La huella de Iglesias es inconfundible en las últimas decisiones del Gobierno. Su influencia decisiva se extiende mucho más allá del modestísimo ámbito competencial de su departamento (inventado a última hora para que no fuera el único vicepresidente sin cartera), y alcanza a decisiones económicas trascendentales que exceden de largo su experiencia de gobierno y su conocimiento de la materia.
Si en su día Sánchez temía no poder conciliar el sueño con Iglesias dentro del Gobierno, ahora da la impresión de no poder irse a la cama sin consultar cada paso con su lugarteniente.
Todos los inconvenientes que Sánchez decía ver en esa alianza, incluidos los de la desconfianza europea y el alineamiento del socio con los separatistas catalanes, se han verificado; sin embargo, el cerco político que el Gabinete sufre tras su fracaso en la crisis del coronavirus ha sobredimensionado el papel de Iglesias hasta volver imprescindible no sólo su respaldo, sino su abrasivo protagonismo en un escenario del que el primer actor ha huido para ponerse a salvo.
Si en su día Sánchez temía no poder conciliar el sueño con Iglesias dentro del Gobierno, ahora da la impresión de no poder irse a la cama sin consultar cada paso con su lugarteniente.
Todos los inconvenientes que Sánchez decía ver en esa alianza, incluidos los de la desconfianza europea y el alineamiento del socio con los separatistas catalanes, se han verificado; sin embargo, el cerco político que el Gabinete sufre tras su fracaso en la crisis del coronavirus ha sobredimensionado el papel de Iglesias hasta volver imprescindible no sólo su respaldo, sino su abrasivo protagonismo en un escenario del que el primer actor ha huido para ponerse a salvo.
¿Qué distingue a Iglesias de los otros 22 ministros? Que es el único del que no se puede prescindir. El único al que Pedro Sánchez no puede cesar sin comprometer la subsistencia de su Gobierno.
El único con autoridad política no delegada, sino propia y original. Aquel cuyas opiniones, por absurdas o peligrosas que parezcan, no deben ser ignoradas o preteridas sin grave peligro para el bien más preciado por Sánchez, que es su propio poder. Iglesias dispone de una autonomía política de la que carece cualquier otro miembro del Ejecutivo. De hecho, es la única persona en España que puede hacer caer el Gobierno de Sánchez en 24 horas.
No lo hará en este momento porque le sobra instinto político para saber que tal cosa en las circunstancias actuales sería un suicidio. No se rompe un Gobierno mientras mueren miles de personas y millones pierden sus puestos de trabajo. A medida que se vislumbre la superación de la amenaza vital del coronavirus, asumir los efectos dacronianos de la recesión económica y (presumiblemente) un rescate sin fracturarse será imposible para una coalición socialpopulista como ésta.
Al contrario que Sánchez, Iglesias dispone de un plan a largo plazo. Se trata de acceder al poder político para, desde él, primero demoler y después suplantar las bases políticas y económicas del llamado 'régimen del 78'.
La circunstancia extrema que vivimos le suministra una ventaja táctica (el tener en su mano la estabilidad del Gobierno), que él aprovecha para avanzar estratégicamente, introduciendo, al calor de la emergencia, elementos de su modelo alternativo con la intención de consolidarlos para el futuro. Pero llegará un momento en que permanecer vinculado a este Gobierno le resultará políticamente más dañino que rentable. Ese será el día del abandono.
Pedro Sánchez no solo eligió la coalición de gobierno más inestable y peligrosa. Además, se ocupó personalmente de volar los puentes con el centro derecha, dinamitando así cualquier posibilidad de construir una mayoría alternativa (o, simplemente, un espacio de consenso razonable entre las dos mitades del arco político) para el caso de que el país realmente lo necesitara, que es lo que hoy sucede.
El líder podemita es un desestabilizador nato cuyo instinto huele la oportunidad de sacar rédito de un ambiente inflamado. El clima vivido en el Comité de Reconstrucción del Congreso de los Diputados demuestra con toda su crudeza hasta qué punto el virus del totalitarismo se extiende de la mano de una formación, Podemos, que ha encontrado su perfecto aliado en la figura de Pedro Sánchez, cuyas infinitas ansias de poder le han llevado conceder a la formación populista un margen tan grande de autonomía y maniobrabilidad en el Gobierno que cualquier posibilidad de dotar a España de un mínimo de estabilidad resulta, hoy por hoy, una entelequia, un imposible metafísico.
Podemos, con la complicidad de Sánchez, está jugando al más peligroso de los juegos: atribuir intenciones golpistas a la oposición con tal de justificar el autoritarismo propio y desviar la atención de la insufrible cadena de negligencias y cacicadas que acumula el Gobierno en la gestión de la pandemia. El recurso que le queda a la izquierda es el insulto y la descalificación permanentes, la voladura de los cauces democráticos de expresión y el asalto a las instituciones del Estado.
La extrema izquierda se ha lanzado a una estrategia de deslegitimación de sus adversarios políticos. Si hace días fue Pablo Iglesias el que acusó a Vox de pretender un golpe de Estado, ahora le ha tocado el turno al senador del partido de Errejón, Eduardo Fernández Rubiño, que ha acusado al PP de «gobernar con fascistas». De este modo la izquierda intenta tapar su incompetencia en la gestión de la crisis sanitaria y económica, lanzándose sin rubor alguno a una estrategia antidemocrática de acoso contra la derecha, en un intento de generar un clima de tensión extremo que tape la negligencia y mentiras de un Ejecutivo que, mientras pide consenso a la oposición, sigue adelante con su plan rupturista.
Pablo Iglesias e Irene Montero se encuentran muy cómodos en el papel de incendiarios porque es el que han desempeñado toda su vida. Las tareas de Gobierno les superan o aburren, de modo que optan por su única especialidad: la de hacer oposición a la oposición.
Ni asume ni quiere asumir Iglesias que es el vicepresidente de España, no el tertuliano chavista que ganó fama en la tele y que nunca le ha abandonado. Sin embargo, el tono de Iglesias suele cambiar por completo cuando se dirige a los nacionalistas catalanes y vascos, para quienes reserva los mejores retruécanos elogiosos (quizá porque de ambos partidos depende la presidencia de Pedro Sánchez).
Asusta constatar que estas técnicas chavistas se hayan instalado con naturalidad en La Moncloa sin que los compañeros de viaje socialdemócratas se atrevan a musitar una protesta, cuando no jalean los métodos de sus socios radicales. La brutalización de las instituciones sigue su curso en la España que Pedro Sánchez gobierna desde hace solo dos años.
La situación política es dramática, porque la permanencia de Pedro Sánchez en el poder depende del comunismo totalitario y bolivariano, del independentismo y de los golpistas herederos de una banda de asesinos. Más o menos el mismo cóctel de ese Frente Popular que nos llevó, con la inestimable colaboración del dictador Franco, a esa contienda de malos contra malos que fue la Guerra Civil española.
La cuestión es que todos ellos se han conjurado para aprovechar el actual momento crítico que atraviesa España para alcanzar sus objetivos. Saben que la supervivencia de Pedro Sánchez está en sus manos y que no habrá otra oportunidad mejor que ésta para conseguir sus fines. Es ahora -con un presidente marioneta- o nunca.
Los problemas que afronta España son de una gravedad extrema y sólo con la combinación de un uso ortodoxo de la ayuda financiera europea y de medios que impulsen la productividad y el consumo interno se podrá superar la crisis económica.
Pero el líder de la izquierda populista, Pablo Iglesias, insiste en un modelo fallido que, eso sí, parece indestructible en su formulación más básica. Esa que vende el eslogan de «que paguen los ricos», pero que siempre se traduce en el empobrecimiento de mayores capas de la clase media, que es el único yacimiento fiscal que aún se puede seguir explotando (aunque no mucho más...).
El manejo de la economía está permitiendo a este Frente Popular avanzar a pasos agigantados en su absolutista proyecto. La gestión de los números está siendo tan deplorable que Podemos está consiguiendo sus objetivos, sin prisa pero sin pausa, en silencio pero con contundencia.
Por un lado, empobrecer a la sociedad para luego subsidiarla y tenerla sometida de manera clientelar en las urnas; por otro, cargarse empresas de sectores estratégicos para más tarde tener que nacionalizarlas porque, de momento, en España están prohibidas esas expropiaciones modelo Chávez que tanto molan al vicepresidente coletudo.
El único con autoridad política no delegada, sino propia y original. Aquel cuyas opiniones, por absurdas o peligrosas que parezcan, no deben ser ignoradas o preteridas sin grave peligro para el bien más preciado por Sánchez, que es su propio poder. Iglesias dispone de una autonomía política de la que carece cualquier otro miembro del Ejecutivo. De hecho, es la única persona en España que puede hacer caer el Gobierno de Sánchez en 24 horas.
No lo hará en este momento porque le sobra instinto político para saber que tal cosa en las circunstancias actuales sería un suicidio. No se rompe un Gobierno mientras mueren miles de personas y millones pierden sus puestos de trabajo. A medida que se vislumbre la superación de la amenaza vital del coronavirus, asumir los efectos dacronianos de la recesión económica y (presumiblemente) un rescate sin fracturarse será imposible para una coalición socialpopulista como ésta.
Al contrario que Sánchez, Iglesias dispone de un plan a largo plazo. Se trata de acceder al poder político para, desde él, primero demoler y después suplantar las bases políticas y económicas del llamado 'régimen del 78'.
La circunstancia extrema que vivimos le suministra una ventaja táctica (el tener en su mano la estabilidad del Gobierno), que él aprovecha para avanzar estratégicamente, introduciendo, al calor de la emergencia, elementos de su modelo alternativo con la intención de consolidarlos para el futuro. Pero llegará un momento en que permanecer vinculado a este Gobierno le resultará políticamente más dañino que rentable. Ese será el día del abandono.
Pedro Sánchez no solo eligió la coalición de gobierno más inestable y peligrosa. Además, se ocupó personalmente de volar los puentes con el centro derecha, dinamitando así cualquier posibilidad de construir una mayoría alternativa (o, simplemente, un espacio de consenso razonable entre las dos mitades del arco político) para el caso de que el país realmente lo necesitara, que es lo que hoy sucede.
El líder podemita es un desestabilizador nato cuyo instinto huele la oportunidad de sacar rédito de un ambiente inflamado. El clima vivido en el Comité de Reconstrucción del Congreso de los Diputados demuestra con toda su crudeza hasta qué punto el virus del totalitarismo se extiende de la mano de una formación, Podemos, que ha encontrado su perfecto aliado en la figura de Pedro Sánchez, cuyas infinitas ansias de poder le han llevado conceder a la formación populista un margen tan grande de autonomía y maniobrabilidad en el Gobierno que cualquier posibilidad de dotar a España de un mínimo de estabilidad resulta, hoy por hoy, una entelequia, un imposible metafísico.
Podemos, con la complicidad de Sánchez, está jugando al más peligroso de los juegos: atribuir intenciones golpistas a la oposición con tal de justificar el autoritarismo propio y desviar la atención de la insufrible cadena de negligencias y cacicadas que acumula el Gobierno en la gestión de la pandemia. El recurso que le queda a la izquierda es el insulto y la descalificación permanentes, la voladura de los cauces democráticos de expresión y el asalto a las instituciones del Estado.
La extrema izquierda se ha lanzado a una estrategia de deslegitimación de sus adversarios políticos. Si hace días fue Pablo Iglesias el que acusó a Vox de pretender un golpe de Estado, ahora le ha tocado el turno al senador del partido de Errejón, Eduardo Fernández Rubiño, que ha acusado al PP de «gobernar con fascistas». De este modo la izquierda intenta tapar su incompetencia en la gestión de la crisis sanitaria y económica, lanzándose sin rubor alguno a una estrategia antidemocrática de acoso contra la derecha, en un intento de generar un clima de tensión extremo que tape la negligencia y mentiras de un Ejecutivo que, mientras pide consenso a la oposición, sigue adelante con su plan rupturista.
Pablo Iglesias e Irene Montero se encuentran muy cómodos en el papel de incendiarios porque es el que han desempeñado toda su vida. Las tareas de Gobierno les superan o aburren, de modo que optan por su única especialidad: la de hacer oposición a la oposición.
Ni asume ni quiere asumir Iglesias que es el vicepresidente de España, no el tertuliano chavista que ganó fama en la tele y que nunca le ha abandonado. Sin embargo, el tono de Iglesias suele cambiar por completo cuando se dirige a los nacionalistas catalanes y vascos, para quienes reserva los mejores retruécanos elogiosos (quizá porque de ambos partidos depende la presidencia de Pedro Sánchez).
Asusta constatar que estas técnicas chavistas se hayan instalado con naturalidad en La Moncloa sin que los compañeros de viaje socialdemócratas se atrevan a musitar una protesta, cuando no jalean los métodos de sus socios radicales. La brutalización de las instituciones sigue su curso en la España que Pedro Sánchez gobierna desde hace solo dos años.
La situación política es dramática, porque la permanencia de Pedro Sánchez en el poder depende del comunismo totalitario y bolivariano, del independentismo y de los golpistas herederos de una banda de asesinos. Más o menos el mismo cóctel de ese Frente Popular que nos llevó, con la inestimable colaboración del dictador Franco, a esa contienda de malos contra malos que fue la Guerra Civil española.
La cuestión es que todos ellos se han conjurado para aprovechar el actual momento crítico que atraviesa España para alcanzar sus objetivos. Saben que la supervivencia de Pedro Sánchez está en sus manos y que no habrá otra oportunidad mejor que ésta para conseguir sus fines. Es ahora -con un presidente marioneta- o nunca.
Los problemas que afronta España son de una gravedad extrema y sólo con la combinación de un uso ortodoxo de la ayuda financiera europea y de medios que impulsen la productividad y el consumo interno se podrá superar la crisis económica.
Pero el líder de la izquierda populista, Pablo Iglesias, insiste en un modelo fallido que, eso sí, parece indestructible en su formulación más básica. Esa que vende el eslogan de «que paguen los ricos», pero que siempre se traduce en el empobrecimiento de mayores capas de la clase media, que es el único yacimiento fiscal que aún se puede seguir explotando (aunque no mucho más...).
El manejo de la economía está permitiendo a este Frente Popular avanzar a pasos agigantados en su absolutista proyecto. La gestión de los números está siendo tan deplorable que Podemos está consiguiendo sus objetivos, sin prisa pero sin pausa, en silencio pero con contundencia.
Por un lado, empobrecer a la sociedad para luego subsidiarla y tenerla sometida de manera clientelar en las urnas; por otro, cargarse empresas de sectores estratégicos para más tarde tener que nacionalizarlas porque, de momento, en España están prohibidas esas expropiaciones modelo Chávez que tanto molan al vicepresidente coletudo.