Ahora que la juez Rodríguez-Medel ha archivado la causa del 8-M relacionada con las posibles responsabilidades del delegado del Gobierno en Madrid, Sánchez saca pecho. Y lo hace por todo lo alto y hasta con chulería. La juez, que antes era un eslabón más de una conspiración contra el Gobierno, ahora es adalid de la Justicia, y nos quieren hacer creer que ha exonerado a todo el Gobierno, incluidos sus anónimos expertos, de su culpabilidad en la gestión de la crisis del coronavirus.
Nadie aquí es responsable de que hayan muerto, al menos, 45.000 personas. Nadie de que seamos el país con más sanitarios contagiados. Nadie de que nos dijeran que las mascarillas no servían para nada. Nadie del coste material y humano por las continuas rectificaciones del ministro Illa y su sombra, Fernando Simón. Somos un país de risa.
Pasado lo peor de la pandemia (al menos por ahora), el Gobierno y sus sectores de apoyo han perdido la vergüenza. En el sentido literal: aprovechando el alivio de la población ante el fin de las restricciones impuestas, han decidido salir en tromba a presumir de su gestión y a arremeter contra las críticas sin cortarse un pelo y sin el menor escrúpulo de conciencia.
A rienda suelta, aireando el monopolio de la decencia con ese desacomplejado sentido de superioridad que otorga proclamarse de izquierdas. Con los altavoces de su formidable aparato mediático a toda potencia y los resortes del poder apretados con máxima firmeza. Sin sonrojarse siquiera por la colección de fracasos y mentiras acumulados en tres meses de tragedia.
* Negaron las evidencias de la llegada de la pandemia.
* Permitieron por intereses sectarios la bomba vírica del 8-M.
* Dejaron sin protección al personal sanitario.
* Fracasaron en la compra de mascarillas y las desaconsejaron.
* Se negaron a efectuar test -porque tampoco los tenían- a pacientes con síntomas palmarios.
* Se desentendieron de la hecatombe en las residencias de ancianos.
* Nacionalizaron la sanidad pero despreciaron los recursos de los hospitales privados.
* Decretaron un estado de excepción camuflado y lo utilizaron para burlar la transparencia de los contratos y para nombrar de tapadillo y a dedo una pléyade de altos cargos.
* Rectificaron sus propias órdenes y protocolos sembrando un descomunal caos.
* Hicieron de cada recomendación un engaño.
* Confundieron a la gente con mensajes antitéticos.
* Mintieron sin descaro a todo el mundo, en la televisión, en las ruedas de prensa, en el Parlamento, a la OMS, a la Comisión Europea...
* Falsificaron las estadísticas de muertos.
* Ocultaron las imágenes de las UCIs saturadas y de las hileras de féretros para transmitir la imagen alegre de un país feliz en el confinamiento.
* Se mostraron, casi hasta el último momento, incapaces de un solo gesto de respeto por los fallecidos o de empatía por los enfermos.
* Convirtieron el pago de los ERTES en un descalzaperros.
* Presumieron de los millones de españoles que viven subsidiados por el Estado.
Y lejos de pedir perdón por todo eso, por una parte al menos, ahora salen pretendiendo blasonar de éxito. Y lo hacen por todo lo alto, utilizando todos los medios que tienen a su alcance, desde la televisión pública a diarios como El País, que, en su estrategia habitual de blanquear el Gobierno de Sánchez, le ha brindado la portada de su revista semanal al médico zaragozano posando sobre una moto con chupa de cuero. Permitir un posado a lo Marlon Brando en Salvaje con un balance de 48.000 muertos a tus espaldas es un insulto a la inteligencia y, sobre todo y por encima de todo, una afrenta a las familias de los que se fueron sin tener que haberse ido tan pronto.
El presentar al médico epidemiólogo Fernando Simón como un héroe o rock star por parte de uno de los principales medios de comunicación de España es un flaco favor a la labor de salvaguardar un relato plural de la crisis y de unir a toda la sociedad española en la lucha contra el virus.
Porque, a día de hoy, existen más incertidumbres que certezas sobre la buena praxis de su gestión. Sólo hace falta mencionar que a día de hoy no existe una cifra real que deje constancia en nuestra historia del número de fallecidos que ha dejado tras de sí el Covid-19 durante la primera ola. Pero es tampoco lo hay en la segunda ola, y según el INE ya llevamos 61.732 defunciones 'extra' en lo que va de año.
Poner en el haber del doctor Simón una cifra inventada de vidas salvadas (como pretende el Gobierno del señor Sanchez) o inmortalizarlo para los anales de nuestra historia con portadas en medios de comunicación en el que se le representa como un héroe progresista de nuestra era, haciendo bolos en programas de televisión con Jesús Calleja... es un insulto para una gran parte de la sociedad española que aún llora a sus muertos, más aún cuando ha declarado, sonriente y sin ruborizarse: «¿Qué más da una cifra más alta que otra o más baja cuando hablamos de 28.000 víctimas? ¿Cambia algo?».
En un país normal, en una democracia de calidad, un sujeto así estaría ya imputado, procesado o eventualmente condenado. Y destituido en la mismísima semana del confinamiento y de ese estado de alarma que tan cachondo pone a Sánchez. Es imposible hacerlo peor, fallar casi el 100% de las predicciones y los diagnósticos que ha formulado.
El salvaguardar una memoria plural de lo sucedido durante la pandemia del Covid-19 es un ejercicio democrático que no puede entender de colores ni ideologías. El querer monopolizar el relato con estos blanqueos de imagen en la prensa es más propio de regímenes totalitarios que de una democracia consolidada.
Y todo ello le saldrá gratis a este Gobierno, porque juega con la memoria frágil de una sociedad permeable a la política indolora. De hecho saben que las encuestas (manipuladas, claro) no les pasan factura y piensan aprovechar la euforia para retomar la agenda de disrupción ideológica y crear, con cargo a Europa, una gigantesca red clientelar que agradecerá un tejido social en bancarrota.
Y ahí las tenemos, Fernando Simón convertido en Einstein sacándonos la lengua, como en la célebre foto del padre de la Teoría de la Relatividad, poniendo como leyenda una célebre cita del sabio judeoalemán, adaptada a las circunstancias, bajo la etiqueta ‘fucking master’: “Solo hay dos cosas infinitas: el coronavirus y la estupidez humana, y del coronavirus no estoy tan seguro”.
Nos toman por idiotas y encima nos hacen cuchufletas. ¡Y son un éxito de ventas! Los españoles somos gilipollas. Digamos que los españoles hemos dimitido de nuestra condición de ciudadanos. La referencia de este gobierno de papanatas, como de todo populismo patrio, son “los medios extranjeros” pero la prensa internacional no ha dejado de reírse a mandíbula batiente de nuestra vergüenza. Somos el hazmerreír de Europa.
Que el país que peor lo ha hecho en la gestión del coronavirus ensalce a la categoría de héroe al máximo responsable de alertas epidemiológicas del Gobierno, Fernando Simón, es totalmente surrealista. Pero cuando ese mismo responsable, en su primera rueda de prensa, anunció muy serio que en España habría, como mucho, uno o dos casos de enfermos de Covid-19, solo puede significar una cosa: hemos alcanzado el ‘punto Orwell’ (la esclavitud es la libertad, el odio es el amor, la guerra es la paz) y la progresía está dando, a la desesperada, la última batalla.
Simón debería haber dimitido por esas declaraciones y por dejar que se permitiesen los actos masivos que tuvieron lugar ese fin de semana del 8-M pese a los avisos que llegaban del peligro de infección masiva. Dicen que no sabían nada hasta el día después. ¡Si hasta él firmó los informes de advertencia, allá por el mes de febrero! Pero Simón se ha convertido en un hombre popular, y hasta tiene club de fans. Su largo pelo blanco de cuarentena, su rebequita de científico compungido y su tono de voz de Moncho Borrajo deprimido son un espléndido disfraz para tapar a la persona que ha extendido por toda España un engaño tan masivo como el del coronavirus.
Desde la izquierda y sus medios afines hay una brutal campaña para blanquear su imagen, por querer exagerarnos su supuesta naturalidad y espontaneidad que nos repitieron hasta la saciedad con el episodio donde un día casi se atraganta con una almendra en medio de una comparecencia de prensa. ¡Y a mí qué! Yo no quiero un tipo gracioso que salga a diario a dar la cara para describir lo que acontece (o no) con la evolución del coronavirus, sino que quiero un experto reputado que salve vidas.
A diferencia de lo acontecido en el Reino Unido (la dimisión del homólogo de Simón por saltarse a la torera los principios del distanciamiento social y confinamiento que a diario predicaba desde su púlpito televisivo), muy propio de cualquier democracia y de la rendición obligada de cuentas de todos los cargos públicos, lo ocurrido en este gobierno es más habitual en los Ejecutivos dominados por la izquierda ideológica.
Por un lado, está el populacho que debe seguir a pies juntillas las reglas impuestas por quienes nos gobiernan, y por otro, los que nos gobiernan que dicen una cosa y luego hacen lo que les da la gana. Fernando Simón se comporta cual Comisario del Pueblo de Salud Pública de la Rusia bolchevique y su actitud está más cerca de las autoridades soviéticas en tiempos de la explosión de Chernobyl que de sus colegas de la Unión Europea. Y todo ello suma un cúmulo de razones más que evidentes para presentar su dimisión inmediata.
Negó la crisis sanitaria, anunció que no llegaría el coronavirus a nuestro país más allá de algún caso aislado, y se empeñó en repetir durante semanas que no había coronavirus en España. Luego dijo que el cierre de colegios no servía para nada, que incluso era contraproducente, que las mascarillas y la toma de temperaturas no eran necesarias y que nuestro sistema de salud estaba de sobra preparado para lo que luego se vio que hizo aguas, porque resulta imposible detener la ola de un tsunami.
Hay que tener el estómago a prueba de bombas para decir, el mismo día en que la OMS remitió una advertencia sanitaria el 31 de enero, que en España solo habría "casos aislados" y luego, con el mismo cuajo, enumerar el listado de muertos cada día. Con la misma sonrisa, con el mismo tono falsamente doctoral, como si todo fuera un accidente, y además menor.
31 de enero: "España no va a tener más allá de algún caso diagnosticado".
9 de febrero: "No hay razón para alarmarse con el coronavirus".
13 de febrero: "El número de nuevos casos en el mundo está en descenso".
23 de febrero: "En España ni hay virus, ni se está transmitiendo la enfermedad, ni tenemos ningún caso (era la semana de los contagios masivos).
26 de febrero: "No es necesario que la población use mascarillas".
2 de marzo: "Nos mantenemos en fase de contención. No se recomienda suspender eventos sociales".
4 de marzo: "No tiene sentido cerrar los colegios".
7 de marzo: "Si mi hijo me pregunta si puede ir a la manifestación feminista, le voy a decir que haga lo que quiera".
[Aquí pueden leerse otras muchas mentiras más]
Cuando la realidad se transformó en tozuda y se aprobó el estado de alarma, dijo que los efectos del confinamiento se observarían en días, cuando hemos tenido que soportar más de seis semanas para ello, mientras las cifras de muertos diarios, de personas que podrían haber tenido mejor destino si se hubieran adoptado medidas cuando todos los españoles estábamos ya en peligro, crecían exponencialmente.
Simón no solo debería dimitir por respeto elemental a las víctimas. Ni siquiera por no haber sido capaz aún de disculparse y de explicar si éso fue un simple error humano o hubo algo más: porque fue él personalmente, junto a otros responsables del Ministerio de Sanidad, quien despreció en enero los avisos internacionales y quien se negó a catalogar al Covid-19 como un virus del "tipo 4", el más grave y destructivo: lo rebajó al número 2 y perdimos un tiempo precioso que habría salvado miles de vidas (por no hablar de la economía).
Por si fuera poco, da el parte con datos desfasados: el día que dice que en las UCIs de Madrid hay 450 ingresados, en realidad hay 600, como le podría decir cualquier intensivista de la capital. Y así todo. Kafkianas son también las predicciones de Moncloa sobre el número de infectados. Casi tanto como la decisión adoptada al principio de la crisis de centralizar la compra de materiales en el Ingesa, un cementerio de elefantes. Materiales, por cierto, que se confiscaban a las autonomías.
Hay otra razón más, por si todas las enumeradas no fueran ya suficientes, por la que Simón debería dimitir. Ha seguido mintiendo, con reiteración, sin pestañear, en el asunto más delicado, con una sangre fría que asusta: no tuvo empacho alguno en sostener en público que la mortandad en España era "igual o algo más baja a la de Europa" (14 de abril). Señor Simón, como epidemiólogo debería Ud saber que en realidad, es 40 veces superior a la de Grecia, 6 a la de Portugal, superior incluso a la de Italia y, por resumirlo en pocas palabras, 20 veces superior a la media mundial.
El portavoz del Gobierno que más ha mentido a la ciudadanía y más negligencias ha maquillado remata su trayectoria con un desprecio total al sector turístico español unas horas después de volver de la playa (eso sí, en el Algarve y sin mascarilla). Fernando Simón despreció el impacto de la caída del turismo en la ya degradada economía española, solazándose del plantón del Reino Unido en plena temporada estival al imponer una cuarentena obligatoria de 14 días a los turistas que nos visiten, a la par que agradeciendo a los belgas la recomendación de no venir a España porque "es un problema que nos quitan".
Que Simón se permita aplaudir la ausencia de turistas ingleses (y europeos), mientras él mismo ha estado de vacaciones añade al estropicio general una sensación de impunidad y falta de respeto a la ciudadanía ciertamente indignantes.
Si al menos estuviéramos en cifras contenidas, podría entenderse de un portavoz sanitario que agradeciera la reducción de turistas que sin duda elevan el riesgo. Pero en el actual, en el que España parece correr como pollo sin cabeza hacia una segunda oleada, resulta indecente que nadie se congratule de un fenómeno que genera pobreza sin procurar a cambio un claro beneficio en materia de salud pública.
Simón tiene apariencia de médico, pero ha sido y es ante todo un portavoz político que legitima o fabrica coartadas para un Gobierno superado e incompetente.
Simón no actúa como experto, ni científico, ni doctor, sino como Sancho Panza político del gobierno socialcomunista; un lobo con piel de cordero que ha sido espléndido para abordar esta emergencia sanitaria... para Pedro Sánchez. Como responsable de pandemias no tiene futuro, pero como fabricante de coartadas no tiene precio. Su sueldo corre a cargo de todos nosotros, pero él está ahí por razones ideológicas. Simón, Illa, Sánchez... su credibilidad es nula. Ni nos representaron, ni nos protegieron. Fueron negacionistas del coronavirus y se nos presentan ahora como grandes héroes. Aún querrán que les demos las gracias.
Y quienes ensalzan a Simón se convierten en cómplices de una atroz mentira que los tribunales ya están empezando a investigar, porque un cómplice es mil veces más útil y fiable que un partidario. El cómplice ha unido irrevocablemente, o casi, su destino al del autor de las mentiras.
Por eso mismo, tampoco se ocupó de nombrar un cualificado equipo de gestión, integrado por personas capacitadas, especializadas. E incluso mantuvo el ministerio con muy pocos altos cargos.
Hasta que llegó la catástrofe. Que le ha tenido azacanado, prácticamente sin dormir, y debiendo tomar decisiones de las que no sabía casi nada, coordinando equipos, recibiendo informes que no entendía... Y, encima, protagonizando continuamente ruedas de prensa desconcertantes, para las que no tenía respuestas. Sus contradicciones e inexactitudes a la hora de gestionar la pandemia le han pasado factura.
Salvador Illa y sus altos cargos forman parte ya de la historia negra del Ministerio de Sanidad. Hay razones más que evidentes para que dimitan y dejen paso a gente más capaz.
* Por engañar a la población y minusvalorar el riesgo al principio de la crisis;
* Por permitir que el 8-M se celebraran manifestaciones feministas y otros eventos que multiplicaron los contagios; por borrar documentos que acreditan que Sanidad conocía el peligro de lo que se avecinaba o alterarlos;
* Por manipular las cifras de fallecidos para que al final salgan la mitad de los que han sido realmente;
* Por comprar tarde y a veces con sobreprecios vergonzosos materiales que en algunos casos eran incluso inservibles para las UCIS y los profesionales;
* Por no garantizar la protección de estos con el resultado de que España sea el país con mayor número de sanitarios infectados del mundo;
* Por despreciar al Parlamento vetando la comparecencia de altos cargos claves;
* Por no haber tenido la decencia de pisar un hospital;
* Por negar avances a regiones como Madrid con criterios políticos y justificaciones elaboradas después de adoptar la decisión;
* Por no presentar informe firmado por científico alguno;
* Por destrozar la economía con reacciones tardías y desproporcionadas;
* Por avalar la exportación de materiales a Cuba y otros países cuando aquí faltaban. En definitiva, por hacerlo todo mal.
Pero en vez de dimitir él por la desastrosa gestión del Gobierno durante la crisis del coronavirus, Illa optó por relegar a su número dos, el secretario general, Faustino Blanco, y a la directora general de Salud Pública, Pilar Aparicio, que desde finales de abril ya no aparecen en las ruedas de prensa.
El gobierno engrandece y elogia a Illa y a Simón, pasándonos por la cara que ellos tienen el poder, un poder tan absoluto que ni siquiera tienen que disimular.
Nadie aquí es responsable de que hayan muerto, al menos, 45.000 personas. Nadie de que seamos el país con más sanitarios contagiados. Nadie de que nos dijeran que las mascarillas no servían para nada. Nadie del coste material y humano por las continuas rectificaciones del ministro Illa y su sombra, Fernando Simón. Somos un país de risa.
Pasado lo peor de la pandemia (al menos por ahora), el Gobierno y sus sectores de apoyo han perdido la vergüenza. En el sentido literal: aprovechando el alivio de la población ante el fin de las restricciones impuestas, han decidido salir en tromba a presumir de su gestión y a arremeter contra las críticas sin cortarse un pelo y sin el menor escrúpulo de conciencia.
A rienda suelta, aireando el monopolio de la decencia con ese desacomplejado sentido de superioridad que otorga proclamarse de izquierdas. Con los altavoces de su formidable aparato mediático a toda potencia y los resortes del poder apretados con máxima firmeza. Sin sonrojarse siquiera por la colección de fracasos y mentiras acumulados en tres meses de tragedia.
* Negaron las evidencias de la llegada de la pandemia.
* Permitieron por intereses sectarios la bomba vírica del 8-M.
* Dejaron sin protección al personal sanitario.
* Fracasaron en la compra de mascarillas y las desaconsejaron.
* Se negaron a efectuar test -porque tampoco los tenían- a pacientes con síntomas palmarios.
* Se desentendieron de la hecatombe en las residencias de ancianos.
* Nacionalizaron la sanidad pero despreciaron los recursos de los hospitales privados.
* Decretaron un estado de excepción camuflado y lo utilizaron para burlar la transparencia de los contratos y para nombrar de tapadillo y a dedo una pléyade de altos cargos.
* Rectificaron sus propias órdenes y protocolos sembrando un descomunal caos.
* Hicieron de cada recomendación un engaño.
* Confundieron a la gente con mensajes antitéticos.
* Mintieron sin descaro a todo el mundo, en la televisión, en las ruedas de prensa, en el Parlamento, a la OMS, a la Comisión Europea...
* Falsificaron las estadísticas de muertos.
* Ocultaron las imágenes de las UCIs saturadas y de las hileras de féretros para transmitir la imagen alegre de un país feliz en el confinamiento.
* Se mostraron, casi hasta el último momento, incapaces de un solo gesto de respeto por los fallecidos o de empatía por los enfermos.
* Convirtieron el pago de los ERTES en un descalzaperros.
* Presumieron de los millones de españoles que viven subsidiados por el Estado.
Y lejos de pedir perdón por todo eso, por una parte al menos, ahora salen pretendiendo blasonar de éxito. Y lo hacen por todo lo alto, utilizando todos los medios que tienen a su alcance, desde la televisión pública a diarios como El País, que, en su estrategia habitual de blanquear el Gobierno de Sánchez, le ha brindado la portada de su revista semanal al médico zaragozano posando sobre una moto con chupa de cuero. Permitir un posado a lo Marlon Brando en Salvaje con un balance de 48.000 muertos a tus espaldas es un insulto a la inteligencia y, sobre todo y por encima de todo, una afrenta a las familias de los que se fueron sin tener que haberse ido tan pronto.
El presentar al médico epidemiólogo Fernando Simón como un héroe o rock star por parte de uno de los principales medios de comunicación de España es un flaco favor a la labor de salvaguardar un relato plural de la crisis y de unir a toda la sociedad española en la lucha contra el virus.
Porque, a día de hoy, existen más incertidumbres que certezas sobre la buena praxis de su gestión. Sólo hace falta mencionar que a día de hoy no existe una cifra real que deje constancia en nuestra historia del número de fallecidos que ha dejado tras de sí el Covid-19 durante la primera ola. Pero es tampoco lo hay en la segunda ola, y según el INE ya llevamos 61.732 defunciones 'extra' en lo que va de año.
Poner en el haber del doctor Simón una cifra inventada de vidas salvadas (como pretende el Gobierno del señor Sanchez) o inmortalizarlo para los anales de nuestra historia con portadas en medios de comunicación en el que se le representa como un héroe progresista de nuestra era, haciendo bolos en programas de televisión con Jesús Calleja... es un insulto para una gran parte de la sociedad española que aún llora a sus muertos, más aún cuando ha declarado, sonriente y sin ruborizarse: «¿Qué más da una cifra más alta que otra o más baja cuando hablamos de 28.000 víctimas? ¿Cambia algo?».
En un país normal, en una democracia de calidad, un sujeto así estaría ya imputado, procesado o eventualmente condenado. Y destituido en la mismísima semana del confinamiento y de ese estado de alarma que tan cachondo pone a Sánchez. Es imposible hacerlo peor, fallar casi el 100% de las predicciones y los diagnósticos que ha formulado.
El salvaguardar una memoria plural de lo sucedido durante la pandemia del Covid-19 es un ejercicio democrático que no puede entender de colores ni ideologías. El querer monopolizar el relato con estos blanqueos de imagen en la prensa es más propio de regímenes totalitarios que de una democracia consolidada.
Y todo ello le saldrá gratis a este Gobierno, porque juega con la memoria frágil de una sociedad permeable a la política indolora. De hecho saben que las encuestas (manipuladas, claro) no les pasan factura y piensan aprovechar la euforia para retomar la agenda de disrupción ideológica y crear, con cargo a Europa, una gigantesca red clientelar que agradecerá un tejido social en bancarrota.
Simón debe dimitir
¡Por qué van a disculparse si pueden exhibir la lengua burlona de Simón como símbolo de la impunidad de sus trolas! Se necesita mucha arrogancia y mucho descaro para imprimir camisetas con la cara del portavoz que encarna el paradigma de la ciencia al servicio de una política embustera. (Aunque no las ha hecho el gobierno, sino algún iluminati que ha visto en el fenómeno de masas de Simón la panacea para ganarse unos eurillos; algo que el Ejecutivo está aprovechando en su propio beneficio mediático).Y ahí las tenemos, Fernando Simón convertido en Einstein sacándonos la lengua, como en la célebre foto del padre de la Teoría de la Relatividad, poniendo como leyenda una célebre cita del sabio judeoalemán, adaptada a las circunstancias, bajo la etiqueta ‘fucking master’: “Solo hay dos cosas infinitas: el coronavirus y la estupidez humana, y del coronavirus no estoy tan seguro”.
Nos toman por idiotas y encima nos hacen cuchufletas. ¡Y son un éxito de ventas! Los españoles somos gilipollas. Digamos que los españoles hemos dimitido de nuestra condición de ciudadanos. La referencia de este gobierno de papanatas, como de todo populismo patrio, son “los medios extranjeros” pero la prensa internacional no ha dejado de reírse a mandíbula batiente de nuestra vergüenza. Somos el hazmerreír de Europa.
Que el país que peor lo ha hecho en la gestión del coronavirus ensalce a la categoría de héroe al máximo responsable de alertas epidemiológicas del Gobierno, Fernando Simón, es totalmente surrealista. Pero cuando ese mismo responsable, en su primera rueda de prensa, anunció muy serio que en España habría, como mucho, uno o dos casos de enfermos de Covid-19, solo puede significar una cosa: hemos alcanzado el ‘punto Orwell’ (la esclavitud es la libertad, el odio es el amor, la guerra es la paz) y la progresía está dando, a la desesperada, la última batalla.
Simón debería haber dimitido por esas declaraciones y por dejar que se permitiesen los actos masivos que tuvieron lugar ese fin de semana del 8-M pese a los avisos que llegaban del peligro de infección masiva. Dicen que no sabían nada hasta el día después. ¡Si hasta él firmó los informes de advertencia, allá por el mes de febrero! Pero Simón se ha convertido en un hombre popular, y hasta tiene club de fans. Su largo pelo blanco de cuarentena, su rebequita de científico compungido y su tono de voz de Moncho Borrajo deprimido son un espléndido disfraz para tapar a la persona que ha extendido por toda España un engaño tan masivo como el del coronavirus.
Desde la izquierda y sus medios afines hay una brutal campaña para blanquear su imagen, por querer exagerarnos su supuesta naturalidad y espontaneidad que nos repitieron hasta la saciedad con el episodio donde un día casi se atraganta con una almendra en medio de una comparecencia de prensa. ¡Y a mí qué! Yo no quiero un tipo gracioso que salga a diario a dar la cara para describir lo que acontece (o no) con la evolución del coronavirus, sino que quiero un experto reputado que salve vidas.
A diferencia de lo acontecido en el Reino Unido (la dimisión del homólogo de Simón por saltarse a la torera los principios del distanciamiento social y confinamiento que a diario predicaba desde su púlpito televisivo), muy propio de cualquier democracia y de la rendición obligada de cuentas de todos los cargos públicos, lo ocurrido en este gobierno es más habitual en los Ejecutivos dominados por la izquierda ideológica.
Por un lado, está el populacho que debe seguir a pies juntillas las reglas impuestas por quienes nos gobiernan, y por otro, los que nos gobiernan que dicen una cosa y luego hacen lo que les da la gana. Fernando Simón se comporta cual Comisario del Pueblo de Salud Pública de la Rusia bolchevique y su actitud está más cerca de las autoridades soviéticas en tiempos de la explosión de Chernobyl que de sus colegas de la Unión Europea. Y todo ello suma un cúmulo de razones más que evidentes para presentar su dimisión inmediata.
Negó la crisis sanitaria, anunció que no llegaría el coronavirus a nuestro país más allá de algún caso aislado, y se empeñó en repetir durante semanas que no había coronavirus en España. Luego dijo que el cierre de colegios no servía para nada, que incluso era contraproducente, que las mascarillas y la toma de temperaturas no eran necesarias y que nuestro sistema de salud estaba de sobra preparado para lo que luego se vio que hizo aguas, porque resulta imposible detener la ola de un tsunami.
Hay que tener el estómago a prueba de bombas para decir, el mismo día en que la OMS remitió una advertencia sanitaria el 31 de enero, que en España solo habría "casos aislados" y luego, con el mismo cuajo, enumerar el listado de muertos cada día. Con la misma sonrisa, con el mismo tono falsamente doctoral, como si todo fuera un accidente, y además menor.
31 de enero: "España no va a tener más allá de algún caso diagnosticado".
9 de febrero: "No hay razón para alarmarse con el coronavirus".
13 de febrero: "El número de nuevos casos en el mundo está en descenso".
23 de febrero: "En España ni hay virus, ni se está transmitiendo la enfermedad, ni tenemos ningún caso (era la semana de los contagios masivos).
26 de febrero: "No es necesario que la población use mascarillas".
2 de marzo: "Nos mantenemos en fase de contención. No se recomienda suspender eventos sociales".
4 de marzo: "No tiene sentido cerrar los colegios".
7 de marzo: "Si mi hijo me pregunta si puede ir a la manifestación feminista, le voy a decir que haga lo que quiera".
[Aquí pueden leerse otras muchas mentiras más]
Cuando la realidad se transformó en tozuda y se aprobó el estado de alarma, dijo que los efectos del confinamiento se observarían en días, cuando hemos tenido que soportar más de seis semanas para ello, mientras las cifras de muertos diarios, de personas que podrían haber tenido mejor destino si se hubieran adoptado medidas cuando todos los españoles estábamos ya en peligro, crecían exponencialmente.
Simón no solo debería dimitir por respeto elemental a las víctimas. Ni siquiera por no haber sido capaz aún de disculparse y de explicar si éso fue un simple error humano o hubo algo más: porque fue él personalmente, junto a otros responsables del Ministerio de Sanidad, quien despreció en enero los avisos internacionales y quien se negó a catalogar al Covid-19 como un virus del "tipo 4", el más grave y destructivo: lo rebajó al número 2 y perdimos un tiempo precioso que habría salvado miles de vidas (por no hablar de la economía).
Por si fuera poco, da el parte con datos desfasados: el día que dice que en las UCIs de Madrid hay 450 ingresados, en realidad hay 600, como le podría decir cualquier intensivista de la capital. Y así todo. Kafkianas son también las predicciones de Moncloa sobre el número de infectados. Casi tanto como la decisión adoptada al principio de la crisis de centralizar la compra de materiales en el Ingesa, un cementerio de elefantes. Materiales, por cierto, que se confiscaban a las autonomías.
Hay otra razón más, por si todas las enumeradas no fueran ya suficientes, por la que Simón debería dimitir. Ha seguido mintiendo, con reiteración, sin pestañear, en el asunto más delicado, con una sangre fría que asusta: no tuvo empacho alguno en sostener en público que la mortandad en España era "igual o algo más baja a la de Europa" (14 de abril). Señor Simón, como epidemiólogo debería Ud saber que en realidad, es 40 veces superior a la de Grecia, 6 a la de Portugal, superior incluso a la de Italia y, por resumirlo en pocas palabras, 20 veces superior a la media mundial.
El portavoz del Gobierno que más ha mentido a la ciudadanía y más negligencias ha maquillado remata su trayectoria con un desprecio total al sector turístico español unas horas después de volver de la playa (eso sí, en el Algarve y sin mascarilla). Fernando Simón despreció el impacto de la caída del turismo en la ya degradada economía española, solazándose del plantón del Reino Unido en plena temporada estival al imponer una cuarentena obligatoria de 14 días a los turistas que nos visiten, a la par que agradeciendo a los belgas la recomendación de no venir a España porque "es un problema que nos quitan".
Que Simón se permita aplaudir la ausencia de turistas ingleses (y europeos), mientras él mismo ha estado de vacaciones añade al estropicio general una sensación de impunidad y falta de respeto a la ciudadanía ciertamente indignantes.
Si al menos estuviéramos en cifras contenidas, podría entenderse de un portavoz sanitario que agradeciera la reducción de turistas que sin duda elevan el riesgo. Pero en el actual, en el que España parece correr como pollo sin cabeza hacia una segunda oleada, resulta indecente que nadie se congratule de un fenómeno que genera pobreza sin procurar a cambio un claro beneficio en materia de salud pública.
Simón tiene apariencia de médico, pero ha sido y es ante todo un portavoz político que legitima o fabrica coartadas para un Gobierno superado e incompetente.
Simón no actúa como experto, ni científico, ni doctor, sino como Sancho Panza político del gobierno socialcomunista; un lobo con piel de cordero que ha sido espléndido para abordar esta emergencia sanitaria... para Pedro Sánchez. Como responsable de pandemias no tiene futuro, pero como fabricante de coartadas no tiene precio. Su sueldo corre a cargo de todos nosotros, pero él está ahí por razones ideológicas. Simón, Illa, Sánchez... su credibilidad es nula. Ni nos representaron, ni nos protegieron. Fueron negacionistas del coronavirus y se nos presentan ahora como grandes héroes. Aún querrán que les demos las gracias.
Y quienes ensalzan a Simón se convierten en cómplices de una atroz mentira que los tribunales ya están empezando a investigar, porque un cómplice es mil veces más útil y fiable que un partidario. El cómplice ha unido irrevocablemente, o casi, su destino al del autor de las mentiras.
Illa debe dimitir
¿Qué pinta un filósofo al frente el Ministerio de Sanidad? Illa entró en el Gobierno como parte de la ‘cuota catalana’, es decir, en representación del PSC, y además en un ministerio en principio irrelevante, puesto que las competencias de Sanidad se encuentran transferidas a las comunidades autónomas. No reunía ninguna capacitación especial para esa Cartera, pero tampoco era importante puesto que no iba a tener que tomar muchas decisiones.Por eso mismo, tampoco se ocupó de nombrar un cualificado equipo de gestión, integrado por personas capacitadas, especializadas. E incluso mantuvo el ministerio con muy pocos altos cargos.
Hasta que llegó la catástrofe. Que le ha tenido azacanado, prácticamente sin dormir, y debiendo tomar decisiones de las que no sabía casi nada, coordinando equipos, recibiendo informes que no entendía... Y, encima, protagonizando continuamente ruedas de prensa desconcertantes, para las que no tenía respuestas. Sus contradicciones e inexactitudes a la hora de gestionar la pandemia le han pasado factura.
Salvador Illa y sus altos cargos forman parte ya de la historia negra del Ministerio de Sanidad. Hay razones más que evidentes para que dimitan y dejen paso a gente más capaz.
* Por engañar a la población y minusvalorar el riesgo al principio de la crisis;
* Por permitir que el 8-M se celebraran manifestaciones feministas y otros eventos que multiplicaron los contagios; por borrar documentos que acreditan que Sanidad conocía el peligro de lo que se avecinaba o alterarlos;
* Por manipular las cifras de fallecidos para que al final salgan la mitad de los que han sido realmente;
* Por comprar tarde y a veces con sobreprecios vergonzosos materiales que en algunos casos eran incluso inservibles para las UCIS y los profesionales;
* Por no garantizar la protección de estos con el resultado de que España sea el país con mayor número de sanitarios infectados del mundo;
* Por despreciar al Parlamento vetando la comparecencia de altos cargos claves;
* Por no haber tenido la decencia de pisar un hospital;
* Por negar avances a regiones como Madrid con criterios políticos y justificaciones elaboradas después de adoptar la decisión;
* Por no presentar informe firmado por científico alguno;
* Por destrozar la economía con reacciones tardías y desproporcionadas;
* Por avalar la exportación de materiales a Cuba y otros países cuando aquí faltaban. En definitiva, por hacerlo todo mal.
Pero en vez de dimitir él por la desastrosa gestión del Gobierno durante la crisis del coronavirus, Illa optó por relegar a su número dos, el secretario general, Faustino Blanco, y a la directora general de Salud Pública, Pilar Aparicio, que desde finales de abril ya no aparecen en las ruedas de prensa.
El gobierno engrandece y elogia a Illa y a Simón, pasándonos por la cara que ellos tienen el poder, un poder tan absoluto que ni siquiera tienen que disimular.