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Vivir sin Presupuestos Generales del Estado

Tic, tac... Se va acabando el plazo para elaborar unos Presupuestos Generales del Estado, pero ésto no parece preocupar al Gobierno, aunque hace el paripé de intentar negociar con los distintos partidos políticos la elaboración de los "Presupuestos de la Reconstrucción". Recordemos que en dos años Sánchez no ha sido capaz de sacar adelante unas cuentas públicas, y que las vigentes fueron elaboradas por el anterior Ejecutivo (del Partido Popular) en 2018. Tras dos prórrogas, son los presupuestos más longevos de la historia de España.

Según el artículo 134.3 de la Constitución, el Gobierno debe "presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior". Es decir, antes del 1 de octubre de cada año. En 2020 no se cumplirá ese plazo. No por un impedimento legal. Ni siquiera por un hecho político sobrevenido, como podría ser la convocatoria de unas elecciones generales. Simplemente, porque Moncloa no está en condiciones de asegurarse una mayoría parlamentaria suficiente, aunque también por un interés político.


La ley de presupuestos es la más importante de todas las que en un ejercicio ha de elaborar y poner en marcha un gobierno tras ser aprobada por el legislativo. Además de ser un texto fundamental para cualquier país, es la base de la trayectoria del ejecutivo por cuanto recoge sus planteamientos ideológicos y las fórmulas y la trayectoria que aspira a desarrollar. En España no es así.

Porque la fórmula para que puedan aprobarse está dañada desde el inicio y los vetos de unos a otros con los que tiene que lidiar Sánchez no son más que la consecuencia de una coalición de gobierno cosida con alfiles y dependiente, para su supervivencia, de las exigencias externas de quienes velan por unos intereses no siempre confesables.

En estas condiciones solicitar un voto a ciegas, una aprobación sin más, de unas cuentas que se desconocen, de unos objetivos que no se sabe muy bien si existen y todo ello aderezado con la emergencia nacional provocada por la pandemia, no deja de ser utópico por mucho que se quiera disfrazar acusando a los otros de falta de patriotismo, de deslealtad y hasta de filibusterismo político.

No parece preocuparle mucho al gobierno de coalición que no cuente con los votos suficientes. No tener Presupuestos lo libera de ajustarse a una senda de gasto, lo que permite sobrevivir al tándem Sánchez & Iglesias sin tensiones verdaderamente relevantes, más allá del ruido propagandístico. Es tiempo ganado para el PSOE y para Unidas Podemos.

Ni siquiera es una obligación ante Bruselas.
Lo que le interesa a la Unión Europea para dar a España el dinero del rescate es el llamado Plan Presupuestario, que es un documento de compromisos y prioridades en política fiscal, pero no un texto normativo que tenga que pasar por el filtro del Congreso. (Hay que enviarlo antes del 15 de octubre).

Es decir, que mientras Hacienda obliga a los contribuyentes a cumplir los plazos, bajo amenaza de sanción, presenta las cuentas del Reino cuando lo considera oportuno, lo que se parece mucho a la singular la ley del embudo, algo que en el fondo revela una enorme inestabilidad política. La propia ministra Montero ha avanzado que, al menos, hasta finales de este mes no se presentará el límite de gasto, que, posteriormente, tiene que pasar el periplo parlamentario.

Hacienda, en primer lugar, debe aprobar todavía la orden ministerial que sirve de hoja de ruta a los distintos ministerios sobre cómo elaborar los presupuestos y, posteriormente, el Consejo de Ministros debe enviar al Congreso tanto el techo de gasto como los objetivos de déficit de las distintas administraciones. Un procedimiento lento que consume semanas. La complejidad estriba, además, en que necesitaría una doble mayoría absoluta (176 votos), una para aprobar el incremento del déficit estructural, de carácter previo, y otra para sacar adelante los Presupuestos del año próximo. Objetivos complicados con una mayoría estable de 155 diputados.

El caso es que a estas alturas del mes, el Consejo de Ministros ni ha aprobado el techo presupuestario ni los objetivos de estabilidad, es decir, el déficit público previsto para los próximos años. Tampoco ha desvelado la regla de gasto. Ni siquiera ha convocado al Consejo de Política Fiscal y Financiera, un órgano en el que están presentes todas las comunidades autónomas, y que no se reúne desde el pasado 7 de febrero, pese a la presión que ha ejercido la pandemia sobre el gasto público.

Por supuesto que tampoco ha remitido a las CCAA sus objetivos de déficit público individualizados, previo informe de la AIReF. Recordemos que la ley obliga a que Hacienda, antes del 1 de agosto de cada año, informe al Consejo de Política Fiscal y Financiera sobre el límite de gasto no financiero del Estado. Es decir, Hacienda tiene casi todo por hacer cuando faltan apenas tres semanas para que acabe el plazo.

No es un asunto irrelevante la fecha de presentación, porque la propia Constitución establece el principio de anualidad a la hora elaborar los Presupuestos, lo que quiere decir (en el caso español) que empiezan y terminan el 1 de enero de cada año. No por un capricho del legislador, sino porque al estar tasados los plazos, los agentes económicos disponen de seguridad jurídica.

De ahí que el constituyente quisiera introducir una singularidad: los Presupuestos se prorrogan automáticamente. Un automatismo que no se da en otras leyes. Precisamente, porque las cuentas del Reino tienen un carácter esencialmente temporal, lo que, en teoría, obliga a los gobiernos a cumplir los plazos, aunque sea solo a la hora de presentar el correspondiente proyecto de ley.

El hecho de que el Gobierno presente el proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado cuando le interesa no es un asunto menor. No es intranscendente en términos políticos que el Gobierno haya renunciado a presentar sus objetivos de déficit para el año que viene. Eso le permite actuar de forma discrecional, y algunas veces arbitrariamente, en cuestiones como la utilización de los remanentes de los ayuntamientos, o conceder fondos a las comunidades autónomas sin un debate real sobre la política presupuestaria. Por el contrario, el Gobierno central aparece ante la opinión pública como el padrino que entrega una gratificación a las regiones (16.000 millones de euros).

Precisamente porque la Moncloa se ha acostumbrado a gobernar a golpe de real decreto-ley y cualquier ley sustantiva (como la Ley de Presupuestos), exige no solamente pactar, sino desvelar sus cartas. Y pactando de esta manera, con unos y con otros, ora con Unidas Podemos ora con Ciudadanos, y teniendo siempre en la recámara a ERC, el PSOE se sitúa en el centro del tablero político, que es lo que más le interesa a largo plazo para aumentar sus magros 120 diputados y casi mil asesores nombrados a dedo.

Vivir sin Presupuestos Generales del Estado hasta que se pueda, mientras el cuerpo aguante, y en contra de lo que pueda parecer, no es ninguna tragedia económica. Como se ha dicho, las cuentas del Reino se prorrogan de forma automática, y ni siquiera la inflación es un problema porque está en negativo (-0,5%), lo que afecta a las pensiones o a los salarios de los empleados públicos. De hecho, alrededor del 80% del Presupuesto está gastado antes de que comience el año (debido a que se trata de créditos ampliables de forma automática).

Y es que, además, se puede gobernar gracias a una razón de mucho peso. Como ha dicho explícitamente la Comisión Europea, los fondos de recuperación, los célebres 140.000 millones, son ajenos a la aprobación del Presupuesto. Se distribuirán sí o sí en los próximos años, independientemente de lo que ocurra con las cuentas públicas.

Es decir, habrá margen para hacer política de gasto sin ajustarse al corsé que supone una norma legal que, además, obliga a elegir el socio, lo cual puede generar muchas tensiones.

Aquí está, precisamente, la paradoja. La mejor ancla de este Gobierno no son sus inestables socios parlamentarios, en particular la mayoría que cuajó en la moción de censura, sino Bruselas, convertida en la mejor aliada de Sánchez e Iglesias.

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