumplimiento, colaborará y las cumplirá. Lo que no se puede hacer es prohibir que visites a tu abuelo que vive en una residencia, o impedir que celebres tu cumpleaños con tus padres y hermanos por imposición y sin fecha de caducidad.
La importancia de la sociología
Primero, ha venido lo sanitario: cifras, mapas, líneas ascendentes que muestran el abismo al que nos asomamos día tras día. Luego, a medida que nos hemos acostumbrado por mera saturación, ha llegado la necesidad de dar sentido (sociológico, político, económico) a lo que vivimos. Entender no solo la realidad, sino nuestra percepción de la misma para comprender cómo nos está afectando.La incomprensión de algunas medidas que se nos han impuesto puede explicar una parte de los contagios de la segunda ola. Mientras en otros países las ciencias del comportamiento forman parte de los procesos de toma de decisiones, España ha centrado la mayoría de sus decisiones en un marco exclusivamente sanitario (¿o más bien político?). Y además, con constantes cambios de criterio (lo que hoy es blanco, mañana es negro) y, en la mayoría de las ocasiones, con medidas contradictorias o que escapan a la razón. Esto ha generado una total desconfianza, no solo en los políticos, sino también en la comunidad científica (en quienes se han escudado los políticos para implantar sus medidas totalitarias y arbitrarias).
La mayor parte de diagnósticos y decisiones han obviado condicionantes como la movilidad, la densidad poblacional, el urbanismo, la ocupación laboral (quién puede teletrabajar, quién no) o la ausencia de estímulos para cumplir esas medidas. No ha habido en ninguno de los comités (y eso que no han sido pocos) ni sociólogos, ni antropólogos, ni expertos en geografía urbana ni humana.
Algunas de las cuestiones que se han debatido durante las últimas semanas, como el confinamiento por barrios o en qué debe consistir ese confinamiento, tienen todos los ingredientes de un problema sociológico, con diferencias de partida que influyen en la capacidad de las personas de cumplir o no cumplir las medidas. ¿Nadie se ha dado cuenta de que el porcentaje de personas que deben confinarse (en caso de ser positivos o haber estado en contacto con un enfermo) desciende entre las clases más bajas, entre personas que dependen de sus ingresos diarios para sobrevivir, y aún más si tienen hijos a su cargo? Son factores que no han sido observados a la hora de acompañar las restricciones con medidas complementarias para aliviar su impacto. Cada hogar es un microcosmos donde no tenemos ni idea de lo que está pasando.
El cierre de los parques y de otros lugares públicos, junto con la obligatoriedad del uso de la mascarilla en la calle, es el síntoma de que una percepción equivocada ha penetrado también en la mente política: que los desconocidos en lugares públicos -cuyo contacto se realiza por lo general en entornos abiertos (menos peligrosos)- son más contagiosos que los familiares en entornos privados -y cerrados (más peligrosos). ERROR.
La pandemia se juega en distintos tiempos. Del corto plazo, con la declaración del estado de alarma en marzo, hasta el largo plazo, con medidas como la higiene de manos, el teletrabajo o el uso de mascarillas, que se prolongarán más allá del final de la pandemia. Que la mayoría de decisiones busquen un impacto directo y a corto plazo genera una incertidumbre continua en lugar de intentar mantener medidas básicas y que puedan sostenerse durante mucho tiempo. Y en ese sentido, aniquilar la vida social de la ciudadanía no lo es.
Uno de los problemas de España es que ha sido más reactiva que proactiva, planteando de nuevo cierres y reaperturas graduales para controlar la curva desbocada, en lugar de atajar el problema tempranamente con un buen programa de rastreo que permita confinar SOLO a los enfermos. Algo que psicológica y socialmente puede ser muy dañino, especialmente cuando España se ha convertido en el país más apestado de Europa y un lastre para la recuperación económica de la eurozona.
Como ya hemos perdido el control sobre la segunda ola, al final da la sensación de que solo confinamientos estrictos van a conseguir doblegar la curva. Lo que no han entendido las autoridades es que no se están dando "empujoncitos" que ayuden a la gente a pensar en largo plazo, sino que, además, se está fomentando el cortoplacismo al decretar confinamientos de quince días continuos que están abocados al fracaso, porque cada vez son más difíciles de cumplir. Hartazgo, desasosiego y desesperanza es lo único que causan en la ciudadanía.
La primera medida errónea que se tomó fue confinar a todo el mundo. Porque hemos juntado en las casas a personas sanas, que no son amenaza, con los que son vulnerables. Hay que diferenciar entre distancia interpersonal y confinamiento. El confinamiento es parar el mundo; el distanciamiento físico es que la gente sana se mueva, pero con distancia. Y que la gente vulnerable esté quieta y aislada durante la cuarentena; además, dentro de los vulnerables, también tienes que separar a los que están infectados de los que no.
La falacia de la vacuna fomentada desde el Gobierno y algunas comunidades puede terminar siendo una tragedia psicológica al ofrecer falsas esperanzas a medio plazo que casi con total seguridad se van a ver traicionadas. Una estrategia que a largo plazo puede ser mucho peor. Aquí se combinan dos cosas: los gobiernos intentando manejar expectativas y dar la información poco a poco para que la gente no se venga abajo, y el autoengaño de nuestro día a día.
El problema es que a los seres humanos nos cuestan los largos plazos. Por eso fracasan los propósitos de Año Nuevo, las dietas o las colecciones de fascículos. Así que nos plantean objetivos a corto plazo, aún a riesgo de que caigamos en la desesperación más absoluta. Aún recuerdo el estado de alarma, que inicialmente se planteó para 14 días y acabaron siendo 98, prórroga tras prórroga... sin que pudiéramos vislumbrar el final. Las medidas más duras solo son socialmente aceptables cuando la percepción del riesgo es muy alta; cuando nos acostumbramos al riesgo, nos relajamos.
Por otro lado, la retransmisión pública de la negociación de las medidas puede marcar un antes y un después en la percepción de las medidas sanitarias. Con temas sanitarios, a la inmensa mayoría de ciudadanos nos podrían vender cualquier cosa, por lo que sería fácil que las autoridades primero escucharan a técnicos y científicos, llegaran a acuerdos en privado, y luego los explicaran de forma clara y consensuada de forma pública. Eliminando los bandazos de criterios, al menos daría la sensación de que saben de lo que hablan y de que las decisiones son tomadas siguiendo las evidencias científicas y no los intereses partidistas de los gobernantes. Es una paradoja, pero la opinión pública no sale de la nada, son los propios gobernantes quienes la crean.
A nivel sociológico se plantea otra cuestión. ¿Cómo va a afectar esta pandemia a la confianza social entre extraños? No olvidemos que estamos en una situación con un virus que se transmite de manera aérea entre personas asintomáticas. Se está produciendo a nivel social un cambio de paradigma muy importante, en el que todos estamos asumiendo que nuestra seguridad es tan importante que estamos dispuestos a perseguir a cualquiera en aras de ella (de ahí el surgimiento de los policías de balcón).
Una vez entramos en histeria colectiva, comenzamos a aceptar comportamientos que no habríamos aceptado antes. Cada vez estamos más dispuestos a aceptar un Estado policial para que nos proteja, y a utilizar medios coercitivos (por ejemplo, una aplicación móvil para monitorizarnos), porque nos preocupa tantísimo el riesgo de que enfermar o morir que estamos abandonando parcelas enormes de nuestra libertad. Es obvio decir que la seguridad no se consigue con golpes, guetos, medidas de segregación, señalamientos ni con la falta de inversión en servicios públicos. Una sociedad con más seguridad solo es posible si se garantizan derechos y libertades, una sanidad pública de calidad, empleo digno y no precario, educación accesible que genere una ciudadanía crítica, un sistema de cuidados y protección social sólido.
También tenemos que reconocerle su mérito a los medios de comunicación. Son sin duda los grandes culpables de esta histeria colectiva en la que ahora nos encontramos. Sus parrillas se llenaron y se llenan –24 horas, 7 días a la semana- de programas especiales sobre la enfermedad y sus muertos. Su casta de tertulianos se han reconvertido de opinólogos políticos a expertos sanitarios ¡los todistas de la información y sus mutaciones! En definitiva, medios que cumplen con su misión dentro del sistema y que para defenderse de las críticas se escudan en las medidas que se están tomando desde los gobiernos. Colgándose la medallita de informadores del siglo. Como si medios de comunicación y gobierno no fueran garrapatas de la misma bestia.
Otra de las causas que ayudan a la psicosis colectiva son las “medidas” que están tomando, (principalmente la militarización de las ciudades), inéditas hasta ahora. Carecemos de autonomía o de la más mínima iniciativa para responder ante cualquier improvisto, a reaccionar para superar un problema sin recibir órdenes. Al más mínimo reto nos escondemos en el regazo del Estado, con la esperanza de que nos salve.
En el mundo laboral más de lo mismo. Esta ocasión les viene de perlas para forzar un empujón hacia el teletrabajo y abaratar costos de producción. Así profundizan en la individualización del empleado, lo aíslan, volatilizan el compañerismo, hacen imposible la puesta en común de problemas, la organización sindical y, por supuesto, la lucha colectiva. Sin olvidarnos que este teletrabajo no es posible en la mayoría de trabajos.
Y no olvidemos el impacto psicológico que tendrá el Covid-19. Los confinamientos, el distanciamiento físico, la incertidumbre, la pérdida de empleos y la debacle de economía son factores que también pueden generar una ansiedad difícil de manejar y que pueden desembocar en un incremento de los trastornos mentales (depresión, suicidio, trastornos del ánimo, estrés postraumático...)
El principal problema de esta crisis es que es crónica, no sabemos cuándo va a terminar. Mientras tanto, estamos viviendo una distopía más propia de un thriller de ciencia ficción que de una hipotética sociedad del bienestar propia del siglo XXI.