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La republiqueta federal de Iglesias

Tumbar el régimen monárquico e implantar una republiqueta federal. Así, sin anestesia ni eufemismos, disfrutando de su cargo de vicepresidente segundo del Gobierno, y consciente de que sus escaños son imprescindibles para Pedro Sánchez, Pablo Iglesias desgranó en el Consejo Ciudadano Estatal de Unidas Podemos el 16 de septiembre su propuesta más populista, un plan político que conduciría a España al conflicto civil.

En un momento en que la mayor pandemia del último siglo se expande por el país a una velocidad media de más de 10.000 nuevos infectados diarios; cuando padres y profesores viven un calvario sobre la seguridad de los centros educativos frente al contagio; cuando en una docena de provincias hay algún tipo de restricción de la movilidad de los ciudadanos; cuando la economía se desploma y se multiplica exponencialmente el paro; cuando en Madrid hay casi un millón de habitantes obligados a permanecer en sus casas o imposibilitados de salir de sus barrios; cuando los profesionales de la medicina denuncian a voz en cuello la inminencia de un nuevo colapso en el sistema sanitario... el colíder de la alianza que gobierna el país considera una prioridad esencial el cambio de la forma de Estado.

Iglesias fija como «tarea política fundamental» de su partido avanzar «con valentía» hacia una nueva República donde el jefe del Estado «jamás» vista de «militar» y «donde mande el pueblo y no el poder económico». O sea, pretende la derogación de la Monarquía parlamentaria, la instauración de una republiqueta y la transformación de España en un Estado «más federal, confederal», como si ambos modelos fueran compatibles, ignorancia inexcusable en un sedicente profesor de Ciencias Políticas.

¿Cómo? "Construyendo alianzas con valentía y audacia".

¿Por qué? Porque estamos es un "momento histórico de crisis de la Monarquía y del modelo de Estado que encarna" y porque "cada vez menos gente en España entiende, especialmente la gente joven, que en pleno siglo XXI la ciudadanía no pueda elegir quién es su jefe de Estado”.

¿Para qué? Para impulsar un proyecto que "fortalezca los derechos sociales, los servicios públicos, la igualdad de género, la educación y la cultura"; un proyecto modernizador capaz de resolver la crisis territorial y de dejar atrás un modelo económico basado en la "especulación inmobiliaria, la exclusividad del turismo y la contratación pública del que la Monarquía fue un ineficaz promotor".

La demagogia de Iglesias se adorna con la habitual invocación a los jóvenes, de los que dijo que "no entienden que no se pueda elegir al Jefe del Estado", nueva prueba de la ignorancia deliberada del vicepresidente del Gobierno sobre la legitimidad democrática de la Corona. El mensaje no va dirigido al Rey, ni a los jóvenes, sino a Pedro Sánchez, convertido por voluntad propia en el padrino de una formación política que quiere pactar una nueva transición con los golpistas de ERC y los proetarras de EH Bildu.

Esta es la verdadera realidad del Gobierno de coalición que preside Sánchez. Es un proyecto político cuyo (des)propósito es hacer una transición vengativa contra media España. Convendría que Ciudadanos se enterara de esto de una vez y dejara de ser el tonto útil del comunismo dando carta blanca a Sánchez en la negociación de los Presupuestos del Estado.

Pedir una republiqueta federal -y confederal al mismo tiempo, según el creativo vicepresidente segundo- no es sólo pedir la abolición de la Monarquía. Es desfigurar España como realidad nacional y adentrarla en la senda de los sistemas autoritarios con los que se identifica Iglesias. Lo que propone Iglesias es muy viejo y ya sabemos, precisamente por nuestra «memoria democrática» (la misma que pretende manipular el Ejecutivo), cómo ha funcionado en España y qué consecuencias trágicas ha tenido para los españoles.

El problema de Iglesias no son sus sueños, sino sus errores. Y no es el menor de ellos su fetichismo republicano: esa sacralización pueril de la República, pareja a una execración de la Corona que solo se sostiene atribuyéndole al rey unos poderes y una capacidad de influencia en el Gobierno que jamás ha tenido, ni en ésta ni en ninguna otra monarquía constitucional del mundo. Para desligitimizar la monarquía utiliza las noticias sobre la presunta fortuna opaca del Rey emérito Juan Carlos I.

El líder de Unidas Podemos no oculta su plan para dinamitar los cimientos de nuestro Estado de Derecho. Nunca lo ha hecho. Es el PSOE el que con su pasividad y su cinismo alienta, al tolerarlas, unas tensiones que resultan demoledoras para nuestra convivencia. Las «distintas sensibilidades» que conviven en el Gobierno no pueden servir de excusa para que Pedro Sánchez se presente ante la opinión pública como un estadista cuya figura política se beneficia del creciente radicalismo, cada vez más desinhibido, de su vicepresidente segundo.

Socavar las instituciones democráticas desde el propio poder ejecutivo es obra de Pablo Iglesias, pero es Pedro Sánchez quien lo permite con su silencio, interesado y cómplice.

Está muy dicho que el Covid ha puesto de manifiesto que España tiene el peor Gobierno posible en el peor momento. No sólo eso: la emergencia de salud pública ha venido a revelar que la mayoría de los estamentos e instituciones sobre las que se asienta el funcionamiento de la nación registra tal conjunto de trastornos, anomalías y desarreglos que puede hablarse con plena propiedad de un problema global, de un fallo sistémico.

La epidemia ha situado a otras naciones en serios contratiempos, pero España ostenta una destacada posición en el podio europeo de una hipotética y deshonrosa competición de desperfectos. Con el agravante de que a una primera reacción caracterizada por la incapacidad y el caos más completos se ha sumado una vergonzosa ineptitud colectiva para prevenir la segunda ola en medio del absentismo gubernamental, del desconcierto administrativo, de la irresponsabilidad de los dirigentes y de la inconsciencia del pueblo ante la certeza del riesgo de una enfermedad que hace 6 meses mostró su devastador efecto sobre una gigantesca montaña de muertos.

El virus ha delatado que España sufre una debilidad estructural sobrecogedora en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad y obsesionada en sus intereses corporativos, se han unido una opinión pública sectaria, trivial y cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una administración anquilosada, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo territorial demasiado complejo para solventar su propio desorden competencial y jurídico.

Ante el comprometido envite de una enfermedad sin antídoto, se han averiado de golpe todos los mecanismos que podían ofrecer un mínimo soporte defensivo. En realidad, lo estaban desde hace tiempo, pero nadie parece haber advertido los síntomas que anunciaban el corrosivo desgaste de sus pilares críticos. Y aun ahora, el paroxismo propagandístico del poder condena el pesimismo como una especie de antipatriótico espíritu destructivo.

Lo peor de esta situación desastrosa es que acaece tras una tragedia de la que ni los gobernantes ni la sociedad han sido capaces de extraer ninguna enseñanza. Hubo un momento, al decaer el estado de alarma, en que el duro confinamiento produjo un notable alivio de la presión sanitaria. Pero en vez de rearmar al Estado y coordinar el difuso magma de sus funciones descentralizadas, las autoridades proclamaron con frívolo triunfalismo el final de la amenaza, transmitiendo a la ciudadanía la impresión equivocada de que podía volver a una normalidad falsa que distaba mucho de compadecerse con la realidad de las circunstancias. Se difundió la necesidad de retomar la confianza y se desmanteló una estructura de protección, ya de por sí frágil y escasa.

El Gobierno, asfixiado por las críticas a su ineficacia, se apresuró a desembarazarse de responsabilidad depositándola en las autonomías bajo el señuelo intragable de la «cogobernanza», y la población aprovechó el verano para relajarse tras la larga etapa de encierro en sus casas. La retórica de la «reconstrucción» no fue más que la enésima campaña de simulación destinada a minimizar la improvisación de la «desescalada». Sin soluciones ni proyectos, el Ejecutivo se refugió en un neolenguaje de patrañas abstractas: en vez de remedios, previsiones y recursos, acumuló una hamletiana secuencia de palabras, palabras, palabras.

Y por si todo eso no fuese suficiente garantía de fracaso, el presidente Sánchez ha abordado el regreso del curso -y del ataque vírico- con indisimulado afán de depositar en la autonomía madrileña y en su presidenta la culpa exclusiva del rebrote descontrolado. Ciertamente Díaz Ayuso no ha destacado por una gestión a la altura de la relevancia de su cargo; su propio partido cuestiona su liderazgo y su gabinete vive en perpetua tensión con los socios de Ciudadanos. Pero el sanchismo ha convertido Madrid en el símbolo del descalabro que en toda España ha producido la ausencia voluntaria de una mínima política de Estado.

Tras el abuso sistemático del decreto de excepción para implantar un mando único autoritario, el inquilino La Moncloa ha dado un giro táctico en el que sólo permanece de su anterior designio una política comunicativa de pertinaz engaño, que es todo un homenaje al ominoso Ministerio de la Verdad orwelliano.

No hay margen para la casualidad: existen razones de sobra para que España esté a la cabeza del impacto del desastre en Europa. La excusa de la sorpresa apenas si podía caber (con mucha benevolencia) durante la primera ola; ahora no quedan evasivas exculpatorias para este fracaso de consecuencias demoledoras. Menos aún para refugiarse en maniobras de distracción como el debate sobre la Corona o las leyes de la «Memoria Histórica». Porque lo único que se recordará de esta inoperancia calamitosa será la maldición autodestructiva de un país empeñado en abocarse cíclicamente a la derrota.

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