En estos momentos, la gran amenaza a la salud pública es la oleada de populismo epidemiológico que está afectando de manera global al mundo. El populismo se presenta a sí mismo como salvador de mayorías ante situaciones extremas, vive de proporcionar soluciones simples a problemas complejos. Pero en la actual situación de pandemia, las prácticas populistas son pan para hoy y hambre para mañana. La salud no es un juego, y ninguna de las acciones-parche que viene realizando el Gobierno frente a las cámaras de televisión y las redes sociales han contribuido en nada a mejorar la situación epidemiológica de nuestro país. Por contra, el conocimiento científico es la mejor vacuna para salvar las vidas.
Populismo epidemiológico es pretender evitar la llegada de infectados con una simple toma de temperatura en los aeropuertos. Es realizar cribados masivos sin una finalidad definida y sin un plan de actuación. O realizar afirmaciones alarmistas e interpretaciones sesgadas sobre la situación epidemiológica en beneficio propio. También aconsejar tratamientos sin aval científico; o prometer (y poner fecha) a unas vacunas que aún no han pasado todas las fases de ensayo satisfactoriamente. Al igual que invertir recursos públicos en servicios e infraestructuras de dudosa eficacia.
Mundialmente, jefes de Estado han desvirtuado la necesidad de tomar medidas necesarias para enfrentar al enemigo invisible. Sobre la marcha se dieron cuenta que el haber subestimado al virus fue un error fatal y modificaron la narrativa para sostener el apoyo de su base electoral, permaneciendo afines al discurso campañil. El peligro que representan los líderes populistas en tiempos de coronavirus es el trastorno psicológico del egocentrismo, en el que su deseo por popularidad nubla el principio de legalidad y juicio objetivo. Esto obstruye una estrategia coherente para detener la pandemia y reactivar la economía.
Hablar de populismo en epidemiología y control sanitario no es una crítica a un color político, sino una denuncia del recurso tramposo que hacen algunos mandatarios al recurrir a conceptos científicos, tecnologías, e incluso inversiones desproporcionadas en instalaciones, para lograr réditos electorales durante una crisis sanitaria. No existe derecha o izquierda contra un virus. Todos somos víctimas. ‘Politizar’ el virus solo esconde limitaciones de liderazgo y una clara indignidad moral. El líder carismático (populista) sabe más que todo mundo y obvia la opinión de los expertos y eso, en materia de salud, es un peligro enorme para la sociedad.
El actual contexto de incertidumbre en torno a la evolución inmediata de la pandemia, sumado a la preocupación por el horizonte económico, es terreno abonado para los vendehumos del populismo.
¡Hasta se han inventado el lenguaje Covid! Desde el comienzo de la pandemia, la estrategia de comunicación pública del Gobierno y los medios de comunicación ha sido el empleo de un lenguaje belicista, único modo de poder suspender de facto los derechos y garantías individuales. Ahora, todos estamos familiarizados con "palabros" como doblegar la curva, rastreadores, confinamiento, cuarentena, asintomático, PCR, EPI, paciente cero, desescalada, nueva normalidad, infodemia, distancia social, inmunidad de rebaño, héroes sin capa... (algunos de los cuales merecen un monumento a la estupidez). ¡Quién nos iba a decir que echaríamos de menos la normalidad! ¡Y quién nos iba a decir que la normalidad podría ser nueva!
El nuevo populismo epidemiológico tiene múltiples formas. Puede consistir en afirmaciones simplistas que minimicen los riesgos o culpen a otros de la situación (China, la región vecina, el gobierno, la oposición, los inmigrantes ilegales, los jóvenes...). También en poner en marcha medidas llamativas, a sabiendas de que son poco efectivas (como la obligación del uso generalizado de mascarillas en todo momento y lugar, la clausura de los parques infantiles, o el toque de queda de bares y restaurantes). O en apoyar tratamientos que carecen de base científica suficiente, realizar grandes inversiones sin fundamento (véase el hospital para pandemias de Madrid) o, incluso, en forzar los tiempos necesarios para el desarrollo de vacunas eficaces y seguras.
La toma de temperatura en aeropuertos, por ejemplo, es una medida (populista) claramente insuficiente para evitar la entrada en el país de personas infectadas que, además, crea la falsa sensación de que se hace algo.
Otra acción que genera una falsa seguridad son los sellos y las certificaciones “libre de COVID” que lucen numerosas empresas, establecimientos e instituciones. Véase el caso del sello fake que creó el Ministerio de Turismo de España, y que tuvo que retirar a las pocas semanas.
De igual manera, las pruebas masivas de diagnóstico se aplican con frecuencia de manera populista, pretendiendo dar con ellas una imagen de eficacia y capacidad a quien las promueve. La medida no es casual; más bien trata de tapar un enorme agujero humeante, generado como consecuencia de los insuficientes programas de rastreo por parte de las autonomías. Realizar pruebas PCR una sola vez (por ejemplo, las empresas a sus trabajadores a la vuelta de vacaciones, o los colegios a los maestros antes de comenzar el curso escolar) detectará algunos positivos o sospechosos, pero proporcionará nuevamente esa falsa sensación de tranquilidad, pues no habrá forma de detectar infecciones posteriores, a no ser que las pruebas, con todo su coste, se repitan con regularidad. ¿Se hará? La respuesta es claramente negativa.
Resulta peor todavía apoyar tratamientos que no cuentan con el suficiente aval científico, como hizo Trump. Primero apoyó la cloroquina, y después el plasma de convalecientes, pero ninguno de esos dos tratamientos cuenta con ensayos y evidencia científica suficiente para aconsejar su uso.
¡Y qué hay de los gobiernos que prometen vacunas que aún no existen porque todavía no han concluido todas sus fases de ensayo con éxito! Putin presentó en agosto una vacuna llamada “Sputnik V ”, cuyos ensayos simplificaron de forma manifiesta los filtros de seguridad que debe pasar cualquier medicamento, y tras inocular miles de dosis en Rusia, ya hay problemas y están empezando a aparecer efectos secundarios. Ningún gobierno está libre de culpa, la carrera por ser los primeros en disponer de una vacuna anti-Covid es primordial.
Otro ejemplo de populismo epidemiológico es anunciar a bombo y platillo la participación en un ensayo clínico, o poner fecha a la distribución de las primeras dosis de vacuna de algún fabricante (como ha hecho España). Esto genera esperanzas en una solución cercana que puede no estarlo tanto. Los riesgos no solo estriban en que puedan llegar al público vacunas menos seguras y de dudosa eficacia, sino, sobre todo, en alimentar la desconfianza del público frente a las vacunas en general. De hecho, uno de cada tres españoles no se la pondría, y el principal motivo es la desconfianza (por la rapidez con la que se están llevando a cabo las investigaciones para desarrollarla).
Algo parecido ocurrió con la obligatoriedad de las mascarillas en la calle, una medida que sorprendió a muchos epidemiólogos por la falta de evidencias sólidas sobre el contagio al aire libre. El propio Fernando Simón había dicho en mayo al respecto que "dando un paseo por el campo una persona sola es fácil ver que no hay peligro". Pero al final, la mascarilla al aire libre se acabó declarando obligatoria en Consejo de Ministros, en cualquier sitio (también para dar un paseo por el campo), aunque se pueda mantener la preceptiva distancia de seguridad.
Pero de todas las formas de populismo, el de los científicos despechados es una de las más dañinas. En primer lugar, porque apaciguan la ansiedad que genera la incertidumbre en la población con falsedades que luego son muy difíciles de desmontar. Y, en segundo lugar, porque, en su calidad de expertos, proporcionan munición a los líderes políticos populistas. (Véase el caso de Fernando Simón).
¿En qué momento dejó España de escuchar a los expertos y puso a los políticos a ordenar estrategias de control epidemiológico? Está ocurriendo a todos los niveles. Algunas medidas, como cerrar las piscinas en septiembre, clausurar las playas y los parques por la noche, no hacen nada para frenar la incidencia, pero pretenden aparentar que lo hacen. Son medidas populistas.
Otras medidas que se barajan amenazan con provocar problemas de otra índole. Pablo Iglesias ha garantizado que los padres de niños en cuarentena por el positivo de un compañero de clase y con PCR negativa obtendrán y cobrarán la baja laboral. Está por ver si la medida pregonada por Iglesias acaba ejecutándose, pero ciertamente es un regalo envenenado, ya no solo para las arcas públicas, sino también para pediatras y médicos de familia que deberán tramitar todo el papeleo. Más sobrecarga de trabajo.
Los mensajes populistas son fáciles de vender y llegan al público mejor que la evidencia científica. ¿Cómo evitarlo? La respuesta está en el conocimiento científico. En verano, médicos y científicos pidieron implantar medidas para evitar el caos que se preveía en otoño. A medida que la curva se disparaba y los hospitales se llenaban, la petición se fue convirtiendo en un clamor. Más de medio centenar de sociedades científicas (que representan a 171.600 profesionales sanitarios) han firmado un manifiesto donde reclaman una respuesta a la pandemia «basada en la evidencia científica».
Por una parte, una sociedad informada y con cultura científica será menos permeable a los mensajes simplistas del populismo y, por tanto, mucho más libre.
Por otra, la mejor gestión de cualquier crisis será aquella que esté respaldada por la ciencia. En lugar de mediciones de temperatura, por ejemplo, parece más razonable exigir una PCR reciente o una cuarentena.
Las pruebas masivas pueden aportar información muy valiosa, pero solo si se utilizan con un plan definido. Siempre he defendido la estrategia de realizar cribados masivos con la finalidad de parar la transmisión silenciosa (aislando a los asintomáticos), pero soy consciente de que un negativo hoy puede ser un positivo mañana. Con la atención primaria colapsada y la falta de médicos, es imposible tener la capacidad para mantener millones pruebas a lo largo del tiempo. Por eso, yo abogo por "inventar" un sistema autosuficiente, es decir, que cada ciudadano pueda hacerse la prueba en casa. Quizás los nuevos test de antígenos, que solo requieren una muestra de saliva, son rápidos y económicos, puedan ser una solución.
Una vez superada la peor parte de la crisis sanitaria, en vez de grandes inversiones, parece más sensato apostar por invertir en personal (atención primaria, médicos, rastreadores, profesores...) que en ladrillos.
El covid-19 ha demostrado hasta qué grado la sociedad civil está dispuesta a ceder sus prerrogativas a cambio de seguridad. La presencia militar ha sido legitimada al darle trato bélico a una pandemia, equiparable a la Segunda Guerra Mundial. Paulatinamente, los Estados han incorporado limitaciones a libertades sociales, lo cual ha recibido la aceptación ciudadana motivada por el miedo, la incertidumbre y la histeria colectiva.
El populismo se ha comportado como un cáncer en el pleno democrático, sustituyendo la legalidad por emociones, desvirtuando la formalidad institucional al centralizar el poder en una sola figura dictatorial que se alimenta de la ignorancia y el miedo. No obstante, esta pandemia política también tiene una vacuna: instituciones sólidas y una población informada combatiente a la tiranía.
Nuestra sociedad debe exigir a los responsables basar sus decisiones en la evidencia científica: escuchar los criterios de sensatez y racionalidad que tienen los profesionales de la salud y los científicos. El problema viene cuando el comité científico (especializado en epidemiología, gripe, bioestadística o farmacia) que asesora al Gobierno de España permanece sin reunirse desde hace más de tres meses. Y cuando descubres que el "comité de expertos" en los que el gobierno escudaba sus decisiones arbitrarias para pasar de fase en la desescalada nunca existió; quizás por eso las decisiones tomadas han sido (y siguen siendo) totalmente ilógicas e incongruentes. El resultado: descrédito para la comunidad científica y falta de confianza en el gobierno.
La evidencia científica es provisional por definición. Cuando una epidemia crece a un ritmo de cientos de miles de contagiados diarios, las evidencias dejan de serlo a mayor velocidad si cabe. De ahí los constantes cambios de criterio en cuanto al uso generalizado de mascarillas, al período de cuarentena, determinar a quién hacer test...
El desacuerdo y la controversia son propios de la ciencia. Pero cuando se vuelven globales, difundidos en redes sociales por gente que no es experta, en los medios de comunicación comprados por el gobierno, donde se mezcla lo falso con lo verdadero o lo que está en estudio, el caldo de cultivo para la desinformación genera incertidumbre y pánico. Por eso, estar bien informado nunca fue tan necesario como ahora.
Nuestra sociedad también debe exigir al gobierno que debe primar la transparencia y la cultura científica. Para que los ciudadanos puedan reclamar esta responsabilidad a nuestros dirigentes, y para que puedan tener criterio para valorar las actuaciones de los gobiernos, debe incrementarse la transferencia de conocimiento científico a la sociedad de una manera entendible y rigurosa. Pero eso es difícil de lograr, porque a un gobierno populista no le gusta que haya personas capaces de criticar sus decisiones, aunque sea con argumentos de peso. Prefiere a un pueblo ignorante y sumiso que pueda manejar y manipular a su antojo, en función de sus propios intereses, conduciendo al declive democrático.
Por eso, en estos momentos de crisis sanitaria, más que nunca, la investigación ha de ser por y para la sociedad. Sucede además que científicos y médicos mantienen una credibilidad considerable, a diferencia de políticos, periodistas, opinólogos y otras voces más habituales en el coro que rodea la toma pública de decisiones. En la medida en que estos últimos hagan caso a los primeros, prestando atención, amplificando las voces de la epidemiología, la virología y el manejo especializado de crisis sanitarias, podrán navegar la crisis con mayor acierto.
Estamos asistiendo hoy en la conversación pública, tanto a través de los medios de comunicación, como en el discurso político o en las redes sociales, a una convergencia creciente del discurso que toma la ciencia como referente y del miedo. La epidemia de coronavirus ha movilizado por un lado la actividad de investigación científica, la curiosidad pública ante un fenómeno inquietante y la comunicación política destinada a gestionar la expansión social de la enfermedad.
El trabajo de los científicos ha ido realizándose según los protocolos habituales, marcado por el ritmo de la observación, la formulación de hipótesis y las comprobaciones experimentales.
La curiosidad pública, por su lado, buscaba y busca explicaciones que den algo de coherencia a una situación caótica, pero también puede dar ocasión esa misma curiosidad a que se atienda a discursos que causan admiración o espanto.
La comunicación política, se ha solido basar en referencias al trabajo de los científicos, al tiempo que se reservaba la posibilidad, mediante la presentación de los datos, de modular el clima afectivo de la sociedad, gestionando temores y esperanzas para producir obediencia a las consignas de los gobiernos.
La actuación de los medios de comunicación durante la crisis actual parece consistir en amplificar el discurso del poder político o en oponerse a él en nombre de otras posturas que generan sus propios temores y sus propias esperanzas, y, por consiguiente, sus propias formas de obediencia.
La necesaria discreción y austeridad del trabajo científico puede a veces contrastar con las tomas de posición públicas de los científicos en las que no es tanto la ciencia –una práctica basada en métodos y protocolos rigurosos– como la ideología del científico la que sale a la luz pública.
La responsabilidad pública del político que gestiona la pandemia desde instancias de gobierno se ve a su vez determinada por sus sesgos ideológicos y por su voluntad de mantenerse en el poder. Rara vez se ha presentado a los gobiernos mejor ocasión para reforzar su mando que la actual, pues hoy puede llegarse a imponer -en nombre de la lucha contra una pandemia mortífera, o presentada como tal- prácticamente cualquier medida.
Los gobiernos no sólo son los celosos guardianes de la salud pública, sino quienes deben velar por la buena marcha de la economía y por dar, ante los mercados financieros internacionales, una imagen de solvencia del país. De ahí que el virus, según los momentos y según las presiones a que se ven sometidos los gobernantes, sea un monstruo peligroso capaz de generar gravísimas dolencias o incluso de matar a muchas personas, o bien un patógeno mucho más benigno, que en unas ocasiones sea contagiosísimo o que sólo sea transmisible en circunstancias muy precisas. Cuando se trata de movilizar a la población para que regrese a sus puestos de trabajo y use masivamente el transporte público, el peligro se minimiza, pero cuando de lo que se trata es de seguir imponiendo medidas restrictivas de la vida social extralaboral o extraescolar, muestra el virus su rostro más temible. De ahí que parezca que el virus tiene gran afición a los bares y discotecas y poco interés por los lugares de trabajo.
El Covid-19 es hoy un monstruo epistemológico que no atiende tanto al saber científico sino a las teorías que van elaborándose al respecto, como a la comunicación de gobiernos y medios sobre la pandemia. Esta comunicación toma como base de autoridad la ciencia, pero, en realidad consiste en una explotación regresiva y precipitada de resultados parciales del procedimiento científico: observaciones clínicas más que conclusiones.
Un enemigo universal y sin contornos como el Covid-19, nombrado como tal enemigo por un soberano que dice estar "en guerra" contra él, permite al Estado presentarse como protector en la situación de extrema necesidad que supone la pandemia. De ahí que este tienda a agigantar las consecuencias del virus en lugar de atenerse con la debida prudencia a la simple observación de los datos.
El uso interesado de la estadística es el complemento indispensable de la transformación del virus en monstruo. Así, basándose en proyecciones arbitrarias a partir de una cifras de contagios muy poco fiables, se agigantó en un primer momento la letalidad del virus, y hoy, cuando esa letalidad no se ha podido confirmar tras las medidas de confinamiento, se afirma que sin el confinamiento habrían fallecido centenares de miles de personas en nuestros países, gracias a lo cual, ahora que ¿se tienen cifras de contagios más fiables? y en fuerte alza, se sostiene contra toda evidencia que existe una correlación directa entre número de contagios y número de enfermos y fallecidos. Ello cuando las cifras de contagios no dejan de crecer y las de hospitalizaciones y fallecimientos se mantienen a niveles comparativamente mucho más bajos. Ante esta incongruencia, el creyente en el coronavirus como fuerza maligna se justificará diciendo que si esa correlación directa no se da hoy, nada impide que se dé mañana...
No creo que deba ponerse en duda la necesidad de prudencia ante la pandemia, pero sería bueno que esta prudencia se guiase por la razón y se basase en información contrastada, en lugar de ser orientada por un consenso aterrador. De momento, se ignora mucho sobre este fenómeno y quedan muchos elementos por investigar. Esta ignorancia no debe sin embargo convertirse en argumento, no debe crear monstruos a partir de una falta de conocimiento.
Populismo epidemiológico es pretender evitar la llegada de infectados con una simple toma de temperatura en los aeropuertos. Es realizar cribados masivos sin una finalidad definida y sin un plan de actuación. O realizar afirmaciones alarmistas e interpretaciones sesgadas sobre la situación epidemiológica en beneficio propio. También aconsejar tratamientos sin aval científico; o prometer (y poner fecha) a unas vacunas que aún no han pasado todas las fases de ensayo satisfactoriamente. Al igual que invertir recursos públicos en servicios e infraestructuras de dudosa eficacia.
Mundialmente, jefes de Estado han desvirtuado la necesidad de tomar medidas necesarias para enfrentar al enemigo invisible. Sobre la marcha se dieron cuenta que el haber subestimado al virus fue un error fatal y modificaron la narrativa para sostener el apoyo de su base electoral, permaneciendo afines al discurso campañil. El peligro que representan los líderes populistas en tiempos de coronavirus es el trastorno psicológico del egocentrismo, en el que su deseo por popularidad nubla el principio de legalidad y juicio objetivo. Esto obstruye una estrategia coherente para detener la pandemia y reactivar la economía.
Hablar de populismo en epidemiología y control sanitario no es una crítica a un color político, sino una denuncia del recurso tramposo que hacen algunos mandatarios al recurrir a conceptos científicos, tecnologías, e incluso inversiones desproporcionadas en instalaciones, para lograr réditos electorales durante una crisis sanitaria. No existe derecha o izquierda contra un virus. Todos somos víctimas. ‘Politizar’ el virus solo esconde limitaciones de liderazgo y una clara indignidad moral. El líder carismático (populista) sabe más que todo mundo y obvia la opinión de los expertos y eso, en materia de salud, es un peligro enorme para la sociedad.
El actual contexto de incertidumbre en torno a la evolución inmediata de la pandemia, sumado a la preocupación por el horizonte económico, es terreno abonado para los vendehumos del populismo.
¡Hasta se han inventado el lenguaje Covid! Desde el comienzo de la pandemia, la estrategia de comunicación pública del Gobierno y los medios de comunicación ha sido el empleo de un lenguaje belicista, único modo de poder suspender de facto los derechos y garantías individuales. Ahora, todos estamos familiarizados con "palabros" como doblegar la curva, rastreadores, confinamiento, cuarentena, asintomático, PCR, EPI, paciente cero, desescalada, nueva normalidad, infodemia, distancia social, inmunidad de rebaño, héroes sin capa... (algunos de los cuales merecen un monumento a la estupidez). ¡Quién nos iba a decir que echaríamos de menos la normalidad! ¡Y quién nos iba a decir que la normalidad podría ser nueva!
El nuevo populismo epidemiológico tiene múltiples formas. Puede consistir en afirmaciones simplistas que minimicen los riesgos o culpen a otros de la situación (China, la región vecina, el gobierno, la oposición, los inmigrantes ilegales, los jóvenes...). También en poner en marcha medidas llamativas, a sabiendas de que son poco efectivas (como la obligación del uso generalizado de mascarillas en todo momento y lugar, la clausura de los parques infantiles, o el toque de queda de bares y restaurantes). O en apoyar tratamientos que carecen de base científica suficiente, realizar grandes inversiones sin fundamento (véase el hospital para pandemias de Madrid) o, incluso, en forzar los tiempos necesarios para el desarrollo de vacunas eficaces y seguras.
La toma de temperatura en aeropuertos, por ejemplo, es una medida (populista) claramente insuficiente para evitar la entrada en el país de personas infectadas que, además, crea la falsa sensación de que se hace algo.
Otra acción que genera una falsa seguridad son los sellos y las certificaciones “libre de COVID” que lucen numerosas empresas, establecimientos e instituciones. Véase el caso del sello fake que creó el Ministerio de Turismo de España, y que tuvo que retirar a las pocas semanas.
De igual manera, las pruebas masivas de diagnóstico se aplican con frecuencia de manera populista, pretendiendo dar con ellas una imagen de eficacia y capacidad a quien las promueve. La medida no es casual; más bien trata de tapar un enorme agujero humeante, generado como consecuencia de los insuficientes programas de rastreo por parte de las autonomías. Realizar pruebas PCR una sola vez (por ejemplo, las empresas a sus trabajadores a la vuelta de vacaciones, o los colegios a los maestros antes de comenzar el curso escolar) detectará algunos positivos o sospechosos, pero proporcionará nuevamente esa falsa sensación de tranquilidad, pues no habrá forma de detectar infecciones posteriores, a no ser que las pruebas, con todo su coste, se repitan con regularidad. ¿Se hará? La respuesta es claramente negativa.
Resulta peor todavía apoyar tratamientos que no cuentan con el suficiente aval científico, como hizo Trump. Primero apoyó la cloroquina, y después el plasma de convalecientes, pero ninguno de esos dos tratamientos cuenta con ensayos y evidencia científica suficiente para aconsejar su uso.
¡Y qué hay de los gobiernos que prometen vacunas que aún no existen porque todavía no han concluido todas sus fases de ensayo con éxito! Putin presentó en agosto una vacuna llamada “Sputnik V ”, cuyos ensayos simplificaron de forma manifiesta los filtros de seguridad que debe pasar cualquier medicamento, y tras inocular miles de dosis en Rusia, ya hay problemas y están empezando a aparecer efectos secundarios. Ningún gobierno está libre de culpa, la carrera por ser los primeros en disponer de una vacuna anti-Covid es primordial.
Otro ejemplo de populismo epidemiológico es anunciar a bombo y platillo la participación en un ensayo clínico, o poner fecha a la distribución de las primeras dosis de vacuna de algún fabricante (como ha hecho España). Esto genera esperanzas en una solución cercana que puede no estarlo tanto. Los riesgos no solo estriban en que puedan llegar al público vacunas menos seguras y de dudosa eficacia, sino, sobre todo, en alimentar la desconfianza del público frente a las vacunas en general. De hecho, uno de cada tres españoles no se la pondría, y el principal motivo es la desconfianza (por la rapidez con la que se están llevando a cabo las investigaciones para desarrollarla).
Algo parecido ocurrió con la obligatoriedad de las mascarillas en la calle, una medida que sorprendió a muchos epidemiólogos por la falta de evidencias sólidas sobre el contagio al aire libre. El propio Fernando Simón había dicho en mayo al respecto que "dando un paseo por el campo una persona sola es fácil ver que no hay peligro". Pero al final, la mascarilla al aire libre se acabó declarando obligatoria en Consejo de Ministros, en cualquier sitio (también para dar un paseo por el campo), aunque se pueda mantener la preceptiva distancia de seguridad.
Pero de todas las formas de populismo, el de los científicos despechados es una de las más dañinas. En primer lugar, porque apaciguan la ansiedad que genera la incertidumbre en la población con falsedades que luego son muy difíciles de desmontar. Y, en segundo lugar, porque, en su calidad de expertos, proporcionan munición a los líderes políticos populistas. (Véase el caso de Fernando Simón).
¿En qué momento dejó España de escuchar a los expertos y puso a los políticos a ordenar estrategias de control epidemiológico? Está ocurriendo a todos los niveles. Algunas medidas, como cerrar las piscinas en septiembre, clausurar las playas y los parques por la noche, no hacen nada para frenar la incidencia, pero pretenden aparentar que lo hacen. Son medidas populistas.
Otras medidas que se barajan amenazan con provocar problemas de otra índole. Pablo Iglesias ha garantizado que los padres de niños en cuarentena por el positivo de un compañero de clase y con PCR negativa obtendrán y cobrarán la baja laboral. Está por ver si la medida pregonada por Iglesias acaba ejecutándose, pero ciertamente es un regalo envenenado, ya no solo para las arcas públicas, sino también para pediatras y médicos de familia que deberán tramitar todo el papeleo. Más sobrecarga de trabajo.
Los mensajes populistas son fáciles de vender y llegan al público mejor que la evidencia científica. ¿Cómo evitarlo? La respuesta está en el conocimiento científico. En verano, médicos y científicos pidieron implantar medidas para evitar el caos que se preveía en otoño. A medida que la curva se disparaba y los hospitales se llenaban, la petición se fue convirtiendo en un clamor. Más de medio centenar de sociedades científicas (que representan a 171.600 profesionales sanitarios) han firmado un manifiesto donde reclaman una respuesta a la pandemia «basada en la evidencia científica».
Por una parte, una sociedad informada y con cultura científica será menos permeable a los mensajes simplistas del populismo y, por tanto, mucho más libre.
Por otra, la mejor gestión de cualquier crisis será aquella que esté respaldada por la ciencia. En lugar de mediciones de temperatura, por ejemplo, parece más razonable exigir una PCR reciente o una cuarentena.
Las pruebas masivas pueden aportar información muy valiosa, pero solo si se utilizan con un plan definido. Siempre he defendido la estrategia de realizar cribados masivos con la finalidad de parar la transmisión silenciosa (aislando a los asintomáticos), pero soy consciente de que un negativo hoy puede ser un positivo mañana. Con la atención primaria colapsada y la falta de médicos, es imposible tener la capacidad para mantener millones pruebas a lo largo del tiempo. Por eso, yo abogo por "inventar" un sistema autosuficiente, es decir, que cada ciudadano pueda hacerse la prueba en casa. Quizás los nuevos test de antígenos, que solo requieren una muestra de saliva, son rápidos y económicos, puedan ser una solución.
Una vez superada la peor parte de la crisis sanitaria, en vez de grandes inversiones, parece más sensato apostar por invertir en personal (atención primaria, médicos, rastreadores, profesores...) que en ladrillos.
El covid-19 ha demostrado hasta qué grado la sociedad civil está dispuesta a ceder sus prerrogativas a cambio de seguridad. La presencia militar ha sido legitimada al darle trato bélico a una pandemia, equiparable a la Segunda Guerra Mundial. Paulatinamente, los Estados han incorporado limitaciones a libertades sociales, lo cual ha recibido la aceptación ciudadana motivada por el miedo, la incertidumbre y la histeria colectiva.
El populismo se ha comportado como un cáncer en el pleno democrático, sustituyendo la legalidad por emociones, desvirtuando la formalidad institucional al centralizar el poder en una sola figura dictatorial que se alimenta de la ignorancia y el miedo. No obstante, esta pandemia política también tiene una vacuna: instituciones sólidas y una población informada combatiente a la tiranía.
Nuestra sociedad debe exigir a los responsables basar sus decisiones en la evidencia científica: escuchar los criterios de sensatez y racionalidad que tienen los profesionales de la salud y los científicos. El problema viene cuando el comité científico (especializado en epidemiología, gripe, bioestadística o farmacia) que asesora al Gobierno de España permanece sin reunirse desde hace más de tres meses. Y cuando descubres que el "comité de expertos" en los que el gobierno escudaba sus decisiones arbitrarias para pasar de fase en la desescalada nunca existió; quizás por eso las decisiones tomadas han sido (y siguen siendo) totalmente ilógicas e incongruentes. El resultado: descrédito para la comunidad científica y falta de confianza en el gobierno.
La evidencia científica es provisional por definición. Cuando una epidemia crece a un ritmo de cientos de miles de contagiados diarios, las evidencias dejan de serlo a mayor velocidad si cabe. De ahí los constantes cambios de criterio en cuanto al uso generalizado de mascarillas, al período de cuarentena, determinar a quién hacer test...
El desacuerdo y la controversia son propios de la ciencia. Pero cuando se vuelven globales, difundidos en redes sociales por gente que no es experta, en los medios de comunicación comprados por el gobierno, donde se mezcla lo falso con lo verdadero o lo que está en estudio, el caldo de cultivo para la desinformación genera incertidumbre y pánico. Por eso, estar bien informado nunca fue tan necesario como ahora.
Nuestra sociedad también debe exigir al gobierno que debe primar la transparencia y la cultura científica. Para que los ciudadanos puedan reclamar esta responsabilidad a nuestros dirigentes, y para que puedan tener criterio para valorar las actuaciones de los gobiernos, debe incrementarse la transferencia de conocimiento científico a la sociedad de una manera entendible y rigurosa. Pero eso es difícil de lograr, porque a un gobierno populista no le gusta que haya personas capaces de criticar sus decisiones, aunque sea con argumentos de peso. Prefiere a un pueblo ignorante y sumiso que pueda manejar y manipular a su antojo, en función de sus propios intereses, conduciendo al declive democrático.
Por eso, en estos momentos de crisis sanitaria, más que nunca, la investigación ha de ser por y para la sociedad. Sucede además que científicos y médicos mantienen una credibilidad considerable, a diferencia de políticos, periodistas, opinólogos y otras voces más habituales en el coro que rodea la toma pública de decisiones. En la medida en que estos últimos hagan caso a los primeros, prestando atención, amplificando las voces de la epidemiología, la virología y el manejo especializado de crisis sanitarias, podrán navegar la crisis con mayor acierto.
El conocimiento científico es la mejor vacuna para combatir y neutralizar el nuevo populismo epidemiológico.
Entre la verdad y el relato
Estamos asistiendo hoy en la conversación pública, tanto a través de los medios de comunicación, como en el discurso político o en las redes sociales, a una convergencia creciente del discurso que toma la ciencia como referente y del miedo. La epidemia de coronavirus ha movilizado por un lado la actividad de investigación científica, la curiosidad pública ante un fenómeno inquietante y la comunicación política destinada a gestionar la expansión social de la enfermedad.
El trabajo de los científicos ha ido realizándose según los protocolos habituales, marcado por el ritmo de la observación, la formulación de hipótesis y las comprobaciones experimentales.
La curiosidad pública, por su lado, buscaba y busca explicaciones que den algo de coherencia a una situación caótica, pero también puede dar ocasión esa misma curiosidad a que se atienda a discursos que causan admiración o espanto.
La comunicación política, se ha solido basar en referencias al trabajo de los científicos, al tiempo que se reservaba la posibilidad, mediante la presentación de los datos, de modular el clima afectivo de la sociedad, gestionando temores y esperanzas para producir obediencia a las consignas de los gobiernos.
La actuación de los medios de comunicación durante la crisis actual parece consistir en amplificar el discurso del poder político o en oponerse a él en nombre de otras posturas que generan sus propios temores y sus propias esperanzas, y, por consiguiente, sus propias formas de obediencia.
La necesaria discreción y austeridad del trabajo científico puede a veces contrastar con las tomas de posición públicas de los científicos en las que no es tanto la ciencia –una práctica basada en métodos y protocolos rigurosos– como la ideología del científico la que sale a la luz pública.
La responsabilidad pública del político que gestiona la pandemia desde instancias de gobierno se ve a su vez determinada por sus sesgos ideológicos y por su voluntad de mantenerse en el poder. Rara vez se ha presentado a los gobiernos mejor ocasión para reforzar su mando que la actual, pues hoy puede llegarse a imponer -en nombre de la lucha contra una pandemia mortífera, o presentada como tal- prácticamente cualquier medida.
Los gobiernos no sólo son los celosos guardianes de la salud pública, sino quienes deben velar por la buena marcha de la economía y por dar, ante los mercados financieros internacionales, una imagen de solvencia del país. De ahí que el virus, según los momentos y según las presiones a que se ven sometidos los gobernantes, sea un monstruo peligroso capaz de generar gravísimas dolencias o incluso de matar a muchas personas, o bien un patógeno mucho más benigno, que en unas ocasiones sea contagiosísimo o que sólo sea transmisible en circunstancias muy precisas. Cuando se trata de movilizar a la población para que regrese a sus puestos de trabajo y use masivamente el transporte público, el peligro se minimiza, pero cuando de lo que se trata es de seguir imponiendo medidas restrictivas de la vida social extralaboral o extraescolar, muestra el virus su rostro más temible. De ahí que parezca que el virus tiene gran afición a los bares y discotecas y poco interés por los lugares de trabajo.
El Covid-19 es hoy un monstruo epistemológico que no atiende tanto al saber científico sino a las teorías que van elaborándose al respecto, como a la comunicación de gobiernos y medios sobre la pandemia. Esta comunicación toma como base de autoridad la ciencia, pero, en realidad consiste en una explotación regresiva y precipitada de resultados parciales del procedimiento científico: observaciones clínicas más que conclusiones.
Un enemigo universal y sin contornos como el Covid-19, nombrado como tal enemigo por un soberano que dice estar "en guerra" contra él, permite al Estado presentarse como protector en la situación de extrema necesidad que supone la pandemia. De ahí que este tienda a agigantar las consecuencias del virus en lugar de atenerse con la debida prudencia a la simple observación de los datos.
El uso interesado de la estadística es el complemento indispensable de la transformación del virus en monstruo. Así, basándose en proyecciones arbitrarias a partir de una cifras de contagios muy poco fiables, se agigantó en un primer momento la letalidad del virus, y hoy, cuando esa letalidad no se ha podido confirmar tras las medidas de confinamiento, se afirma que sin el confinamiento habrían fallecido centenares de miles de personas en nuestros países, gracias a lo cual, ahora que ¿se tienen cifras de contagios más fiables? y en fuerte alza, se sostiene contra toda evidencia que existe una correlación directa entre número de contagios y número de enfermos y fallecidos. Ello cuando las cifras de contagios no dejan de crecer y las de hospitalizaciones y fallecimientos se mantienen a niveles comparativamente mucho más bajos. Ante esta incongruencia, el creyente en el coronavirus como fuerza maligna se justificará diciendo que si esa correlación directa no se da hoy, nada impide que se dé mañana...
No creo que deba ponerse en duda la necesidad de prudencia ante la pandemia, pero sería bueno que esta prudencia se guiase por la razón y se basase en información contrastada, en lugar de ser orientada por un consenso aterrador. De momento, se ignora mucho sobre este fenómeno y quedan muchos elementos por investigar. Esta ignorancia no debe sin embargo convertirse en argumento, no debe crear monstruos a partir de una falta de conocimiento.