Pedro Sánchez se encumbró políticamente como un producto del marketing y nunca ha dejado de ser eso. No está capacitado para ejercer la presidencia del Gobierno de España, carece de completa preparación, responsabilidad y sentido común para ejercer la jefatura del Gobierno. Y no solo eso, es un mentiroso compulsivo que siempre ha usado la mentira para tener éxito político y construir una legislatura sobre posverdades.
Su llegada a la presidencia a través de la moción de censura destructiva fue legal pero ilegítima, al apoyarse para ello en todos los partidos que quieren destrozar nuestro régimen constitucional actual, de Podemos a Bildu, pasando por ERC, JxCat y el siempre interesado PNV. Eso le permitió derrochar en los viernes electorales el dinero que España necesitaría ahora para paliar la crisis y, en su lugar, usó para poder ganar las elecciones, y tras la repetición de los comicios, ser reelegido presidente.
Sánchez es un envoltorio marketiniano que esconde un recipiente vacío de ideas, de racionalidad y de interés por el servicio y la prosperidad de los españoles. Para Sánchez todo empieza y termina en él y sus intereses. Tras llegar a la secretaría general del PSOE y ser expulsado por sus propios compañeros, volvió a la misma tras hacer una campaña extremista por el liderazgo del PSOE. Él sabía que al votar los militantes le venía bien esa pose, porque los afiliados de base de un partido político suelen ser siempre los que mantienen posiciones más extremas.
En ese camino de marketing e impostura fichó a Iván Redondo, un consultor político que lo mismo recomienda a Monago que haga un rap que le dice a Sánchez que se alíe con los filoetarras. Al sellar esa colaboración entre ambos, lo que se ha instalado en La Moncloa no es un Gobierno, sino un gabinete de mercadotecnia que toma las decisiones única y exclusivamente en función del beneficio propio. Es cierto que los políticos, según la teoría de la elección pública, buscan maximizar sus votos, y que, por tanto, sopesan mucho, en sus decisiones, la aceptación que las mismas pueden tener entre los ciudadanos, pero lo de Sánchez no es éso, sino que todo se limita a sus intereses.
Ese tándem introdujo a Podemos en el Gobierno con la esperanza de poder servirse de él sin que Iglesias consiguiese nada a cambio, salvo las carteras ministeriales del líder de Podemos y de Irene Montero, pero el comunista tiene su propio plan, que a lo mejor termina confluyendo con Redondo, porque un mercenario siempre está dispuesto a servir al mejor postor.
Todo ello ha hecho que Sánchez (que no tiene apenas experiencia laboral fuera de la política y que en ella no había gestionado nada antes de asumir la presidencia del Gobierno) fuese un presidente creado para la imagen, para vender promesas y adoptar medidas a golpe de talonario, en un exacerbamiento del buenismo de Zapatero. Ahí, Sánchez se gastó lo que tenía y lo que no tenía, pero vendía erigirse en defensor de los oprimidos, mientras jugaba a batallas perdidas ochenta años atrás y cerradas con la reconciliación nacional de la Constitución de 1978. El despliegue mediático de la exhumación de Franco fue otro truco de ilusionista con el que Sánchez trataba de vender su gestión.
Por tanto, él y su Gobierno estaban preparados para la imagen, pero no para gestionar. Tanto negaban la desaceleración que ellos mismos debieron de creérselo, sin tomar precauciones, de manera que, en cualquier caso, se habrían tenido que enfrentar a una crisis importante en el corto plazo, cuando se hubiera visto su incapacidad.
Con lo que no contaban es con que iban a tener que gestionar una situación como una pandemia mundial. Por eso, cuando llegó la trataron con la respuesta habitual de Sánchez, Redondo y su Gobierno: venta de imagen y anteposición del interés político particular al interés general. Por eso, no tomaron medidas suaves, como el cierre de fronteras con China en enero, que podrían haber mitigado mucho la expansión del virus en España; y por eso no compraron tampoco material sanitario. Por eso, porque su interés político mandaba, permitieron y alentaron la manifestación política del 8-M, en lugar de prohibirla al haber avanzado ya el contagio por su nula previsión anterior. Por eso, por anteponer la imagen y el interés partidista al interés general, se equivocaron, porque no están hechos para gestionar.
Esa incapacidad para la gestión y su obsesión por el marketing le ha llevado a Sánchez a hacer el ridículo con cada comparecencia; a cambiar de aliado cuando le place; a no decretar un luto oficial por tantos compatriotas que han muerto por la falta de previsión gubernamental; a pactar, finalmente, con el antiguo brazo político de ETA nada menos que la derogación íntegra de la reforma laboral que permite, entre otras cosas, que los 3,4 millones de personas afectadas por un ERTE tengan sólo una suspensión de empleo en lugar de un ERE (que conllevaría la extinción del contrato laboral).
Una vez más, su respuesta es la del marketing: al oír a María Jesús Montero en su comparecencia tras el consejo de ministros, se ve que ya han dado la consigna de decir que "el PP ha dejado sólo al Gobierno y que tiene la culpa de todo", como ya avanzó Simancas, al proclamar que si España tiene tantos muertos por coronavirus se debe a Madrid, y que si el PSOE pacta con Bildu es por culpa del PP. ¿Problemas en el Gobierno? Ninguno, según Montero, que ha dicho que el Ejecutivo está “fuerte, cohesionado y unido”.
Si Zapatero era un inconsciente que pensaba que por querer mucho una cosa la iba a conseguir, Sánchez lo supera (y era difícil) al sumarle a la inconsciencia el carácter de un iluminado y el comportamiento de un ególatra irresponsable. A nadie se le ocurre no atajar antes y mejor la crisis sanitaria (de cuya enfermedad no tiene la culpa, pero sí de la dejadez en afrontarla y sus consecuencias); a nadie se le ocurre paralizar por completo la economía y tratar de reabrirla tan lentamente, condenando a la ruina a tantos españoles; y a nadie se le ocurre meter en el Gobierno a los comunistas y pactar con los batasunos.
Montero ha dicho que "el Gobierno se preocupa de salvar vidas de los españoles" (antes de eso y de pactar con EH Bildu, debería recordar cuántas vidas de españoles segaron los asesinos de ETA). Derogar íntegramente la reforma laboral de 2012 levantaría barreras a la contratación y sería letal en un momento como el actual, además de pegarle una patada a la Unión Europea en un momento en que, precisamente, la UE le ha exigido reformas y orden en las cuentas públicas para darle transferencias "no reembolsables".
Montero ha dicho que "el Gobierno se preocupa de salvar vidas de los españoles" (antes de eso y de pactar con EH Bildu, debería recordar cuántas vidas de españoles segaron los asesinos de ETA). Derogar íntegramente la reforma laboral de 2012 levantaría barreras a la contratación y sería letal en un momento como el actual, además de pegarle una patada a la Unión Europea en un momento en que, precisamente, la UE le ha exigido reformas y orden en las cuentas públicas para darle transferencias "no reembolsables".
Sánchez debería parar y darse cuenta de que no todo vale. La presidencia no puede seguir siendo su juguete con el que está destrozando a los españoles. Si tuviese algún mínimo sentido de la responsabilidad, debería presentar su renuncia a SM el Rey y dejar que otro socialista organizarse un Gobierno con las principales fuerzas constitucionales para marcar un horizonte de recuperación a ejecutar en dos o tres legislaturas. Eso es lo que pedimos los españoles con las caceroladas que suenen desde nuestros balcones, que ya han dado paso a numerosas manifestaciones en las calles.
Pero Sánchez no lo hará y las consecuencias de ello y de su incompetencia las sufriremos todos los españoles, algunos de los cuales ya las han sufrido en sus carnes, ya sea con la pérdida de familiares, o con las colas del hambre que han regresado a nuestro país de manera intensa por primera vez desde la post-guerra.
[Basado en un artículo de opinión de José Mª Rotellar publicado el 22/05/2020 en OkDiario]
El problema de España se llama Pedro Sánchez
Cada vez que se siente acorralado, el hombre que ostenta actualmente la presidencia del Gobierno redobla el desafío y huye hacia adelante, dejando tras de sí un reguero de promesas rotas y aliados frustrados. Esta forma cesarista y arriscada de entender la política, sorda al acuerdo e incompatible con la confianza que debe saber inspirar cualquier gobernante en minoría, ya sería censurable en un regidor de pueblo, pues su arbitrariedad la pagarían todos los vecinos; en un presidente, el precio lo pagamos 47 millones de españoles.
A su angustia por la incertidumbre sanitaria y la devastación económica han de añadir los ciudadanos la demencial ineptitud y el agresivo radicalismo de la coalición dirigida por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias: este Ejecutivo es parte fundamental del problema y no de la solución.
Algunos ingenuos aún insisten en que el influjo perverso se limita a Iglesias y que, si se le aísla convenientemente, el PSOE podría aplicar su programa socialdemócrata en esta legislatura que en realidad la pandemia ya ha dinamitado. Pero los hechos son tozudos y demuestran que Sánchez no tiene otro proyecto político que su supervivencia personal, mientras que Iglesias obtiene cada día avances sensibles en su confesada estrategia de desmantelamiento de la democracia del 78, que él juzga amortizada.
El plan de Podemos, sus alianzas simbióticas con el separatismo más destructivo -de ERC a Bildu-, es el que se está imponiendo a rebufo de la crisis del coronavirus mediante el chantaje de sus votos sobre un Sánchez entregado. Se entrega porque no tuvo (ni tiene) la valentía de explorar una alternativa moderada; porque prefiere recomponer la mayoría Frankenstein a cualquier precio para tratar de agotar el mandato con quienes se lo dieron.
Fue Sánchez quien eligió abrazarse al que le quitaba el sueño y es Sánchez, y no Lastra, quien le permite imponer su agenda antisistema a costa de cualquier socio constitucionalista (cuando cree necesario lavarse en Bildu la mano estrechada a Ciudadanos), a costa del diálogo social con la patronal y hasta con los sindicatos (cuando acuerda la derogación íntegra de la reforma laboral con nocturnidad), a costa de la negociación del rescate con Europa (cuando ningunea a Nadia Calviño), a costa de la memoria de las víctimas de ETA (cuando blanquea a Otegi como interlocutor válido y hasta como socio de una hipotética coalición en el País Vasco), y a costa de la integridad territorial del Estado (cuando suplica a Rufián la reanudación de sus conversaciones en el punto en que lo dejó la mesa extraparlamentaria separatista).
Todo eso ya forma parte del equipaje político del nuevo PSOE, por obra y gracia de Pedro Sánchez. Nada hay de progresista en ese legado: solo el brutalismo narcisista de un aventurero sin escrúpulos que ha traicionado los últimos principios de un partido irreconocible, con el silencio cómplice de algunos ministros y el gemido impotente de algunos barones del partido. A partir de este momento, Sánchez se cierra otras puertas y se condena a apurar hasta las heces la vía populista y separatista, en abierto desprecio del interés general de los españoles.
Pero además de su contenido iliberal, las formas del sanchismo resultan igualmente bochornosas. El debate sobre la 5ª prórroga del estado de alarma sirvió tanto a la exhibición de debilidad como a la apología de la traición. Incapaz de honrar los acuerdos que suscribe por considerarlos ataduras a su voluntad de poder, el presidente ha prostituido el valor de su palabra a la vista de todos, ocultando el enjuague con EH Bildu para no malograr el apoyo de Cs y desairando al PNV con los herederos de ETA en un contexto preelectoral, mientras Calviño e Iglesias ventilan su duelo de autoridad al hilo de la rectificación o no del infame pacto.
El espectáculo es inenarrable. El crédito de España ante el mundo se hunde. La seguridad jurídica se esfuma. La factura de la crisis se dispara. Y la recuperación, bajo semejante Gobierno, se pospone sine die.
A su angustia por la incertidumbre sanitaria y la devastación económica han de añadir los ciudadanos la demencial ineptitud y el agresivo radicalismo de la coalición dirigida por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias: este Ejecutivo es parte fundamental del problema y no de la solución.
Algunos ingenuos aún insisten en que el influjo perverso se limita a Iglesias y que, si se le aísla convenientemente, el PSOE podría aplicar su programa socialdemócrata en esta legislatura que en realidad la pandemia ya ha dinamitado. Pero los hechos son tozudos y demuestran que Sánchez no tiene otro proyecto político que su supervivencia personal, mientras que Iglesias obtiene cada día avances sensibles en su confesada estrategia de desmantelamiento de la democracia del 78, que él juzga amortizada.
El plan de Podemos, sus alianzas simbióticas con el separatismo más destructivo -de ERC a Bildu-, es el que se está imponiendo a rebufo de la crisis del coronavirus mediante el chantaje de sus votos sobre un Sánchez entregado. Se entrega porque no tuvo (ni tiene) la valentía de explorar una alternativa moderada; porque prefiere recomponer la mayoría Frankenstein a cualquier precio para tratar de agotar el mandato con quienes se lo dieron.
Fue Sánchez quien eligió abrazarse al que le quitaba el sueño y es Sánchez, y no Lastra, quien le permite imponer su agenda antisistema a costa de cualquier socio constitucionalista (cuando cree necesario lavarse en Bildu la mano estrechada a Ciudadanos), a costa del diálogo social con la patronal y hasta con los sindicatos (cuando acuerda la derogación íntegra de la reforma laboral con nocturnidad), a costa de la negociación del rescate con Europa (cuando ningunea a Nadia Calviño), a costa de la memoria de las víctimas de ETA (cuando blanquea a Otegi como interlocutor válido y hasta como socio de una hipotética coalición en el País Vasco), y a costa de la integridad territorial del Estado (cuando suplica a Rufián la reanudación de sus conversaciones en el punto en que lo dejó la mesa extraparlamentaria separatista).
Todo eso ya forma parte del equipaje político del nuevo PSOE, por obra y gracia de Pedro Sánchez. Nada hay de progresista en ese legado: solo el brutalismo narcisista de un aventurero sin escrúpulos que ha traicionado los últimos principios de un partido irreconocible, con el silencio cómplice de algunos ministros y el gemido impotente de algunos barones del partido. A partir de este momento, Sánchez se cierra otras puertas y se condena a apurar hasta las heces la vía populista y separatista, en abierto desprecio del interés general de los españoles.
Pero además de su contenido iliberal, las formas del sanchismo resultan igualmente bochornosas. El debate sobre la 5ª prórroga del estado de alarma sirvió tanto a la exhibición de debilidad como a la apología de la traición. Incapaz de honrar los acuerdos que suscribe por considerarlos ataduras a su voluntad de poder, el presidente ha prostituido el valor de su palabra a la vista de todos, ocultando el enjuague con EH Bildu para no malograr el apoyo de Cs y desairando al PNV con los herederos de ETA en un contexto preelectoral, mientras Calviño e Iglesias ventilan su duelo de autoridad al hilo de la rectificación o no del infame pacto.
El espectáculo es inenarrable. El crédito de España ante el mundo se hunde. La seguridad jurídica se esfuma. La factura de la crisis se dispara. Y la recuperación, bajo semejante Gobierno, se pospone sine die.
¿Qué vamos a hacer ahora los españoles, cuando ha quedado en evidencia que tenemos un presidente de Gobierno que no sólo miente, traiciona tanto a los suyos como a los rivales, es poco inteligente (como demuestra al meterse en todo tipo de berenjenales) y, además, un dictador, cobarde y un egocéntrico? Por lo pronto, no puede haber nuevas elecciones al establecer la Constitución un año de plazo con las últimas. Un "Gobierno provisional" en las presentes condiciones es inviable, dadas las pésimas relaciones entre los partidos, incluso del mismo bando ideológico. Hay también la posibilidad de que decida cambiar de socios y tomar el camino contrario al seguido hasta ahora: romper la cohabitación con Unidas-Podemos y adoptar una política socialdemócrata europeísta.
Sea como sea, los españoles lo tenemos crudo. No tenemos más remedio que lidiar con lo que hay, con sólo una cosa segura: Sánchez no se rendirá. Va a echar mano de todos los subterfugios, artimañas, tretas y trampas para seguir en el poder, incluso no ejerciéndolo, lo que es lo más peligroso, pues hay partidos, como los nacionalistas, que intentan sacar provecho de ello. Y nada hay más blando que un hombre chantajeable (a cambio de poder, se entiende).