Con Pablo Iglesias y su guardia pretoriana en centros neurálgicos del poder, la democracia es inviable, porque el secretario general de Podemos es reactivo por naturaleza al Estado de Derecho. Su concepción totalitaria le lleva a la aniquilación de la oposición y de las instituciones que ejercen de contrapoderes.
Pablo Iglesias es una amenaza para la convivencia democrática, y su sola presidencia en la vicepresidencia del Ejecutivo anula cualquier posibilidad de recuperar cierta normalidad institucional. Porque Iglesias quiere secuestrar el concepto de democracia.
A juicio del vicepresidente segundo del Gobierno, los fundamentos de la democracia son “las bases materiales que constituyen los derechos sociales”; para Iglesias sólo se puede ser demócrata defendiendo -entre otras políticas sociales y económicas- la sanidad estatalizada, la educación estatalizada, los impuestos progresivos, las pensiones estatalizadas o el ingreso mínimo vital.
Y quienes defiendan la sanidad privada o la sanidad concertada, la educación privada o la educación concertada, los impuestos proporcionales, las pensiones de capitalización o la ausencia de ingresos mínimos vitales son enemigos de la democracia.
Entonces, ¿las dictaduras como la cubana o la franquista no pueden apostar por sistemas públicos de educación, de sanidad o de pensiones? ¿En qué sentido, por tanto, existe una relación de identidad entre democracia y servicios estatalizados? En ninguno.
Pablo Iglesias es una amenaza para la convivencia democrática, y su sola presidencia en la vicepresidencia del Ejecutivo anula cualquier posibilidad de recuperar cierta normalidad institucional. Porque Iglesias quiere secuestrar el concepto de democracia.
A juicio del vicepresidente segundo del Gobierno, los fundamentos de la democracia son “las bases materiales que constituyen los derechos sociales”; para Iglesias sólo se puede ser demócrata defendiendo -entre otras políticas sociales y económicas- la sanidad estatalizada, la educación estatalizada, los impuestos progresivos, las pensiones estatalizadas o el ingreso mínimo vital.
Y quienes defiendan la sanidad privada o la sanidad concertada, la educación privada o la educación concertada, los impuestos proporcionales, las pensiones de capitalización o la ausencia de ingresos mínimos vitales son enemigos de la democracia.
Entonces, ¿las dictaduras como la cubana o la franquista no pueden apostar por sistemas públicos de educación, de sanidad o de pensiones? ¿En qué sentido, por tanto, existe una relación de identidad entre democracia y servicios estatalizados? En ninguno.
Y además, aplicando su doctrina comunista, se permite el lujo de citar el artículo 128 de la Constitución: «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuera su titularidad está subordinada al interés general». Pero olvida que la propiedad privada está reconocida como un derecho en el artículo 33 de la Constitución. Y cuando una propiedad es imprescindible para garantizar el interés general, el Estado puede obligar a su propietario a venderla. Eso es lo que se llama una expropiación forzosa. Pero, en el fondo, es una operación de compra y venta que no merma el patrimonio de nadie.
Pero en el ideario populista de Pablo Iglesias, la realidad no es ésta. En su lógica, el Estado es el propietario, el gestor, y el planificador. Y los bienes no se expropian, sino que se confiscan. Su apelación a la Constitución española es un juego de trilero para que parezca que la Carta Magna dice lo que él quiere que diga. El problema de soltar en estos momentos una interpretación tan estatalista e insidiosa de la Constitución es que provoca una enorme inseguridad jurídica y económica, cuando, de cara a afrontar la recuperación post pandemia, lo que necesitamos es todo lo contrario.
Evidentemente, la trampa que está cometiendo Iglesias es la de equiparar democracia con socialdemocracia. Está adoptando una definición de democracia tremendamente estrecha y excluyente: democracia es la garantía estatal de las condiciones materiales de existencia para así alcanzar la igualdad, aboliendo las relaciones jerárquicas entre individuos (todas las relaciones jerárquicas salvo una: la jerarquía entre un Estado omnipotente y un ciudadano-súbdito). En definitiva, está intentando secuestrar el concepto de democracia para secuestrar el poder dentro de la democracia.
Desde esta óptica es, de hecho, desde la que el propio Iglesias afirmaba hace años que “la dictadura del proletariado es la máxima expresión de la democracia”. Su éxito supondría la eliminación del poder burgués (entendido como explotador) y su control sobre las clases trabajadoras; dando como resultado final una sociedad sin clases en la que no existiría la desigualdad económica (¿todos pobres = todos iguales?), y donde el control estatal y de los medios de producción recaería en el partido comunista, única fuerza política existente y “garantía” de igualdad y justicia. Populismo puro y duro.
Iglesias ha dejado claro que Sánchez no tiene ningún tipo de ascendencia sobre él y que sigue milimétricamente su hoja de ruta para imponer un cambio de régimen. Iglesias no solo ha embestido siempre contra los consensos de la Transición, contra la Constitución como eje vertebrador de España, contra la Monarquía y contra el poder judicial.
También está utilizando las instituciones para instaurar un guerracivilismo ya superado y para generar odio ideológico en las calles. El enfrentamiento entre españoles es su manera de entender el poder y de alterar los códigos con los que nuestra democracia se ha convertido en un ejemplo de convivencia, de lucha contra el terror y de reafirmación nacional.
Incomprensiblemente, hoy todos estos valores están en riesgo por el expreso deseo de Sánchez de sacrificar al PSOE constitucionalista y sustituirlo por un socialismo revanchista y cainita. La atmósfera ya es conflictiva en las instituciones y en la calle. Es alarmante la irresponsabilidad de Sánchez al permitir que su vicepresidente alimente la teoría de que la derecha desearía dar un golpe de Estado a través de una asonada militar.
Pablo Iglesias es un provocador. Nació en la agitación política y callejera del Movimiento del 15-M (en 2011), presumió de revolucionario, anheló tomar «el cielo por asalto» y diseñó un partido a su medida: autocrático, heredero del más rancio comunismo, simpatizante del terrorismo etarra, y proclive al independentismo. El partido de Iglesias puede bromear con la guillotina para la Familia Real, mofarse de los asesinados por ETA, propugnar la fractura de España, imponer la bandera republicana y amedrentar a los militares, a los jueces y a las Fuerzas de Seguridad acusándolos de ser cómplices de un golpe de Estado. Y no pasa nada.
Está demostrando que Podemos es idéntico a las «cloacas» que siempre denunció, y es intocable mientras destroza España. Tiene patente de corso para reventar la comisión de reconstrucción nacional o para criminalizar a los Tribunales si no le dan la razón, y su partido nunca será responsable de un contagio masivo de coronavirus en las manifestaciones del 8-M. Convertido en un nuevo burgués, un burócrata tras el que se esconde un pésimo gestor, ha visto cómo zonas «obreras» de Madrid se echaban a la calle para criticarle. Por eso ahora saca su perfil más antisistema, chulesco y antidemocrático.
Cuando un vicepresidente deslegitima a la magistratura, el Estado totalitario está a la vuelta de la esquina. Sin división de poderes, todo le estaría permitido a un gobierno que dispondría de medios ilimitados para imponer su arbitrio. El más potente de cuantos sujetos pueblan una sociedad moderna, la poderosísima máquina ejecutiva, a cuyo cargo están armas e instituciones, no debe decidir acerca de las leyes. Eso haría de todos nosotros sus indefensos siervos. Eso busca hoy Iglesias, y lo está consiguiendo (basta con ver el reciente escándalo del Ministerio del Interior).
Televisión, tribunales, fuerza física... En la composición de esas tres determinaciones ve el siglo XXI asomar el rostro, no de una «nueva normalidad», sino de un nuevo totalitarismo. Ya no necesitan siquiera, como antaño, a bandas de matones para imponer su código. Basta con controlar a unos medios de comunicación que, salvo honrosas excepciones, han pervertido su función primigenia de ser portavoces de la sociedad frente al poder para convertirse en correas de transmisión del Gobierno en el poder.
Pero en el ideario populista de Pablo Iglesias, la realidad no es ésta. En su lógica, el Estado es el propietario, el gestor, y el planificador. Y los bienes no se expropian, sino que se confiscan. Su apelación a la Constitución española es un juego de trilero para que parezca que la Carta Magna dice lo que él quiere que diga. El problema de soltar en estos momentos una interpretación tan estatalista e insidiosa de la Constitución es que provoca una enorme inseguridad jurídica y económica, cuando, de cara a afrontar la recuperación post pandemia, lo que necesitamos es todo lo contrario.
Evidentemente, la trampa que está cometiendo Iglesias es la de equiparar democracia con socialdemocracia. Está adoptando una definición de democracia tremendamente estrecha y excluyente: democracia es la garantía estatal de las condiciones materiales de existencia para así alcanzar la igualdad, aboliendo las relaciones jerárquicas entre individuos (todas las relaciones jerárquicas salvo una: la jerarquía entre un Estado omnipotente y un ciudadano-súbdito). En definitiva, está intentando secuestrar el concepto de democracia para secuestrar el poder dentro de la democracia.
Desde esta óptica es, de hecho, desde la que el propio Iglesias afirmaba hace años que “la dictadura del proletariado es la máxima expresión de la democracia”. Su éxito supondría la eliminación del poder burgués (entendido como explotador) y su control sobre las clases trabajadoras; dando como resultado final una sociedad sin clases en la que no existiría la desigualdad económica (¿todos pobres = todos iguales?), y donde el control estatal y de los medios de producción recaería en el partido comunista, única fuerza política existente y “garantía” de igualdad y justicia. Populismo puro y duro.
Iglesias ha dejado claro que Sánchez no tiene ningún tipo de ascendencia sobre él y que sigue milimétricamente su hoja de ruta para imponer un cambio de régimen. Iglesias no solo ha embestido siempre contra los consensos de la Transición, contra la Constitución como eje vertebrador de España, contra la Monarquía y contra el poder judicial.
También está utilizando las instituciones para instaurar un guerracivilismo ya superado y para generar odio ideológico en las calles. El enfrentamiento entre españoles es su manera de entender el poder y de alterar los códigos con los que nuestra democracia se ha convertido en un ejemplo de convivencia, de lucha contra el terror y de reafirmación nacional.
Incomprensiblemente, hoy todos estos valores están en riesgo por el expreso deseo de Sánchez de sacrificar al PSOE constitucionalista y sustituirlo por un socialismo revanchista y cainita. La atmósfera ya es conflictiva en las instituciones y en la calle. Es alarmante la irresponsabilidad de Sánchez al permitir que su vicepresidente alimente la teoría de que la derecha desearía dar un golpe de Estado a través de una asonada militar.
Pablo Iglesias es un provocador. Nació en la agitación política y callejera del Movimiento del 15-M (en 2011), presumió de revolucionario, anheló tomar «el cielo por asalto» y diseñó un partido a su medida: autocrático, heredero del más rancio comunismo, simpatizante del terrorismo etarra, y proclive al independentismo. El partido de Iglesias puede bromear con la guillotina para la Familia Real, mofarse de los asesinados por ETA, propugnar la fractura de España, imponer la bandera republicana y amedrentar a los militares, a los jueces y a las Fuerzas de Seguridad acusándolos de ser cómplices de un golpe de Estado. Y no pasa nada.
Está demostrando que Podemos es idéntico a las «cloacas» que siempre denunció, y es intocable mientras destroza España. Tiene patente de corso para reventar la comisión de reconstrucción nacional o para criminalizar a los Tribunales si no le dan la razón, y su partido nunca será responsable de un contagio masivo de coronavirus en las manifestaciones del 8-M. Convertido en un nuevo burgués, un burócrata tras el que se esconde un pésimo gestor, ha visto cómo zonas «obreras» de Madrid se echaban a la calle para criticarle. Por eso ahora saca su perfil más antisistema, chulesco y antidemocrático.
Cuando un vicepresidente deslegitima a la magistratura, el Estado totalitario está a la vuelta de la esquina. Sin división de poderes, todo le estaría permitido a un gobierno que dispondría de medios ilimitados para imponer su arbitrio. El más potente de cuantos sujetos pueblan una sociedad moderna, la poderosísima máquina ejecutiva, a cuyo cargo están armas e instituciones, no debe decidir acerca de las leyes. Eso haría de todos nosotros sus indefensos siervos. Eso busca hoy Iglesias, y lo está consiguiendo (basta con ver el reciente escándalo del Ministerio del Interior).
Televisión, tribunales, fuerza física... En la composición de esas tres determinaciones ve el siglo XXI asomar el rostro, no de una «nueva normalidad», sino de un nuevo totalitarismo. Ya no necesitan siquiera, como antaño, a bandas de matones para imponer su código. Basta con controlar a unos medios de comunicación que, salvo honrosas excepciones, han pervertido su función primigenia de ser portavoces de la sociedad frente al poder para convertirse en correas de transmisión del Gobierno en el poder.
Las tácticas de Pablo Iglesias son burdas, rastreras, contrarias en fondo y forma al sentido de la palabra «democracia», repugnantes en términos éticos, e indignas de un servidor público, pero útiles para alcanzar la meta que persigue con ahínco este Gobierno: liquidar el régimen del 78, abolir de facto la Constitución fruto de aquel consenso, empezando por las libertades consagradas en su articulado, y alumbrar una España irreconocible, más pobre, más dividida, más débil y más enfrentada.
Una España sin Rey y sin Ley común, de taifas gobernadas por caudillos locales, ciudadanos sujetos al alpiste estatal, votantes cautivos, empresas expulsadas o controladas, jueces dependientes del poder político, cuerpos y fuerzas de seguridad subyugados, y medios de comunicación sometidos, donde establecer «sine die» su tiranía encubierta; ésa que están ensayando con tanto éxito como impunidad aprovechando una epidemia atroz para perpetuar el estado de alarma.
Así como la mentira es el arma favorita de Sánchez, las de Iglesias son el amedrentamiento y la provocación.
Lo sucedido en estos meses demuestra que la presencia de Iglesias en el Gobierno se ha convertido en una fuente continua de problemas para el Ejecutivo y para su propia formación. Este vicepresidente ha creado muchos más conflictos de los que ha resuelto, si es que ha resuelto alguno, desde las críticas al poder judicial hasta el ataque frontal a la libertad de prensa, pasando por la terrible consecuencia para España de la derrota de Nadia Calviño para presidir el Eurogrupo.
Lo aparentemente paradójico del caso es que el vaciado electoral y el desguace político de Unidas Podemos coinciden con el momento de máximo poder personal de su jefe. No es la primera vez que sucede: destruir una organización para conducir a alguien a la cumbre del caudillaje, transformar a un líder político en un sátrapa poseído de sí mismo, es un clásico del populismo.
La historia de Podemos es la de una decadencia sostenida, que ha avanzado al compás de la apropiación personal y la vampirización del movimiento por parte de su líder. Podemos ha dejado de ser un partido para transformarse en un califato; el cacique ha desarrollado una malsana afición a convertir los episodios de su vida personal en conflictos políticos: desde la compra de un chalé, a la sórdida historia de la tarjeta robada y destruida de su ex-asesora, pasando por los escarmientos a los amigos infieles y la elevación a la cumbre de su Elena Ceausescu.
En paralelo al hundimiento de su flota, el poder personal y la influencia política de Iglesias no han parado de crecer. Primero fue el armador de la mayoría de la moción de censura que dio el poder a Sánchez. Después, el gozne imprescindible encargado de vehicular la relación entre el PSOE y los nacionalismos radicales. Finalmente, el vicepresidente (a ratos, copresidente) de un Gobierno en el que todos sus componentes son prescindibles menos él.
Ha descubierto la pócima mágica: a menos votos para mi partido, más poder para mí. En realidad, el camino se lo mostró Sánchez, que jamás habría metido en su Gobierno a un tipo con 71 diputados detrás. Debilitarse al máximo fue condición para que se le abrieran las puertas del paraíso.
Apuntalar el poder personal y arbitrario de Iglesias ha exigido la desvitalización de Podemos y el desguace de las confluencias. Una organización viva y vigorosa y unos potentes aliados territoriales, conscientes de sus intereses, se habrían ocupado de impedir, por ejemplo, el espectáculo de las supuestas 'cloacas del Estado', con un vicepresidente ensoberbecido vomitando amenazas a periodistas desde la tribuna oficial de Moncloa a causa de una historia sórdida de faldas que, una vez más, solo tiene que ver con su vida pero enfanga a todos los que lo rodean.
Una España sin Rey y sin Ley común, de taifas gobernadas por caudillos locales, ciudadanos sujetos al alpiste estatal, votantes cautivos, empresas expulsadas o controladas, jueces dependientes del poder político, cuerpos y fuerzas de seguridad subyugados, y medios de comunicación sometidos, donde establecer «sine die» su tiranía encubierta; ésa que están ensayando con tanto éxito como impunidad aprovechando una epidemia atroz para perpetuar el estado de alarma.
Así como la mentira es el arma favorita de Sánchez, las de Iglesias son el amedrentamiento y la provocación.
El totalitarismo es su credo. La intimidación, su herramienta.
Iglesias al poder, Podemos a la deriva
Lo sucedido en estos meses demuestra que la presencia de Iglesias en el Gobierno se ha convertido en una fuente continua de problemas para el Ejecutivo y para su propia formación. Este vicepresidente ha creado muchos más conflictos de los que ha resuelto, si es que ha resuelto alguno, desde las críticas al poder judicial hasta el ataque frontal a la libertad de prensa, pasando por la terrible consecuencia para España de la derrota de Nadia Calviño para presidir el Eurogrupo.
Lo aparentemente paradójico del caso es que el vaciado electoral y el desguace político de Unidas Podemos coinciden con el momento de máximo poder personal de su jefe. No es la primera vez que sucede: destruir una organización para conducir a alguien a la cumbre del caudillaje, transformar a un líder político en un sátrapa poseído de sí mismo, es un clásico del populismo.
La historia de Podemos es la de una decadencia sostenida, que ha avanzado al compás de la apropiación personal y la vampirización del movimiento por parte de su líder. Podemos ha dejado de ser un partido para transformarse en un califato; el cacique ha desarrollado una malsana afición a convertir los episodios de su vida personal en conflictos políticos: desde la compra de un chalé, a la sórdida historia de la tarjeta robada y destruida de su ex-asesora, pasando por los escarmientos a los amigos infieles y la elevación a la cumbre de su Elena Ceausescu.
En paralelo al hundimiento de su flota, el poder personal y la influencia política de Iglesias no han parado de crecer. Primero fue el armador de la mayoría de la moción de censura que dio el poder a Sánchez. Después, el gozne imprescindible encargado de vehicular la relación entre el PSOE y los nacionalismos radicales. Finalmente, el vicepresidente (a ratos, copresidente) de un Gobierno en el que todos sus componentes son prescindibles menos él.
Ha descubierto la pócima mágica: a menos votos para mi partido, más poder para mí. En realidad, el camino se lo mostró Sánchez, que jamás habría metido en su Gobierno a un tipo con 71 diputados detrás. Debilitarse al máximo fue condición para que se le abrieran las puertas del paraíso.
Apuntalar el poder personal y arbitrario de Iglesias ha exigido la desvitalización de Podemos y el desguace de las confluencias. Una organización viva y vigorosa y unos potentes aliados territoriales, conscientes de sus intereses, se habrían ocupado de impedir, por ejemplo, el espectáculo de las supuestas 'cloacas del Estado', con un vicepresidente ensoberbecido vomitando amenazas a periodistas desde la tribuna oficial de Moncloa a causa de una historia sórdida de faldas que, una vez más, solo tiene que ver con su vida pero enfanga a todos los que lo rodean.