El populismo ha irrumpido en la política española para quedarse. Tras la llegada de Podemos, adalid del populismo, todos quieren imitarlo e incorporarse a la nueva forma de hacer política. Se puede practicar el populismo con casi todo, y es fácil convencer a la ciudadanía prometiendo aquello que no se puede cumplir y diciendo frases hechas que suenan bien pero que la mayoría de las veces no se sostienen. Ahora que se están negociando los Presupuestos Generales del Estado, el concepto de moda es el de "justicia fiscal".
La justicia fiscal, cuando se pasa por el tamiz de la ideología, no es más que un eufemismo moldeable a voluntad hasta convertirla en la excusa perfecta para exigir más esfuerzos a los contribuyentes que ya cumplen con sus obligaciones fiscales. Los Diez mandamientos del acuerdo de su coalición de PSOE-Podemos pueden reducirse en dos: más impuestos y la desaparición de la libertad del mercado (por ejemplo, para fijar los precios de compraventa en la vivienda o de los alquileres). Populismo fiscal del tándem Sánchez & Iglesias.
En el libro sagrado del populismo, nada hay más fácil que transformar la igualdad en igualitarismo. Y como la libertad se concibe en régimen de monopolio desde el igualitarismo, la única libertad posible es aquella que tiende a despreciar el mérito y menoscabar la capacidad. Prefieren una sociedad sin ricos antes que una sociedad sin pobres. Y, para ello, entre sus mandamientos, incluyen una forma de progresividad fiscal basada en un concepto tramposo de justicia redistributiva al uso de un Robin Hood benefactor y todopoderoso.
En este contexto, no les ha faltado tiempo para agitar el árbol de la equidad tributaria para proponer un impuesto sobre las grandes fortunas, que no es otra cosa que el impuesto sobre el patrimonio en versión estatalista y centralizadora. El origen de la pretendida legitimidad de este impuesto surge de una paradoja provocada por la aparente mayor capacidad económica de aquel que teniendo igual renta que otros, cuenta, a su vez, con mayor patrimonio. Este ha sido el argumento falible que ha esgrimido Unidas Podemos para cargar la factura del desequilibrio del sector público a hombros de los ricos, al anunciar la eventual propuesta en el seno de la Comisión parlamentaria de Reconstrucción, y que fue rechazada (por ahora).
El mito del patriotismo fiscal es una trampa más del discurso intemperante de Pablo Iglesias, que, en cambio, no reconoce la falta de patriotismo de esa aristocracia administrativa que se ha formado en torno al Gobierno más vasto de nuestra democracia, y de la que él mismo se está beneficiando.
La izquierda y el intervencionismo en general han sido capaces de hacer calar la idea de que es bueno que haya un nivel elevado de impuestos con los que sufragar un todavía mayor gasto público. Hace muchos años que dieron esa batalla y lograron imponer su mantra “progre” en la política, los medios de comunicación y en gran parte de la sociedad.
Así, fueron capaces de hacer creer a los ciudadanos que el pagar impuestos es cosa de ricos y de las empresas (para ellos, ricos también), gracias a la ilusión fiscal que se crea con el sistema de retenciones que tenemos en el IRPF y con el camuflaje en el precio que tienen los impuestos indirectos como el IVA (que son los que menos distorsionan la actividad económica y por eso son los que gustan menos a la izquierda), y con la demonización del sector empresarial, cuando es el que genera riqueza y prosperidad.
Por tanto, cuando hablan de “justicia fiscal” (que lo que realmente significa es que van a sajar a impuestos a TODOS los contribuyentes) dan a entender que los impuestos los van a pagar otros: “los ricos”. Esta falacia no es justicia fiscal, sino populismo fiscal.
Enseguida, pasan a enlazar los impuestos a los supuestos “ricos” con la necesidad de imponerlos para pagar el necesario y exponencialmente creciente gasto con el que satisfacer todo tipo de necesidades al grueso de los ciudadanos, cosa que no es verdad, pero que logran hacer parecer que sí lo sea. La realidad es que son los hogares y los autónomos quienes asumen el grueso de los ingresos en las arcas públicas por la vía de los impuestos. Como bien ha dicho recientemente el gobernador del Banco de España, no es posible aumentar los ingresos públicos sin actuar sobre figuras impositivas que en mayor o menor medida recaen sobre todos los ciudadanos.
El problema aparece cuando la idea ilusoria de la justicia fiscal se ha extendido tanto, que se ha instalado en la mente de muchos ciudadanos que, si les prometen una actuación pública que implica gasto, piensan que ellos se van a beneficiar directamente de él, mientras que en el caso de que lleguen a darse cuenta de que todo eso se paga con impuestos, piensan que lo pagará otro.
Eso hace que incluso una gran parte de políticos de ideología liberal-conservadora no se atrevan a hablar claro, con la idea de no decir nada que los ate y así poder, después de alcanzar el mando, aplicar recetas liberal-conservadoras o, incluso, en el peor de los casos, se dejan llevar por la práctica intervencionista, como rehén que ha convivido con dichos captores ideológicos metafóricos durante décadas.
En lugar de reducir el gasto público, nos suben los impuestos y nos dicen que nos hacen un favor, haciendo populismo fiscal y tratando de convencernos de que la subidas de impuestos son buenas incluso para la salud. Es el caso del impuesto con el que se ha gravado a las bebidas carbonatadas, con la excusa de que es lo mejor para nuestra salud. ¿No hubiese sido mejor invertir en educación para que las nuevas generaciones fuesen más sanas?
Es la hipocresía política de los impuestos altos y el gasto desmedido, que se aplican con la promesa de hacer un mundo mejor, cuando lo que hacen es deteriorarlo, ya que confiscan coercitivamente y derrochan un dinero que nos endeuda hasta las cejas, por varias generaciones, pues es tal el gasto que no es casi nunca suficiente con lo confiscado en el ejercicio ordinario, sino que una parte, cada vez más (no porque los impuestos sean menores, sino porque el gasto cada vez es mayor) lo cargan a las generaciones venideras, hasta un punto que puede hacer insostenible una economía.
Dentro de esa hipocresía, por ejemplo, se llega a prohibir fumar en múltiples lugares y, ahora, con el coronavirus, hasta en la calle, pero ninguna administración renuncia a los ingresos tributarios que se derivan del impuesto del tabaco, que se reparten la Administración General del Estado (42% de la recaudación) y las Comunidades Autónomas (58% de la recaudación). Todas están encantadas de meter la mano en el bolsillo de los fumadores. Para ello, también encontrarán una justificación en gran parte hipócrita: dirán que con ese gravamen tratan de disuadir que fumen las personas, para que no enfermen, pero si de eso se tratase, y dado que la tendencia burocrática es la de prohibir, entonces que lo prohíban totalmente, de manera que renuncien a esa fuente de ingresos. No lo hacen, ¿verdad? Ahí está la hipocresía.
Del mismo modo, decretan el cierre productivo, arruinando a muchas empresas y familias, imponen severas y cambiantes restricciones con los que los apuntillan, y se niegan a conceder condonaciones de impuestos, bajo el pretexto de que necesitan fondos para realizar actuaciones de gasto público para los necesitados. ¿Y no son necesitados todos los ciudadanos, todas las empresas a los que están llevando a la ruina? Y es que ahora utilizan el coronavirus para justificar futuros incrementos de impuestos y de gasto, de manera que al que disienta de ello le dirán que no tiene corazón, que sitúa la economía por encima de la salud, cuando, todo lo contrario, sin economía no hay sanidad y, por tanto, no hay salud.
En definitiva, es muy triste ver que el intervencionismo logra campar a sus anchas por la vida de los ciudadanos españoles haciéndoles ver, además, que hay que darle las gracias por preocuparse tanto de ellos, con esos servicios públicos de mala gestión y, por tanto, sobredimensionado gasto y escasos resultados, pero que el intervencionismo reviste como actuaciones sociales (aunque la mayoría no lo son) e impuestos confiscatorios que el intervencionismo camufla diciendo que los pagan “los ricos”.
Es necesario oponerse a esto, explicar a los ciudadanos que es necesario ofrecer una serie de servicios básicos desde el sector público, pero de manera eficiente y austera, y que la mejor manera de que todos los ciudadanos prosperen no es con una cartera de servicios muy amplia, muchos de los cuales no utilizan, sino con un gasto limitado y unos impuestos bajos que dinamicen la sociedad y permitan que se cree empleo, que es la mejor política social que existe, que, más allá de ser un eslogan, es la realidad, como muestra la experiencia cada vez que alguien se ha atrevido a aplicarla.
El paradigma del Estado social del que se habla en la Constitución y que contribuyó a que el país tratase de superar sus desigualdades sociales con una amplia clase media se está fracturando, no solo por las políticas económicas de la última década, ni únicamente por el auge de los que reclaman postulados donde se mercantilicen y recorten servicios de financiación pública con políticas fiscales populistas, sino también por la mentalidad de una sociedad alienada con perspectivas individualistas, y que paradójicamente sin esas políticas públicas no habrían accedido jamás a lo que se llama ascensor social.
Es, precisamente, en las situaciones de emergencia social (como la actual) cuando más debería una sociedad que se precie alejar de sí a esos demagogos del populismo fiscal que ofertan el reparto de la miseria bajo conceptos elevados de protección social. Ni los subsidios personales pueden sustituir a los ingresos de un salario bien ganado ni, a la postre, significan otra cosa que la condena a la precariedad vital de millones de personas.
La justicia fiscal se puede sintetizar en que todos paguen de forma progresiva con respecto a su capacidad económica, y lo hagan de manera suficiente para atender los servicios públicos del Estado del bienestar: sanidad, educación, prestaciones sociales, dependencia y pensiones. El debate no debe pivotar, por tanto, de forma simplista, sobre si hay que subir o bajar impuestos, sino sobre qué financiación se necesita para cumplir con la correcta prestación de los servicios públicos y el modelo prestacional que se ha diseñado.
La verdadera justicia fiscal no debe ser el subterfugio para una subida de impuestos, sino una gran revisión del sistema tributario en España encaminada a buscar el impacto positivo de los tributos en la creación de empleo, la actividad económica y la economía de las familias. La verdadera justicia fiscal no es que paguen más impuestos los que ya cumplen, sino que todo aquel que debe pagar impuestos no encuentre coladeros para no hacerlo (economía sumergida, fraude fiscal...).
Es sorprendente que el presidente del Gobierno, en una entrevista, nos diga que tenemos que consumir más mientras anuncia una brutal subida de impuestos en medio de una crisis. Denota la falta de respeto al contribuyente y a las empresas que están luchando por mantenerse a flote en una recesión sin parangón. Para justificar su hachazo fiscal ya están utilizando varias mentiras:
Tenemos una fiscalidad muy alta para los que contribuyen, y ésto supone un escollo para reducir el paro y fortalecer el tamaño empresarial y, con ello, las arcas públicas. En España se "recauda" menos porque tenemos impuestos al trabajo demasiado altos que reducen el potencial de empleo y la capacidad de contratar.
Si el Gobierno se dedicase a favorecer la creación de empleo, permitir la reducción de la economía sumergida y aumentar el tamaño empresarial con una fiscalidad competitiva, no estaríamos siempre debatiendo si recaudamos poco o mucho. Porque lo que se recauda es simplemente el reflejo de la realidad económica del país.
La medición del gasto público y los ingresos no debe hacerse sobre el PIB, que además se infla simplemente gastando y endeudándose, sino en base a la realidad de las empresas y familias del país. La fiscalidad no se calcula en base a lo que quiera recaudar el Gobierno, sino a la capacidad y proporcionalidad inherente a la economía. Y España es un país de pequeñas empresas y pocas rentas altas con una administración para millonarios.
Los aristócratas del gasto público siempre piensan que ellos gastan poco y usted gana demasiado. Ahora exigen economía de guerra a todos y administración de bonanza para ellos.
Ni las estimaciones más optimistas cubren el aumento de déficit de 2019 (que ya era superior al estimado y presupuestado). Imaginen el de 2020 y 2021. Se han perdido 42.000 millones de ingresos fiscales en esta crisis, ni con estimaciones optimistas de crecimiento y de ingresos se van a cubrir hasta 2023.
Si subir impuestos, como ha hecho en 2018 y 2019 con los impuestos al trabajo, es positivo ¿por qué se ha destruido más empleo, empresas e ingresos fiscales que en ningún país de nuestro entorno?
Es más, si fuera cierto que la recuperación de la economía va a ser en “V” y que los ‘brotes verdes’ nos rodean, tampoco tendría que subir los impuestos, solo aprovechar el espacio fiscal que nos concede la Unión Europea para facilitar y acelerar esa recuperación. Pero Sánchez sabe que la recuperación va a ser lenta y difícil y que va a tener que llevar a cabo enormes ajustes.
Lo que quiere es que esos ajustes recaigan en el 100% en el sector privado y en los contribuyentes, mientras mantiene la administración más cara y con más ministerios de la historia. Dice que no va a hacer recortes, pero anuncia enormes recortes en el poder adquisitivo de todos los contribuyentes.
Por eso se inventa la falacia de la ‘justicia fiscal’. España ya tiene una fiscalidad progresiva. Un contribuyente que gana 150.000 euros brutos al año sufre una cuña fiscal ya es del 48,25%. El concepto de “renta alta” es en realidad casi inexistente en España, ya que hablamos de unas 90.000 personas, y solo 7.000 pueden considerarse “ricos” de verdad.
La fiscalidad de las empresas también es progresiva si no se usan subterfugios para ignorar la batería de impuestos que pagan. A la empresa pequeña le corresponde una factura fiscal anual del 49,67% sobre su resultado bruto de explotación. En el caso de una mediana, el tipo efectivo se eleva hasta el 51%; y en el de una grande, hasta el 61,57%. Es decir, más de la mitad de sus beneficios brutos tienen que dedicarse a pagar impuestos a las diferentes Administraciones: central, autonómica y municipal.
En un país donde se han destruido 140.000 empresas en dos meses, y se están yendo grandes empresas a otros países, decir que las empresas pagan pocos impuestos es, como mínimo, una broma de mal gusto. La mejor política social es crear empleo, y la peor política pública es ignorar a las empresas y tratarlas como cajeros automáticos.
Si le preocupase la justicia social, no consideraría aceptable detraer en el impuesto de la renta más de la mitad de los ingresos de un trabajador, sea cualificado o no, para luego detraer un tercio de sus ahorros, un cuarto de su vivienda y un quinto de su consumo. O dicho de otra forma: el mundo del trabajo en España ya está fiscalmente explotado a conciencia.
Si le preocupase la justicia social, desde luego sabría que, expoliando a los 90.000 ciudadanos, trabajadores, que ganan más de 120.000 euros y a las empresas más sólidas, ni se pagan las pensiones ni se reduce el déficit ni se mejora el patrón de crecimiento.
España se juega mucho en Bruselas. Si presentamos unos Presupuestos sin credibilidad y con aumento de gasto estructural nos enfrentamos a perder la posibilidad de recibir una importante parte de los fondos europeos. El verdadero reto de los Presupuestos del Estado 2021 es que no van a ser aprobados por la Comisión Europea si no incluyen una reducción del gasto estructural de al menos 10.000 millones de euros. Como mínimo nos exigirán un ajuste del gasto equivalente a la parte en la que el gobierno de España se saltó sus propios objetivos en 2019.
Así que ya están preparando el terreno para la mayor subida de impuestos de la historia y el mayor recorte de gasto en décadas porque esas serán condiciones para recibir apoyo.
Tenemos la evidencia de que las subidas de impuestos -cuando la fiscalidad no es competitiva, y en periodo de crisis- ralentizan la recuperación y reducen el potencial de crecimiento de empleo. No es ninguna casualidad que todos los países de la Unión Europea hayan bajado o exonerado impuestos para atender a esta crisis.
Señor presidente: el sector público vive del sector privado. Ahogando a las empresas y familias bajo la mentira de que todo el mundo tiene margen menos ustedes no se defiende el Estado de bienestar, se le ataca.
La justicia fiscal, cuando se pasa por el tamiz de la ideología, no es más que un eufemismo moldeable a voluntad hasta convertirla en la excusa perfecta para exigir más esfuerzos a los contribuyentes que ya cumplen con sus obligaciones fiscales. Los Diez mandamientos del acuerdo de su coalición de PSOE-Podemos pueden reducirse en dos: más impuestos y la desaparición de la libertad del mercado (por ejemplo, para fijar los precios de compraventa en la vivienda o de los alquileres). Populismo fiscal del tándem Sánchez & Iglesias.
En el libro sagrado del populismo, nada hay más fácil que transformar la igualdad en igualitarismo. Y como la libertad se concibe en régimen de monopolio desde el igualitarismo, la única libertad posible es aquella que tiende a despreciar el mérito y menoscabar la capacidad. Prefieren una sociedad sin ricos antes que una sociedad sin pobres. Y, para ello, entre sus mandamientos, incluyen una forma de progresividad fiscal basada en un concepto tramposo de justicia redistributiva al uso de un Robin Hood benefactor y todopoderoso.
En este contexto, no les ha faltado tiempo para agitar el árbol de la equidad tributaria para proponer un impuesto sobre las grandes fortunas, que no es otra cosa que el impuesto sobre el patrimonio en versión estatalista y centralizadora. El origen de la pretendida legitimidad de este impuesto surge de una paradoja provocada por la aparente mayor capacidad económica de aquel que teniendo igual renta que otros, cuenta, a su vez, con mayor patrimonio. Este ha sido el argumento falible que ha esgrimido Unidas Podemos para cargar la factura del desequilibrio del sector público a hombros de los ricos, al anunciar la eventual propuesta en el seno de la Comisión parlamentaria de Reconstrucción, y que fue rechazada (por ahora).
El mito del patriotismo fiscal es una trampa más del discurso intemperante de Pablo Iglesias, que, en cambio, no reconoce la falta de patriotismo de esa aristocracia administrativa que se ha formado en torno al Gobierno más vasto de nuestra democracia, y de la que él mismo se está beneficiando.
La izquierda y el intervencionismo en general han sido capaces de hacer calar la idea de que es bueno que haya un nivel elevado de impuestos con los que sufragar un todavía mayor gasto público. Hace muchos años que dieron esa batalla y lograron imponer su mantra “progre” en la política, los medios de comunicación y en gran parte de la sociedad.
Así, fueron capaces de hacer creer a los ciudadanos que el pagar impuestos es cosa de ricos y de las empresas (para ellos, ricos también), gracias a la ilusión fiscal que se crea con el sistema de retenciones que tenemos en el IRPF y con el camuflaje en el precio que tienen los impuestos indirectos como el IVA (que son los que menos distorsionan la actividad económica y por eso son los que gustan menos a la izquierda), y con la demonización del sector empresarial, cuando es el que genera riqueza y prosperidad.
Por tanto, cuando hablan de “justicia fiscal” (que lo que realmente significa es que van a sajar a impuestos a TODOS los contribuyentes) dan a entender que los impuestos los van a pagar otros: “los ricos”. Esta falacia no es justicia fiscal, sino populismo fiscal.
Enseguida, pasan a enlazar los impuestos a los supuestos “ricos” con la necesidad de imponerlos para pagar el necesario y exponencialmente creciente gasto con el que satisfacer todo tipo de necesidades al grueso de los ciudadanos, cosa que no es verdad, pero que logran hacer parecer que sí lo sea. La realidad es que son los hogares y los autónomos quienes asumen el grueso de los ingresos en las arcas públicas por la vía de los impuestos. Como bien ha dicho recientemente el gobernador del Banco de España, no es posible aumentar los ingresos públicos sin actuar sobre figuras impositivas que en mayor o menor medida recaen sobre todos los ciudadanos.
El problema aparece cuando la idea ilusoria de la justicia fiscal se ha extendido tanto, que se ha instalado en la mente de muchos ciudadanos que, si les prometen una actuación pública que implica gasto, piensan que ellos se van a beneficiar directamente de él, mientras que en el caso de que lleguen a darse cuenta de que todo eso se paga con impuestos, piensan que lo pagará otro.
Eso hace que incluso una gran parte de políticos de ideología liberal-conservadora no se atrevan a hablar claro, con la idea de no decir nada que los ate y así poder, después de alcanzar el mando, aplicar recetas liberal-conservadoras o, incluso, en el peor de los casos, se dejan llevar por la práctica intervencionista, como rehén que ha convivido con dichos captores ideológicos metafóricos durante décadas.
En lugar de reducir el gasto público, nos suben los impuestos y nos dicen que nos hacen un favor, haciendo populismo fiscal y tratando de convencernos de que la subidas de impuestos son buenas incluso para la salud. Es el caso del impuesto con el que se ha gravado a las bebidas carbonatadas, con la excusa de que es lo mejor para nuestra salud. ¿No hubiese sido mejor invertir en educación para que las nuevas generaciones fuesen más sanas?
Es la hipocresía política de los impuestos altos y el gasto desmedido, que se aplican con la promesa de hacer un mundo mejor, cuando lo que hacen es deteriorarlo, ya que confiscan coercitivamente y derrochan un dinero que nos endeuda hasta las cejas, por varias generaciones, pues es tal el gasto que no es casi nunca suficiente con lo confiscado en el ejercicio ordinario, sino que una parte, cada vez más (no porque los impuestos sean menores, sino porque el gasto cada vez es mayor) lo cargan a las generaciones venideras, hasta un punto que puede hacer insostenible una economía.
Dentro de esa hipocresía, por ejemplo, se llega a prohibir fumar en múltiples lugares y, ahora, con el coronavirus, hasta en la calle, pero ninguna administración renuncia a los ingresos tributarios que se derivan del impuesto del tabaco, que se reparten la Administración General del Estado (42% de la recaudación) y las Comunidades Autónomas (58% de la recaudación). Todas están encantadas de meter la mano en el bolsillo de los fumadores. Para ello, también encontrarán una justificación en gran parte hipócrita: dirán que con ese gravamen tratan de disuadir que fumen las personas, para que no enfermen, pero si de eso se tratase, y dado que la tendencia burocrática es la de prohibir, entonces que lo prohíban totalmente, de manera que renuncien a esa fuente de ingresos. No lo hacen, ¿verdad? Ahí está la hipocresía.
Del mismo modo, decretan el cierre productivo, arruinando a muchas empresas y familias, imponen severas y cambiantes restricciones con los que los apuntillan, y se niegan a conceder condonaciones de impuestos, bajo el pretexto de que necesitan fondos para realizar actuaciones de gasto público para los necesitados. ¿Y no son necesitados todos los ciudadanos, todas las empresas a los que están llevando a la ruina? Y es que ahora utilizan el coronavirus para justificar futuros incrementos de impuestos y de gasto, de manera que al que disienta de ello le dirán que no tiene corazón, que sitúa la economía por encima de la salud, cuando, todo lo contrario, sin economía no hay sanidad y, por tanto, no hay salud.
En definitiva, es muy triste ver que el intervencionismo logra campar a sus anchas por la vida de los ciudadanos españoles haciéndoles ver, además, que hay que darle las gracias por preocuparse tanto de ellos, con esos servicios públicos de mala gestión y, por tanto, sobredimensionado gasto y escasos resultados, pero que el intervencionismo reviste como actuaciones sociales (aunque la mayoría no lo son) e impuestos confiscatorios que el intervencionismo camufla diciendo que los pagan “los ricos”.
Es necesario oponerse a esto, explicar a los ciudadanos que es necesario ofrecer una serie de servicios básicos desde el sector público, pero de manera eficiente y austera, y que la mejor manera de que todos los ciudadanos prosperen no es con una cartera de servicios muy amplia, muchos de los cuales no utilizan, sino con un gasto limitado y unos impuestos bajos que dinamicen la sociedad y permitan que se cree empleo, que es la mejor política social que existe, que, más allá de ser un eslogan, es la realidad, como muestra la experiencia cada vez que alguien se ha atrevido a aplicarla.
El paradigma del Estado social del que se habla en la Constitución y que contribuyó a que el país tratase de superar sus desigualdades sociales con una amplia clase media se está fracturando, no solo por las políticas económicas de la última década, ni únicamente por el auge de los que reclaman postulados donde se mercantilicen y recorten servicios de financiación pública con políticas fiscales populistas, sino también por la mentalidad de una sociedad alienada con perspectivas individualistas, y que paradójicamente sin esas políticas públicas no habrían accedido jamás a lo que se llama ascensor social.
Es, precisamente, en las situaciones de emergencia social (como la actual) cuando más debería una sociedad que se precie alejar de sí a esos demagogos del populismo fiscal que ofertan el reparto de la miseria bajo conceptos elevados de protección social. Ni los subsidios personales pueden sustituir a los ingresos de un salario bien ganado ni, a la postre, significan otra cosa que la condena a la precariedad vital de millones de personas.
Justicia fiscal, expolio social
La justicia fiscal se puede sintetizar en que todos paguen de forma progresiva con respecto a su capacidad económica, y lo hagan de manera suficiente para atender los servicios públicos del Estado del bienestar: sanidad, educación, prestaciones sociales, dependencia y pensiones. El debate no debe pivotar, por tanto, de forma simplista, sobre si hay que subir o bajar impuestos, sino sobre qué financiación se necesita para cumplir con la correcta prestación de los servicios públicos y el modelo prestacional que se ha diseñado.
La verdadera justicia fiscal no debe ser el subterfugio para una subida de impuestos, sino una gran revisión del sistema tributario en España encaminada a buscar el impacto positivo de los tributos en la creación de empleo, la actividad económica y la economía de las familias. La verdadera justicia fiscal no es que paguen más impuestos los que ya cumplen, sino que todo aquel que debe pagar impuestos no encuentre coladeros para no hacerlo (economía sumergida, fraude fiscal...).
Es sorprendente que el presidente del Gobierno, en una entrevista, nos diga que tenemos que consumir más mientras anuncia una brutal subida de impuestos en medio de una crisis. Denota la falta de respeto al contribuyente y a las empresas que están luchando por mantenerse a flote en una recesión sin parangón. Para justificar su hachazo fiscal ya están utilizando varias mentiras:
Recaudamos muy poco
El Gobierno más caro de la historia, con más ministerios y cargos públicos, dice que "hay margen para subir los impuestos" y que "recaudamos menos que la media de Unión Europea". España, según el Banco de España, recauda un 4% de PIB 'menos' que la media de la Unión Europea. ¿Por qué? Porque tiene más del doble de paro, empresas más pequeñas y mucha más economía sumergida. Por lo tanto, no es que recaude poco, recauda y extrae mucho de los contribuyentes cautivos.Tenemos una fiscalidad muy alta para los que contribuyen, y ésto supone un escollo para reducir el paro y fortalecer el tamaño empresarial y, con ello, las arcas públicas. En España se "recauda" menos porque tenemos impuestos al trabajo demasiado altos que reducen el potencial de empleo y la capacidad de contratar.
Si el Gobierno se dedicase a favorecer la creación de empleo, permitir la reducción de la economía sumergida y aumentar el tamaño empresarial con una fiscalidad competitiva, no estaríamos siempre debatiendo si recaudamos poco o mucho. Porque lo que se recauda es simplemente el reflejo de la realidad económica del país.
La medición del gasto público y los ingresos no debe hacerse sobre el PIB, que además se infla simplemente gastando y endeudándose, sino en base a la realidad de las empresas y familias del país. La fiscalidad no se calcula en base a lo que quiera recaudar el Gobierno, sino a la capacidad y proporcionalidad inherente a la economía. Y España es un país de pequeñas empresas y pocas rentas altas con una administración para millonarios.
Los aristócratas del gasto público siempre piensan que ellos gastan poco y usted gana demasiado. Ahora exigen economía de guerra a todos y administración de bonanza para ellos.
El peligroso aumento del ahorro
Es alucinante, lanzan la economía al abismo, amenazan con subidas de impuestos constantes, las familias intentan ahorrar un poco y les culpan de que no consumen lo que quiere el Gobierno.La subida de impuestos va a sufragar el Estado de bienestar
La operación es muy sencilla: Si la recaudación disminuye pero el gobierno no reduce el gasto y lo mantiene intacto, el déficit se dispara. ¿Cómo financiar el déficit? Dos opciones: a) Emitiendo deuda pública, lo que supone dar una patada hacia delante al problema para afrontarlo más tarde, hipotecando así el futuro de las generaciones venideras; b) subir de golpe los impuestos para tapar el agujero de las cuentas públicas.Ni las estimaciones más optimistas cubren el aumento de déficit de 2019 (que ya era superior al estimado y presupuestado). Imaginen el de 2020 y 2021. Se han perdido 42.000 millones de ingresos fiscales en esta crisis, ni con estimaciones optimistas de crecimiento y de ingresos se van a cubrir hasta 2023.
Si subir impuestos, como ha hecho en 2018 y 2019 con los impuestos al trabajo, es positivo ¿por qué se ha destruido más empleo, empresas e ingresos fiscales que en ningún país de nuestro entorno?
Pagar impuestos como un ciudadano nórdico, orgulloso
Lo dice una persona que vive de los impuestos de los demás, orgulloso. La principal diferencia en materia tributaria con los países nórdicos es que tienen un IVA e impuestos indirectos, los que pagamos todos, mucho más altos.La UE nos va a regar de dinero
Si fuera cierto que la ayuda de la UE y la monetización del déficit son la panacea de dinero gratis que va a evitar los recortes, no solo no subiría impuestos, debería bajarlos.Es más, si fuera cierto que la recuperación de la economía va a ser en “V” y que los ‘brotes verdes’ nos rodean, tampoco tendría que subir los impuestos, solo aprovechar el espacio fiscal que nos concede la Unión Europea para facilitar y acelerar esa recuperación. Pero Sánchez sabe que la recuperación va a ser lenta y difícil y que va a tener que llevar a cabo enormes ajustes.
Lo que quiere es que esos ajustes recaigan en el 100% en el sector privado y en los contribuyentes, mientras mantiene la administración más cara y con más ministerios de la historia. Dice que no va a hacer recortes, pero anuncia enormes recortes en el poder adquisitivo de todos los contribuyentes.
Por eso se inventa la falacia de la ‘justicia fiscal’. España ya tiene una fiscalidad progresiva. Un contribuyente que gana 150.000 euros brutos al año sufre una cuña fiscal ya es del 48,25%. El concepto de “renta alta” es en realidad casi inexistente en España, ya que hablamos de unas 90.000 personas, y solo 7.000 pueden considerarse “ricos” de verdad.
La fiscalidad de las empresas también es progresiva si no se usan subterfugios para ignorar la batería de impuestos que pagan. A la empresa pequeña le corresponde una factura fiscal anual del 49,67% sobre su resultado bruto de explotación. En el caso de una mediana, el tipo efectivo se eleva hasta el 51%; y en el de una grande, hasta el 61,57%. Es decir, más de la mitad de sus beneficios brutos tienen que dedicarse a pagar impuestos a las diferentes Administraciones: central, autonómica y municipal.
En un país donde se han destruido 140.000 empresas en dos meses, y se están yendo grandes empresas a otros países, decir que las empresas pagan pocos impuestos es, como mínimo, una broma de mal gusto. La mejor política social es crear empleo, y la peor política pública es ignorar a las empresas y tratarlas como cajeros automáticos.
Si le preocupase la justicia social, no consideraría aceptable detraer en el impuesto de la renta más de la mitad de los ingresos de un trabajador, sea cualificado o no, para luego detraer un tercio de sus ahorros, un cuarto de su vivienda y un quinto de su consumo. O dicho de otra forma: el mundo del trabajo en España ya está fiscalmente explotado a conciencia.
Si le preocupase la justicia social, desde luego sabría que, expoliando a los 90.000 ciudadanos, trabajadores, que ganan más de 120.000 euros y a las empresas más sólidas, ni se pagan las pensiones ni se reduce el déficit ni se mejora el patrón de crecimiento.
España se juega mucho en Bruselas. Si presentamos unos Presupuestos sin credibilidad y con aumento de gasto estructural nos enfrentamos a perder la posibilidad de recibir una importante parte de los fondos europeos. El verdadero reto de los Presupuestos del Estado 2021 es que no van a ser aprobados por la Comisión Europea si no incluyen una reducción del gasto estructural de al menos 10.000 millones de euros. Como mínimo nos exigirán un ajuste del gasto equivalente a la parte en la que el gobierno de España se saltó sus propios objetivos en 2019.
Así que ya están preparando el terreno para la mayor subida de impuestos de la historia y el mayor recorte de gasto en décadas porque esas serán condiciones para recibir apoyo.
Tenemos la evidencia de que las subidas de impuestos -cuando la fiscalidad no es competitiva, y en periodo de crisis- ralentizan la recuperación y reducen el potencial de crecimiento de empleo. No es ninguna casualidad que todos los países de la Unión Europea hayan bajado o exonerado impuestos para atender a esta crisis.
Señor presidente: el sector público vive del sector privado. Ahogando a las empresas y familias bajo la mentira de que todo el mundo tiene margen menos ustedes no se defiende el Estado de bienestar, se le ataca.